domingo, 31 de julio de 2022

domingo, 24 de julio de 2022

martes, 19 de julio de 2022

jiroft, la antigua civilización perdida de la edad de bronce

 el año 2001, miles de misteriosos objetos arqueológicos invadieron el mercado internacional de antigüedades y sorprendieron a la comunidad científica. Se trataba de vasos, copas, recipientes, tableros de juego y pesos con asas realizados en clorita –un mineral semiprecioso– o en alabastro, decorados con magníficas incrustaciones de cornalina y lapislázuli. También aparecieron fíbulas (broches), armas, joyas y obras maestras de cerámica. Pero lo que hacía verdaderamente únicos a estos objetos (que aparecieron en mayor número a comienzos de 2002) era la compleja simbología que decoraba su superficie: animales salvajes y domésticos como cebúes, felinos, escorpiones, aves rapaces... que luchaban entre ellos o con figuras humanas que parecían someterlos; representaciones naturalistas y bucólicas, con animales pastando en vastos palmerales, y reproducciones arquitectónicas de templos o palacios. Los pocos datos que proporcionaban los sitios de internet que vendían estas piezas, o las casas de subastas que las ofrecían a un precio muy alto, eran más bien lacónicos, como, por ejemplo, «procedentes de Asia central». Al principio se supuso que las piezas eran obra de expertos falsificadores, pero con el paso de los meses, y a medida que su número aumentaba, se pensó que provenían de excavaciones clandestinas de grandes dimensiones, aunque no se podía precisar su lugar exacto de procedencia. La policía iraní desveló el enigma a finales de 2002. Una operación coordinada llevó a la detención de varios traficantes y permitió confiscar grandes cantidades de objetos listos para ser enviados al resto del mundo desde las ciudades de Teherán, Bandar Abbas y Kermán. Se averiguó que en su mayor parte provenían de necrópolis situadas entre 28 y 50 kilómetros al sur de Jiroft, una remota y apacible ciudad del sudeste de Irán, no muy lejos del golfo Pérsico.

Vivimos un milagro cada mes porque no entendemos casi nada

 Los milagros no existen. Solo son fenómenos que revelan la incapacidad del cerebro de operar con grandes números. En una muestra lo suficientemente grande, cualquier cosa extraordinaria probablemente ocurrirá. Según la Ley de Littlewood, vivimos un milagro a razón de uno por mes.

La ley de Littlewood fue formulada por el profesor de la Universidad de Cambridge, John Edensor Littlewood, y publicada en A Mathematician’s Miscellany en 1986. Asume que si una persona percibe un evento por segundo y permanece en vigilia ocho horas, asiste a 28.800 eventos diarios; 1.008.000 de eventos al mes. La mayoría serán ordinarios, pero son tantos que, estadísticamente, al menos habrá un evento extraordinario cada millón de eventos. Es decir: uno al mes.

MILAGROS COTIDIANOS 

Un milagro solo es una medida de nuestra ignorancia. Es algo que no entendemos. Y desafortunadamente, hay demasiadas cosas que aún no podemos explicar. Seguramente hay más de una cosa al mes. Incluso hay cosas que quizá existen y hemos asumido erróneamente que no lo hacen. Como Santa Claus. O los gnomos. O que vivimos en Matrix.

Por esa razón, cuando se afirma científicamente que algo no existe, no se está sugiriendo implícitamente que disponemos de una seguridad total. Ni de que entendamos todo el universo. ¿Cómo vamos a entenderlo si se producen milagros cada mes? Cuando decimos «no existe», en realidad afirmamos que es una hipótesis actualmente irrelevante y tenemos explicaciones mejores sin tropezar en el dios de los vacíos. ¿Existe Santa Claus? No.

Tampoco el efecto placebo es tan milagroso como lo pintan. Muchas veces, parece que nos curamos de una enfermedad sin necesidad de tomar el medicamento prescrito: basta con creer que lo estamos haciendo, con tener fe, con ser optimista. De hecho, normalmente el efecto placebo como tal no es lo que estamos viendo, sino otro conjunto de cosas. Como una fluctuación de los síntomas, una regresión a la media, un tratamiento adicional, un  cambio condicional de tratamiento con placebo, un sesgo de escala, unas variables de respuesta irrelevantes, unas respuestas de cortesía, una subordinación experimental, unas respuestas condicionadas, un juicio neurótico o psicótico, unos fenómenos psicosomáticos, una cita errónea, etc.

Todas las enfermedades tienen una llamada historia natural, o como lo expresaba irónicamente Voltaire, «el arte de la medicina consiste en entretener al paciente mientras la naturaleza cura la dolencia»

Por supuesto, todos somos humanos. Todos tenemos experiencias. Todos tenemos sesgos. Todos nos equivocamos. No es la intención de este texto enjuiciar eso, sino describir mejor la realidad. Cuando cometes un error, lo juzgo por lo que veo. Es rápido y fácil. Cuando yo cometo un error, hay un monólogo largo y persuasivo en mi cabeza que agrega contexto y justifica el error. Todo el mundo es así. Por eso, con suficiente información, todo comportamiento tiene sentido. También todo error y acierto.

NADA EXISTE COMO CREES QUE EXISTE

No importa lo que estés haciendo ahora mismo. El aire que te rodea está lleno de átomos en suspensión, formados en el núcleo de estrellas ya muertas, que se deslizan por la curva espaciotemporal de la Tierra. También hay átomos formándote. Todos se desintegran y transmiten radiactividad. Bajo tus pies está el suelo, cuyos electrones se niegan a dejar pasar los que te forman a ti, lo cual te permite mantenerte en pie, caminar… y no traspasar los enormes huecos de vacío que hay en toda la materia.

El mundo ya es lo suficientemente extraño, incomprensible, caótico y hermoso para adornarlo con mitos. Con afirmaciones fantasiosas. Ahora mismo estás flotando sobre el suelo. No puedes tocar nada realmente. Toda la materia que contemplas, a pesar de su aparente solidez, está casi totalmente vacía.

De igual modo, todo lo que decides hacer no lo decides tú. Lo determinan descargas neuroquímicas que han sido estimuladas por inputs entrantes. Como la dopamina. La fuente de tu motivación. Una motivación que permite a tus genes continuar sobreviviendo.

El amor existe porque tus genes necesitan intercambiar código con otra persona a fin de no extinguirse en tu cuerpo finito. También las interacciones sociales, de cualquier tipo, está sujetas a tres niveles inconscientes pero relevantes para nuestra supervivencia:

  • Selección por parentesco: preferimos ayudar a nuestros parientes.
  • Reciprocidad directa: yo te ayudo y luego tú me ayudas a mí.
  • Reciprocidad indirecta: hago una buena acción para que todo el mundo la vea y, así, mejoro mi reputación.

Naturalmente, no son compartimentos estancos. Todo nuestro comportamiento moral surge de una mezcla de estas tres formas de cooperación.

También el contexto resulta crucial. Como pone de manifiesto el ya clásico experimento filosófico del dilema del tranvía: ¿accionarías una palanca que desvía un tranvía que está a punto de atropellar a cinco personas a otra vía donde solo hay una persona?

  • Un consecuencialista accionaría la palanca.
  • Un deontológico no, porque igualmente mataría a un ser humano.

La mayoría de la gente es consecuencialista.

Sin embargo, si en vez de tirar de una palanca hay que empujar a una persona a la vía para que detenga el tren, entonces la mayoría de la gente es deontológica.

En otras palabras: dependiendo del contexto, nuestras intuiciones morales cambian. Así que nuestras intuiciones, al menos en estos casos, no dependen tanto de los principios morales como de la psicología. Del diseño de nuestro cerebro. De los niveles neuroquímicos. De los genes. Todo un concierto biológico que toca unas notas u otras en función de los inputs entrantes del contexto.

Esto lo explicaba también de otro modo el premio Nobel Daniel Kahneman en Pensar rápido, pensar despacio. Tenemos dos sistemas para pensar, uno rápido influido por las emociones y otro más sosegado influido por la reflexión. Cuando tenemos que accionar una palanca, simplemente usamos el cálculo racional coste/beneficio. Pero matar con nuestras propias manos a alguien activa más la parte emocional y sentimos repulsión.

Dicho sintéticamente: cuanta mayor sea la implicación emocional en un tema moral, más tenderá a ser uno deontológico. Y cuanta menos, más tenderá a ser consecuencialista.

De hecho, cada vez hay una evidencia más robusta que sugiere que las personas muy utilitaristas, que calculan perfectamente cómo hacer el mayor bien posible, los que escogen mayormente la versión del tranvía de empujar a la persona a la vía, tienen puntuaciones más altas en psicopatía y maquiavelismo. Es decir, que cometer menos errores o deslices o incoherencias morales, irónicamente, es propio de personas que tienen características psicológicas que muchos consideramos típicamente inmorales. Así de embrollado es el comportamiento humano. Un milagro darwiniano al que sumar a los milagros mensuales de Littlewood.

SURFEAR LA INCERTIDUMBRE

En los travesaños de la biblioteca de Montaigne había inscritas unas 70 citas de los clásicos, todas las cuales destacaban la vanidad de la vida humana y de las aspiraciones al conocimiento. También hizo acuñar una medalla que tenía inscritas las palabras «Que sçay-je?» (¿Qué sé yo?) sobre la imagen de un par de balanzas. Las balanzas no representaban la justicia porque vacilaban. Representaban la incertidumbre.

Habida cuenta de que somos testigos de innumerables milagros (lo que evidencia nuestro escaso conocimiento del mundo), de que nuestros sentidos apenas registran modelos simplificados de la realidad, de que nuestro comportamiento y nuestras decisiones son fruto de combinatorias neuroquímicas y contextuales…; en definitiva, si asumimos que apenas entendemos nada y que nuestras opiniones más sólidas nacen del prejuicio y el atajo, con ese espíritu que vindicaba Montaigne es como deberíamos enfrentarnos a las siguientes dicotomías (a la vez que desconfiamos de quienes las tienen demasiado claras y no basculan según las circunstancias):

  • Proaborto – antiaborto.
  • Unidad – interdependencia.
  • Libertad – igualdad.
  • Centralismo – descentralismo.
  • Estatismo –minarquismo.
  • Cultura libre – patentes.
  • Utilitarismo – deontología.
  • Democracia – epistocracia.
  • Sanidad pública – sanidad privada.
  • Realidad – virtualidad.
  • Orden – caos.
  • Privacidad – transparencia.
  • Hedonismo – pragmatismo.
  • Sobreprotección – desprotección.
  • Emoción –razón.

¿Llegaron los musulmanes a conquistar el norte de la península ibérica?

 Es indudable que la conquista de Hispania fue una etapa más de la impresionante expansión territorial del Islam iniciada tras la muerte de Mahoma (632). 

Todo parece indicar que en el año 711 el gobernador árabe del norte de África, Muza, envió a la península una expedición militar integrada por tribus bereberes norteafricanas, al frente de la cual iba el liberto Tariq. Este venció a Rodrigo, el último rey visigodo, en la batalla que tradicionalmente se ha situado en el río Guadalete. Del mismo modo, conquistó Córdoba y Granada, y continuó hacia la capital del reino, Toledo, que también fue sometida. 

Por su parte, el propio Muza pasó a la península un año después con un importante ejército y conquistó Sevilla y Mérida. Ambos, Muza y Tariq, se unieron en Toledo y prosiguieron con las expediciones hacia el norte, llegando por el oeste hasta Astorga y Gijón, en donde parece que se instalaron algunas guarniciones de tribus bereberes. Mientras, por el este, los conquistadores llegaron hasta Carcasona, después de tomar Zaragoza y Barcelona.

Asentamiento en Hispania

Los musulmanes que vencieron a la Hispania visigoda no constituían un ejército uniforme. Estaba formado sobre todo por miembros de una amplia y compleja comunidad islámica compuesta por árabes y bereberes. 

De hecho, cuando se proclama en Al-Ándalus el emirato dependiente de Damasco (714-756) se asiste a un periodo muy turbulento. Se sucedieron varios emires como consecuencia, primero, de los enfrentamientos entre los distintos bandos de la aristocracia árabe y, después, de la sublevación de los bereberes, iniciada hacia 739, que fue motivada por la discriminación que sufrían por parte de los árabes.



















Fatal batalla del Guadalete, ilustración del libro Las glorias nacionales. Fondo Antiguo de la Biblioteca de la Universidad de Sevilla. Wikimedia Commons

En cuanto a la situación de la península en el momento de la invasión, la monarquía visigoda se encontraba debilitada, en estado de guerra civil por la posesión del trono. Aun así, los musulmanes debieron conquistar los diferentes territorios peninsulares, conquista que se realizó o bien por la fuerza o bien mediante capitulaciones (pactos) con los autóctonos. Ahora bien, incluso en esta segunda modalidad siempre habrá que suponer cierta resistencia por parte de los conquistados

En cualquier caso, los musulmanes tuvieron que hacer gala de su potencial para poder dominar el territorio peninsular. De esta manera, Oporto, la zona geográfica de Yilliqiya (que era como se denominaba a todo el noroeste hispano), Pamplona, Huesca o Carcasona pudieron someterse a partir de capitulaciones. 

En este caso, los nativos, dirigidos por las aristocracias locales, pudieron permanecer libres en sus lugares de residencia, poseyendo sus bienes y practicando sus creencias religiosas. A cambio, estaban obligados al pago de un impuesto de capitación, llamado yizya, y, en cuanto que no eran musulmanes, tampoco gozaban del estatus social y económico que ostentaban los conquistadores.

Nacen las rebeliones

Como consecuencia de la conquista, no tardaron en aparecer las primeras resistencias organizadas en las zonas más septentrionales, lideradas por las aristocracias locales. Es el ejemplo de Huesca, que solo fue sometida después de siete años de asedio, o la efímera oposición de la Septimania. 

Sin embargo, el mayor foco de rebeldía apareció en el cuadrante noroeste, en Asturias. Este enclave formaba parte de un territorio más amplio, Yilliqiya, junto a la propia Galicia, Portugal y Castilla, y era considerado por los musulmanes como otro país, el de los cristianos, que abarcaba desde el Cantábrico hasta el Sistema Central. Por lo tanto, esta cordillera parece presentarse como una verdadera frontera entre musulmanes y cristianos.

Sin embargo, los historiadores discrepan sobre la existencia de la dominación musulmana en este territorioasí como del asentamiento bereber que, en el caso de haberse dado, no tuvo apenas consecuencias por la brevedad de su estancia. Es más, también parece improbable la presencia en la ciudad de Gijón de un gobernador árabe, de nombre Munuza que, tras el episodio de Covadonga, los textos afirman que habría huido. 

Y será precisamente en este lugar, en Covadonga, en donde las fuentes asturianas y árabes pongan su énfasis. Las primeras, que están repletas de connotaciones providencialistas sobre una supuesta batalla que pudo tener lugar en 722, y que van sobrecargadas de referencias a los textos bíblicos (lucha contra los caldeos, intervención milagrosa de la Virgen, etc.), coinciden con las árabes en lo fundamental: Pelayo aparece como líder de la primera resistencia y se le atribuye el origen de los posteriores éxitos de las conquistas cristianas. Además, a esta rebelión hay que añadir la revuelta bereber contra los árabes, que acabó con su casi exterminio. 

Por lo tanto, al margen de estas cuestiones, lo importante es que los territorios que se extienden desde el Cantábrico al Sistema Central y desde el Atlántico a los macizos ibéricos escaparon al dominio de lo que será el territorio del emirato controlado por ‘Abd al-Rahman I (756-788). Y queda claro que en esa enorme zona los conquistadores nunca llegaron a construir estructuras políticas y administrativas duraderas.

Llega Carlomagno

En cuanto al noreste peninsular, el reino de los francos atacó Al-Andalus entre 734 y 738; y posteriormente, una vez que Carlomagno llegó al poder, intentó aprovecharse de las divisiones internas musulmanas. 

En su expansión, quiso conquistar Zaragoza (778), sin conseguirlo, pero sí se hizo con el control de Girona (785) y Barcelona (801). Así, una parte de estos territorios se integraron dentro del Imperio carolingio mediante la fórmula tradicional de condados. Estos, junto con otros territorios pirenaicos, pudieron formar una zona político-militar que sirvió a los carolingios, tal como ocurría en otros lugares estratégicos del Imperio, para defender sus dilatadas fronteras frente al emirato.

En conclusión, la conquista musulmana apenas se hizo efectiva al norte de la Cordillera Central. En otros territorios, como Pamplona, su carácter periférico impidió el control directo y continuo de los conquistadores. Y en cuanto al este, los francos, en especial de la mano de Carlomagno, terminaron con la presencia musulmana al norte de Barcelona.