lunes, 24 de junio de 2013

El análisis de las nuevas Religiosidades nos obliga a revisar el encaje de las experiencias espirituales dentro de las tradiciones religiosas

Empecemos viendo cual es la situación actual, el llamado divorcio entre la experiencia y las tradiciones religiosas. Mientras las religiones históricas han mantenido su preponderancia y peso, se ha dado por supuesto que la tradición era el lugar donde se desarrollaba la experiencia religiosa y que canalizaba todas las acciones espirituales. De ahí la importancia de la transmisión de la fe a través de instituciones como la familia, la escuela o las organizaciones religiosas. La crisis de esta red ha anulado muchas de las estrategias de transferencia de la fe y esto explicaría en gran medida este divorcio. Hemos de entender que la tradición es el refugio de la memoria de las experiencias de los que han vivido antes y que es un conjunto de vivencias transmitidas de generación en generación sobre las que se apoya la experiencia de la fe. El acceso a la cultura religiosa que le es propia a cada uno implica entrar en contacto con estas experiencias vivenciales transmitidas. El sustrato vivencial de la tradición se puede contagiar generando nuevas experiencias que, convenientemente transformadas en cultura, serán los eslabones de una cadena que conecta una generación con la siguiente y de esta manera van renovando y actualizando estas experiencias que se convierten en un sistema vivo que interactúa con la realidad (“els signes del temps”). Si la transmisión no es correcta, o se hace demasiado rígida o superflua, se puede acabar bloqueando el sistema de manera que sea incapaz de adaptarse a las circunstancias de cada momento histórico, de “conectar” con la realidad. Entonces, carente de una experiencia capaz de suministrar nuevas energías al entramado religioso, la tradición resulta estéril, vacía y tiende a ser abandonada y se busca una necesaria sustituta pues la espiritualidad no es monopolio de religiones, es patrimonio de todos los seres humanos porque son humanos, porque son capaces de espiritualidad y trascendencia. La espiritualidad no trabaja con credos ni con verdades, no es un conocimiento vehiculado de verdades, sino que consiste en la experiencia última, y a ella invita, incita, llena y orienta. Las causas de esta desconexión vivencial pueden ser diversas: Hay casos en los que el peso de las estructuras anula la experiencia: las creencias actuarían como prejuicios que frenarían la experiencia hasta el punto de ahogarla y anularla, porque la privan de la libertad de pensamiento y de interpretación. En otros, se otorga tal relevancia a la teología, a la liturgia, a la moral o a la institución que pierden en sentido o esencia original y acaban siendo sustituidas por experiencias culturales de lo sagrado, derivando a su distorsión o al extremo de la idolatría, al confundirlo con imágenes representativas. Aunque también nos encontramos con faltas de la dinamización de la experiencia que pierde potencia y no ayuda a alcanzar al trascendente, derivando a especulaciones gratuitas de todo lo que la tradición considera trascendente, que pierde su significado y fuerza original. Cuando se pierde esa perspectiva la tradición y la doctrina acaban siendo reducidos a filosofía, literatura o superstición; el rito se convierte en protocolo, arte o magia; los preceptos se transforman en reglamentos, ética u obsesiones; y la comunidad de los creyentes llega a ser derivada a institución política, empresa o secta. Con la llegada del postmodernismo, el individuo desconfía de la capacidad de la tradición para provocar una experiencia espiritual enriquecedora. Por este motivo, la nueva efervescencia religiosa reclama una fe liberada de dogmas, formalidades, normas y estructuras, lejos de herencias tradicionales. Parece que entonces, el retorno de lo sagrado comporta una nueva secularización: la de las conciencias. Al separar la espiritualidad de la tradición, la sociedad civil va arrebatando a las instituciones religiosas el monopolio de la vivencia espiritual. En palabras de Gauchet, «aquello que sucedía dentro de las religiones está destinado a recomponerse fuera de la religión». Así Gauchet defenderá que una salida completa de la religión es posible. Eso no significa que lo religioso deba dejar de hablar a los individuos, pues la experiencia religiosa como expresión del hecho religioso sigue presente en el ser humano. Por su parte Marià Corbí también sostiene que las religiones, tal como han existido en Occidente durante los últimos dos mil años, han llegado a su fin o están a punto de extinguirse, porque está naciendo una nueva manera de vivir y expresar las experiencias religiosas que según este autor, no debería recibir el nombre de «religión». O según Manuel Fraijó, «cultivar la espiritualidad en estos continentes es hacerlo de la mano de sus religiones, aunque se haga críticamente o, incluso, heréticamente». Lo que produciría una experiencia espiritual completamente escindida de cualquier tradición. ¿Qué consecuencias puede traer esta situación? Una sería el énfasis en la vivencia personal como mecanismo para alcanzar la experiencia religiosa que puede conducir a un solipsismo exacerbado. Es lo que comenta Bloom, que en este contexto la experiencia individual es el criterio de validez donde se ubica la matriz de las nuevas formas de espiritualidad. En este caso, cada individuo escoge los mitos, los símbolos, los rituales o las normas que más le convienen según sus preferencias o necesidades y esta afirmación sería válida tanto para las espiritualidades asociadas a la Nueva Era, como para muchas denominaciones fundamentalistas. Además, con el paso del tiempo, los componentes más subjetivos se desvanecen y la experiencia, aislada de los referentes colectivos aportados por la tradición, puede acabar diluyéndose por falta de continuidad. Así, muchas prácticas meditativas se realizan en espacios como gimnasios, centros cívicos o balnearios. Cursos, talleres y conferencias de cariz religioso se han integrado en la oferta de ocio. La música ha adquirido una gran importancia como manifestación de las nuevas religiosidades y los conciertos se han convertido en una actividad religiosa. La mayoría de los libros de espiritualidad no son de estudio, sino de difusión o incluso de entretenimiento. Los grandes encuentros internacionales o la peregrinación a lugares espiritualmente significativos han generado un nuevo turismo religioso. Otro peligro sería la exaltación de los sentimientos, tan propia de nuestro tiempo que posibilita toda clase de manipulaciones. Incluso nos podemos extraviar el inconsciente pensando que vivimos una experiencia mística. De todo lo dicho se impone una revisión del encaje de las experiencias espirituales dentro de las tradiciones religiosas, para evitar esa pérdida de conexión entre la experiencia religiosa y la religión y las consecuencias expuestas. Nacho Padró

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