miércoles, 28 de agosto de 2019

La neurociencia ha encontrado a Dios en el cerebro de los creyente

Creer en Dios y otros seres sobrenaturales es algo frecuente en todos los países, culturas y épocas. Sin embargo, sabemos poco sobre qué hace que el procesamiento cerebral sobre el funcionamiento del mundo incluya en muchas personas estas creencias. ¿Por qué un porcentaje importante de la humanidad piensa que existe un ser (o varios) que creó el mundo y al ser humano, que controla nuestro comportamiento y que nos premia o castiga en función de nuestra adaptación a sus leyes?
La explicación de la Iglesia católica es que la fe es un don que se tiene o no, y no hay mucho que hacer al respecto. Pero es interesante plantearlo desde otra perspectiva: ¿Es diferente el cerebro de los creyentes del de los no creyentes? ¿Existe una región en la corteza cerebral destinada a la creencia en lo sobrenatural igual que la tenemos para el habla o para la lectura? ¿Puede un cambio brusco en la estructura cerebral, como una lesión o un ictus, convertir a un creyente en no creyente o viceversa? 
Son preguntas para las que cada vez tenemos mejores respuestas. ¿Pero la neurodiversidad, los distintos tipos de cerebros humanos, afecta a la fe?
Los creyentes suelen imaginar a los dioses como seres con intenciones propias, que interaccionan más o menos con los humanos y con poderes extraordinarios. Responden a los anhelos de cada individuo y vigilan y evalúan su comportamiento, en particular en relación con los demás, en lo que llamamos el bien y el mal.
Mentalizar es la capacidad social y cognitiva para razonar sobre el funcionamiento de otras mentes diferentes a la nuestra. También se denomina como teoría de la mente o percepción de la mente. Es nuestra capacidad para ponernos en la piel de otra persona. En comprender que tiene pensamientos, emociones y deseos diferentes a los nuestros.
Esto nos ayuda a trazar nuestro curso de actuación. Ser capaz de leer otra mente es una habilidad útil en una especie tan social como la nuestra.
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La mayoría de los neurocientíficos y psicólogos que han trabajado en el tema coinciden: las creencias en lo sobrenatural están enraizadas en los procesos cognitivos normales. Esas actividades cerebrales de percepción de la mente ajena surgen como respuesta a nuestros actos: anticipamos la respuesta de aquellos con los que tratamos. 
También lo hacemos en nuestra relación con Dios. Hablamos con Él (¡o Ella!) y estamos pendientes de cómo puede reaccionar a nuestros rezos y al cumplimiento de sus normas. Por tanto, nos ponemos en su mente. De hecho, estudios de neuroimagen muestran que cuando una persona piensa en Dios o reza se activan las mismas regiones encefálicas que en los procesos de mentalización. 
De esa manera, la teoría de la mente sería un componente necesario pero no suficiente de las creencias divinas. Los hombres somos de media peores que las mujeres a la hora de mentalizar y esto también se refleja en que somos menos proclives que ellas a creer en Dios.

Rezar tiene premio

Uffe Schjødt, de la Universidad de Aarhus (Dinamarca), vio que durante el rezo se producía un aumento significativo de la respuesta BOLD en el núcleo caudado. En otras palabras: se activaba el sistema de recompensa. Esto es interesante porque las repeticiones pautadas de rituales y oraciones son clave en las cinco religiones universales y parte de la vida cotidiana de miles de millones de personas. Así, el cerebro premia con una sensación de bienestar a las personas creyentes que practican su religión, que cumplen sus normas y que hablan con su dios.
Esto no quiere decir que la fe se base solo en la mentalización, pues pueden intervenir otros factores. Por ejemplo, es menos probable que las personas con un pensamiento analítico sean creyentes. Además, las personas pueden ser religiosas por aspectos psicológicos y culturales que no tienen nada que ver con su capacidad para ponerse en la mente de otros.
En su investigación, Schjødt usó un escáner de resonancia magnética para analizar el cerebro de 20 cristianos devotos. Los sujetos eran 20 jóvenes sanos (6 hombres y 14 mujeres), de entre 21 y 32 años de edad, sin enfermedades psiquiátricas o neurológicas conocidas. 
Los investigadores querían ver la actividad cerebral durante la oración, pero hay dos tipos de rezo. Una parte formal, que consiste en oraciones estructuradas como el padrenuestro, y una parte menos formal, que consiste en una charla improvisada con Dios. Como grupo control frente a los dos tipos de rezo, los investigadores pidieron a los voluntarios que pronunciaran una canción de cuna, sin ese significado místico, y una petición mental de regalos a Santa Claus.
El resultado fue que al abordar estas tareas, religiosas o no, se activaron las mismas áreas cerebrales asociadas con la práctica y la repetición. El rezo libre cambiaba la respuesta BOLD y generaba una fuerte respuesta en la zona temporopolar, la corteza prefrontal medial, la unión temporoparietal y el precúneo. 
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Lo que dice la neurociencia es que la activación cerebral en estas regiones es similar a la que se produce cuando hablamos con un amigo. El autor del estudio lo explicaba diciendo que es “como hablar con otro ser humano. No encontramos evidencias de nada místico”. Para los autores del trabajo, “rezar a Dios es una experiencia intersubjetiva comparable a una interacción normal entre dos personas”.
Dos de las regiones que se activaron procesan las cosas que deseamos y valoran cómo otro individuo, en este caso Dios, puede reaccionar a nuestras acciones. También se vio activación en la corteza prefrontal, que se cree ayuda a juzgar las intenciones de otras personas, y en una zona que ayuda a acceder memorias sobre encuentros anteriores. Es decir, nuestro cerebro recuerda momentos semejantes, piensa cómo responderá Dios y activa las neuronas que codifican nuestras aspiraciones y las respuestas a ellas.
La corteza prefrontal es clave en la teoría de la mente. Se encarga, entre otras funciones, de la evaluación de la realidad y el juicio crítico. Es muy interesante que, en el caso de las peticiones a Santa Claus, esta zona permanecía inactiva. Esto sugiere que los voluntarios creyentes veían al barbudo de traje rojo como un ser ficticio, pero a Dios como un individuo real. 
Estudios previos han demostrado que la corteza prefrontal no se activa cuando las personas interaccionan con un ser inanimado, como un personaje de un juego de ordenador. Para Schjødt, estas áreas cerebrales no se activan porque no se espera reciprocidad ni se considera necesario pensar sobre las intenciones del personaje digital. Él decía que estos resultados muestran que las personas creyentes piensan que están hablando con alguien real cuando rezan. 
Al final, como dice Robin Dunbar, de la Universidad de Oxford, el estudio no prueba ni la existencia ni la inexistencia de Dios sino que nuestra actividad cerebral es diferente según nuestras creencias.

Autismo y fe

Las personas con un trastorno del espectro del autismo tienen un déficit en la teoría de la mente. Les cuesta entender las intenciones y pensamientos de otras personas, ponerse en su lugar y anticipar sus expectativas, algo que es automático y natural para el resto. Entonces, si la mentalización apoya la representación personal de agentes sobrenaturales, ¿serán distintas las creencias de las personas con autismo? ¿El don de la fe será menos frecuente?
Ara Norenzayan y sus colegas de la Universidad de la Columbia Británica en Vancouver (Canadá) han estudiado la relación entre mentalización y creencias religiosas. Su planteamiento es que, si pensar en un dios personal implica habilidades de mentalización, los déficits en mentalización harán que creer en Dios sea menos intuitivo y, por lo tanto, su existencia menos verosímil.
Cuatro estudios diferentes demostraron que creer en Dios iba unido a puntajes muy altos en mentalización. Por el contrario, los adultos diagnosticados con un trastorno del espectro autista es más común que se definan como ateos, y menos frecuente que pertenezcan a una religión organizada. En un estudio con adolescentes, donde se les preguntó sobre sus creencias, aquellos que tenían autismo tenían una probabilidad un 90 % menor que la de sus compañeros sin autismo en expresar una fuerte creencia en Dios. Por tanto, si la fe es un don, debe serlo también la mentalización.

Descubren unas grandes termas en la ciudad romana de Regina

Estudiantes del XII Curso de Arqueología que ha tenido lugar en el yacimiento de Regina Turdulorum, en Casas de Reina (Badajoz), han descubierto un edificio termal que por sus dimensiones es uno de los más grandes hallados nunca en la península Ibérica


En la localidad de Casas de Reina, en la provincia de Badajoz, se encuentran los restos de la ciudad romana de Regina Turdulorumun municipio citado a menudo por las fuentes antiguas y del que se tiene noticia hasta el año 619, cuando en las Actas del II Concilio Hispalense se hace referencia a la ciudad, que alcanzó su apogeo durante época Flavia, a finales del siglo I d.C. Al final, Regina Turdulorum fue abandonada y cayó en el olvido hasta que los arqueólogos empezaron a excavar en el yacimiento en el año 1978.

Un gran edificio balneario

Los trabajos que se han llevado a cabo durante todo este tiempo en Regina Turdulorum –un yacimiento con una extensión de unas cuarenta hectáreas– han sacado a la luz numerosos restos que han mostrado la importancia que tuvo la ciudad, con un foro donde se alzaban grandes templos, casas, calles porticadas, un mercado de grandes dimensiones (macellum) y un teatro que es el edificio más emblemático de la ciudad, con una capacidad de hasta mil espectadores y que estuvo en funcionamiento hasta el siglo IV. También quedan restos del acueductoque abastecía a la ciudad, rodeada de una potente muralla. Extramuros se encuentran asimismo dos necrópolis en las que se han encontrado numerosos restos funerarios: epitafios, altares, aras, placas de mármol y otros objetos.
Desde hace doce años, en Regina Turdulorum tiene lugar un curso de arqueología, y en el transcurso de las excavaciones llevadas a cabo este año,dirigidas por Juan José Chamizo, los estudiantes han hecho un importante descubrimiento: un edificio termal de carácter público de grandes proporciones.Las termas se sitúan en la calle principal de la ciudad y ocupan una manzana entera, con una extensión de tres mil metros cuadrados, lo que las convierte en una de las construcciones de estas características mas grandes descubiertas hasta la fecha en España
En las termas, hasta ahora se han exhumado dos piscinas, una de ellas de agua caliente y una natatio, una piscina de gran tamaño que podía ser tanto de agua templada como de agua fría. También se han excavado dos estancias que estuvieron decoradas con estucos y con pavimentos recubiertos de mármol(opus sectile), además de restos del hipocausto –el sistema para calentar el suelo de las salas de la zona caliente (calidarium)–Asimismo se han hallado los sótanos donde se calentaba el agua que abastecía a las termas. El edificio, del que se ha excavado una cuarta parte, contaba además con dos áreas simétricas para separar por sexos: una zona para mujeres y otra para hombres.
En las termas de Regina Turdulorum se han descubierto dos piscinas, dos estancias decoradas con estucos, restos del hipocausto y los sótanos donde se calentaba el agua que abastecía al edificio

Yacimiento con futuro

El futuro del yacimiento de Regina Turdulorum es una de las prioridades del ayuntamiento de Casas de Reina, que tiene la intención de promocionarlo a nivel turístico, para lo cual están previstas diversas actuaciones como la restauración del teatro y la definición del foro. Asimismo el yacimiento cuenta con un centro de interpretación, inaugurado en 2013, donde el visitante puede conocer no sólo la importancia del lugar a través de paneles explicativos y maquetas, sino también la riqueza turística que atesora esta zona del sur de Extremadura, además de contemplar in situ uno de los hallazgos más importantes realizados aquí: una estatua de mármol de la diosa Juno, conocida como la Dama de Regina,descubierta en 2010.

el judaísmo en Roma

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Pilato preguntó a la multitud: «¿Qué debo hacer, pues, con este Jesús al que llaman el Mesías?». La multitud respondió: «¡Crucifícalo!». Pilato preguntó: «¿Qué mal ha cometido?». Ellos continuaron gritando: «¡Crucifícalo!». Habiendo visto Pilato que nada podía conseguir excepto provocar una revuelta, tomó agua y se lavó las manos ante la multitud, diciendo: «Yo no soy culpable de que se derrame la sangre de este hombre. Vosotros veréis». Y la multitud respondió: «¡Que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos!». (Evangelio de Mateo)
Pilato temía que pudieran destituirlo debido a varios aspectos de su gobierno: sus actos de insolencia, su rapiña, su hábito de insultar al pueblo, su crueldad, sus continuos asesinatos de gente sin juicio ni condena, y su interminable, gratuita y gravísima inhumanidad. (Filón de Alejandría, Legatio ad Gaium)
La creencia de que los principales instigadores de la crucifixión de Jesús habían sido los judíos y no las autoridades imperiales empezó a extenderse muy pronto por las comunidades cristianas del ámbito grecorromano. A finales del siglo I era ya una idea extendida, como se deduce de los primeros Evangelios escritos. Durante los siglos II y III empezó a derivar en un abierto antisemitismo y más adelante serviría para justificar exilios, pogromos e incluso matanzas de judíos. La ironía es que todos los cristianos, incluso los más antisemitas, sabían que Jesús había sido judío y que había practicado esa misma religión que no pocos de sus nuevos seguidores se empeñaban en condenar. Sin embargo, había muchas formas de racionalizar esta incongruencia, pues era necesaria para resolver la incomodidad que producía entre los cristianos romanos el hecho de que su principal referente religioso había sido ejecutado por el mismo sistema legal bajo el que ellos vivían.
Los intentos por disculpar al imperio empezaron por un lavado de cara (y de manos) de Poncio Pilato. Había sido el prefecto de Judea —esto es, el gobernador y comandante de la provincia ocupada— entre los años 26 y 36, el periodo en el que Jesús predicó y fue crucificado. Pilato había determinado la dureza de las políticas de seguridad en Judea, así que había sido como mínimo el responsable de la ejecución en términos legales, hecho que los primeros Evangelios escritos no se molestaban en negar. Cualquier romano, incluso uno que viviese lejos de Palestina décadas después de los sucesos narrados por la tradición oral, sabía que una crucifixión era un castigo imperial que no podía aplicarse sin el beneplácito, explícito o implícito, del gobernador de la provincia o de los oficiales que respondían ante él. Sobre todo teniendo en cuenta que Jesús fue ejecutado en Jerusalén, la capital no solo de Judea sino de toda la religión judía, y durante la Pascua, que era la festividad más multitudinaria del año y la que más preocupaba a la prefectura por cuestiones de orden público.
Los textos evangélicos retratan a Pilato como un gobernador benevolente que no entendía el empeño que los jerosolimitanos, los habitantes de Jerusalén, mostraban por enviar a un hombre inocente a una muerte horrenda. Ese retrato amable de Pilato es más que discutible y las fuentes no cristianas recuerdan al personaje de modo muy distinto: historiadores como Flavio Josefo y Filón de Alejandría denostaban a Pilato y lo comparaban muy negativamente con sus cuatro predecesores en el cargo, que habían sido más respetuosos con las costumbres y sensibilidades de los nativos. Pilato no tuvo tanta consideración; por ejemplo, plantó insignias y estatuas imperiales en el Templo de Jerusalén, acto que los palestinos consideraron un insulto innecesario. También usó el dinero del templo para sus propios fines. Sus diez años en Judea no fueron los de un gobernador amable y sus arrebatos tiránicos provocaron manifestaciones, protestas, campañas de desobediencia civil y conatos de rebelión. De hecho, Pilato terminó su mandato debido a un suceso sangriento, la matanza de samaritanos en Gerizim, que escandalizó a sus propios superiores.
Los samaritanos formaban un grupo escindido de israelitas que, al contrario que los judíos del Segundo Templo, no aceptaban más textos sagrados que los del Pentateuco, desechando todo el resto de la Biblia. Tampoco consideraban Jerusalén el centro de su religión. Su lugar sagrado era el monte Gerizim donde, creían, estaban enterrados objetos que habían pertenecido a Moisés. En el año 36, muy poco después de la muerte de Jesús, los samaritanos se congregaron en torno al monte Gerizim siguiendo la llamada de su propio aspirante a Mesías, un líder carismático que había prometido desenterrar el Arca de la Alianza para instaurar el nuevo reino de Israel. Esto es, un profeta apocalíptico cuyas promesas eran similares a las de Jesús, pero con una interpretación distinta de las viejas creencias israelitas y con la intención, quizá, de promover un alzamiento armado. O ese fue el aviso que Poncio Pilato recibió de sus consejeros; el prefecto, temiendo una revuelta, envió a Gerizim un destacamento de caballería e infantería pesada.
Los samaritanos, en realidad, no estaban iniciando un levantamiento armado, entre otras razones porque su particular Mesías no había hecho acto de presencia; según parece, en cuanto supo que los legionarios estaban de camino, el profeta samaritano cambió de rumbo y embarcó hacia el extranjero. Esto no cambió los planes de los soldados romanos, que tenían órdenes de sofocar una revuelta y estaban dispuestos a cumplirlas. Cargaron contra la multitud, matando e hiriendo a muchas personas, y detuvieron a varios líderes samaritanos que después fueron crucificados sin juicio. Tras la masacre, la comunidad samaritana envió una embajada al legado de Siria Lucio Vitelio, inmediato superior jerárquico de Pilato y encargado de supervisar la labor de este como prefecto. Vitelio atendió las quejas de los samaritanos y depuso a Pilato, ordenándole embarcar hacia Roma para ofrecer explicaciones al emperador Tiberio en persona. Cuando Pilato llegó a Roma, sin embargo, Tiberio acababa de fallecer. No se sabe con exactitud qué fue del prefecto destituido. El relato tradicional cuenta que el nuevo emperador Calígula lo envió al exilio en la Galia, donde se suicidó al poco tiempo, bien por decisión propia, bien porque el emperador lo había obligado a hacerlo. Su cuerpo, cuentan, fue arrojado a un río.
Como se ve, la crucifixión de Jesús bajo la acusación de sedición expresada en la inscripción burlona INRI, «Jesús de Nazaret, rey de los judíos», no desentona con los métodos habituales que Pilato empleaba para mantener el orden en Judea. Lo que cuadra menos con el estilo del prefecto hubiese sido el actuar bajo presión de los saduceos del templo, cuya opinión no solía tener en cuenta, o el haber recurrido a una votación supuestamente «tradicional» para indultar a un preso, como se narra en la historia de la liberación de Barrabás, una costumbre de la que no existe noticia alguna previa a los Evangelios. Pero, aunque la falta de mano izquierda de Pilato disgustó incluso a sus propios superiores, los autores cristianos dulcificaron su recuerdo porque necesitaban descargar a Roma de la muerte de Jesús y la única alternativa era inculpar a los judíos palestinos.
Los cristianos romanos se tomaron muchas preocupaciones para sentirse cómodos rindiendo culto a la figura de un judío casi desconocido que había sido ejecutado de manera ignominiosa por el mal gobernador de una exótica e insignificante provincia oriental. Pero, ¿por qué este empeño en mantener vivo ese culto? ¿A qué se debió su éxito entre los romanos? No había nada de grecorromano en la figura de Jesús que recogieron los primeros Evangelios. Durante siglos, los autores cristianos calificaron el lento, pero siempre progresivo proceso de conversión del imperio como un «milagro evangélico». No hubo tal milagro; el imperio era de antemano un terreno abonado para la extensión de aquella nueva religión directamente derivada del judaísmo palestino. Era cuestión de tiempo que las religiones politeístas dejasen sitio a un sistema de pensamiento metafísico más complejo y evolucionado; la prueba es el interés que ciertas clases sociales romanas mostraban por el judaísmo, una religión cuyas normas hacían casi imposible la llegada de nuevos conversos, pero que despertaba curiosidad y admiración.
Ecce Homo, de Tiziano.
El interés por el judaísmo en Roma
Se estima, aunque todos los números son aproximaciones, que la población del Imperio romano en tiempos de Jesús sumaba entre cincuenta y sesenta millones de personas. Los practicantes de la religión judía constituían una minoría muy visible de entre el cinco y el diez por ciento de la población total. Casi todos los judíos del imperio vivían en la cuenca oriental del Mediterráneo. En Palestina había un millón de judíos, que constituían el grueso de la población local. Otro millón vivía en Siria, la cuarta parte de la población local. Un millón más en Egipto, donde eran una octava parte, aunque en ciudades como Alejandría llegaban a ser la mitad. Estos tres territorios constituían el núcleo demográfico de la religión hebrea, pero había otro millón y medio de judíos repartidos por casi todas las grandes ciudades del Mediterráneo. Así pues, los romanos no pensaban que «judío» fuese sinónimo de «palestino», ni siquiera sinónimo de «oriental». El judaísmo era una religión con la que los romanos de los ámbitos urbanos llevaban mucho tiempo conviviendo.
Es difícil generalizar sobre los judíos del siglo I, como es difícil generalizar sobre los propios romanos. El imperio era muy extenso y de una punta a otra cambiaban costumbres, idiomas y maneras de vivir. El judaísmo del siglo I no era monolítico, como ya vimos en partes anteriores, pero sí es verdad que mantenía un cierto grado de cohesión al que las religiones politeístas no podían aspirar. El estudio mandatorio de la Torá y el apego a la tradición ceremonial permitía que los calendarios, festividades y normativas de los judíos estuviesen bien sincronizados entre comunidades muy alejadas entre sí. La costumbre de recopilar, copiar y transmitir textos había permitido que el judaísmo fuese un culto duradero y, siempre en términos relativos, poco tendente a los cambios. Podría decirse que era una religión más evolucionada que el resto y que parte de los romanos politeístas, al menos los que tenían cierta formación cultural, podían sentirse atraídos hacia el judaísmo por su antigüedad y su riqueza textual, así como por la actividad social y cultural de las sinagogas.
La organización de las sinagogas grecorromanas era similar a la de las sinagogas palestinas, aunque con algunas diferencias: las sinagogas grecorromanas usaban términos griegos en vez de hebreos para enumerar los títulos de sus integrantes y, al contrario que las palestinas, carecían de atribuciones disciplinarias en asuntos de índole vecinal. La sinagoga romana no era un templo, pues el judaísmo había prohibido siglos atrás construir otro que no fuese el de Jerusalén, y se parecía más a una combinación entre parroquia, escuela y club social. En ella se rezaba, pero no tenía carácter sagrado, así que podía estar situada en cualquier local comunitario. Cada sinagoga estaba controlada por un consejo de ancianos, la gerusía, cuyo presidente apoyaba su gestión en un grupo de arcontes o gobernadores. Había un tesorero, un encargado del mantenimiento del local, y varios escribas. El rango de actividades iba mucho más allá de lo religioso: además del rezo y ciertos actos ceremoniales, se estudiaba y se debatía sobre asuntos terrenales, se emprendían campañas sociales y de beneficencia, y se realizaban actividades lúdicas a las que podían acudir también quienes no eran judíos. La comunicación con los grupos educados del entorno era fluida gracias al uso del griego y esa mayor apertura hacia los no creyentes era la diferencia fundamental respecto de las sinagogas palestinas. Los judíos ni siquiera usaban un término descriptivo para englobar a quienes practicaban otras religiones y se referían a ellos como «gentiles», término latino derivado de gens («familia» o «linaje») que hacía referencia al hecho de que los no judíos eran «otros pueblos». Fueron los cristianos quienes más tarde empezaron a referirse como «paganos» a quienes no eran cristianos ni judíos; por eso hoy, al menos cuando hablamos de la época anterior a Jesús, podemos emplear «gentil» y «pagano» de manera indistinta.
El concepto que los romanos gentiles tenían de sus vecinos judíos variaba según el lugar y la clase social. Para la mayoría, el judaísmo era una de tantas religiones del imperio, aunque con la peculiaridad de rendir culto a un solo dios, una extravagancia insólita por entonces. En ocasiones podía haber desconfianza o recelo hacia los peculiares usos religiosos de los judíos, aunque no un antisemitismo feroz. De hecho, para algunos ciudadanos de clase alta que habían recibido una educación formal, la actividad cultural de las sinagogas recordaba, por lo menos de manera aproximada, a lo que todo romano consideraba las más altas instituciones de pensamiento que hubiesen existido: las academias de los filósofos griegos. Si a esto sumamos el sincretismo pragmático del romano para todo lo religioso, no es extraño que algunos gentiles desearan conocer la mitología hebrea. Circulaban ediciones de la Biblia traducida al griego que, aunque estaban pensadas para las sinagogas, también facilitaban la difusión de sus contenidos entre los gentiles de clase alta. Por ejemplo, la Septuaginta (la «Biblia de los Setenta») era una especie de bestseller en la época de Jesús y ayudaba a difundir la mitología hebrea entre los lectores de clase alta. En términos, claro está, de lo que permitía el ritmo pausado al que se podía publicar en aquellos tiempos anteriores a la imprenta, cuando toda copia de un libro debía ser manuscrita de manera muy laboriosa.
Los gentiles no solo llegaban a participar de las actividades de la sinagoga, sino que a veces aportaban dinero, por lo que eran reconocidos con inscripciones conmemorativas, algunas de las cuales han sido encontradas después en restos arqueológicos. Lo mismo sucedía a la inversa: había judíos que ofrecían dinero o sacrificios a los dioses olímpicos. La Biblia prohibía de manera expresa el culto a otros dioses que no fuesen Yahvé y la religión olímpica no era obligatoria en el ámbito privado, pero sí aparecía en todos los actos importantes de la vida civil romana. Cualquier judío que quisiera conseguir ciertas metas políticas o administrativas necesitaba rendir algún tipo de pleitesía pública a los dioses olímpicos, aunque fuese de manera fingida. Esto, desde luego, hubiese sido impensable en las regiones rurales de la Palestina, pero podía suceder en el resto del imperio.
La práctica del judaísmo era legal, pues el imperio tenía como costumbre el permitir toda religión que no amenazase con perturbar la paz social, pero además gozaba de un estatus especial. Las autoridades imperiales, en general, tenían un muy buen concepto de las comunidades judías, a las que veían como un patrimonio digno de conservar. A finales de la época republicana, Julio César firmó un decreto por el que el Estado garantizaba protección y una total libertad de culto para los judíos. El primer emperador César Augusto ratificó ese decreto y lo amplió, otorgando diversos privilegios fiscales a las sinagogas. No obstante, existen relatos sobre expulsiones de judíos en la ciudad de Roma, pero son confusos y los motivos que se aducen no siempre parecen tener sentido. En el año 19, cuenta Flavio Josefo, el emperador Tiberio ordenó expulsar a los judíos de la ciudad de Roma porque convertían a demasiada gente. El motivo es dudoso porque los judíos no hacían proselitismo y, como veremos, no facilitaban las conversiones, sino todo lo contrario. En el año 49, el emperador Claudio decretaría otra expulsión que, según Suetonio se debió a los disturbios que los judíos habrían provocado como reacción al ascenso del cristianismo. De nuevo, es un motivo discutible, pues en el año 49 las comunidades cristianas eran grupos minúsculos que apenas estaban empezando a formarse en algunos puntos del imperio y cuyo líder, un judío, predicaba en las sinagogas. Sin mucho éxito, pero también sin gran escándalo.
¿Por qué algunos emperadores concedían una consideración especial al judaísmo? Primero, porque era una religión y una cultura que tenía sus raíces en tiempos muy anteriores a la propia fecha de fundación de Roma. Este hecho, por sí solo, impresionaba a los romanos, que veneraban todo lo antiguo, ya fuese Egipto, Grecia o la Biblia. Esa antigüedad era también una garantía de estabilidad, un signo de que los judíos eran un colectivo bien estructurado, amante de la tradición y, por tanto, respetuoso del orden. Pero el judaísmo nunca llegó a propagarse entre los romanos como lo haría el cristianismo. Los gentiles tenían difícil convertirse si no eran judíos de nacimiento; las comunidades judías aceptaban la interacción, pero sin mucho interés en engrosar sus filas con recién llegados.
Los judíos se consideraban un «pueblo elegido» y para ellos no tenía sentido incluir en su religión a quienes no descendían de los antiguos israelitas. El judaísmo tenía un marcado carácter étnico que se expresaba no en el color de la piel o el lugar de nacimiento, sino en la herencia familiar y, sobre todo, la costumbre de circuncidar a los bebés varones al poco de nacer. La circuncisión era el signo de identidad de los varones judíos y los varones paganos, claro, no contemplaban la posibilidad de someterse a ella. Una cosa era ser circuncidado cuando bebé, de lo que no quedaba recuerdo, y otra muy distinta era que un adulto quisiera someterse a una intervención quirúrgica que, si tenemos en cuenta la rudimentaria medicina de la época, inspiraba comprensibles reparos, por no decir un sincero horror. Esto conllevaba que tampoco las mujeres paganas pudiesen convertirse, porque Roma era un patriarcado y era siempre el varón con más autoridad de cada hogar quien determinaba cuál era la religión «oficial» de la familia. Algunas mujeres podían tener intereses religiosos particulares y se sabe que no pocas se sentían atraídas por las sinagogas, a las que acudían con regularidad. Pero, incluso cuando contasen con la tolerancia del padre, marido o hermano mayor, de cara a la sociedad seguían siendo paganas mientras el cabeza de familia lo fuese también.
La circuncisión, pues, hacía que el judaísmo, en la teoría muy atractivo para cierto sector de gentiles cultivados, no lo fuese tanto a la hora de dar el paso de convertirse. Si los seguidores de Jesús hubiesen necesitado circuncidarse para optar a la salvación, es muy posible que el cristianismo jamás hubiese llegado a triunfar en Roma. El cristianismo empezó a ganar terreno porque era una forma de judaísmo en la que no había que circuncidarse. Por eso se puede considerar que la figura más importante del cristianismo primitivo, después del propio Jesús, fue Pablo de Tarso, el hombre que eliminó ese requisito.
La conversión de san Pablo, de Murillo.
La revolución paulina
De los veintisiete libros que conforman el Nuevo Testamento, trece son cartas atribuidas a Pablo (aunque hoy solo se consideran auténticas siete) y un decimocuarto libro, Hechos de los apóstoles, está dedicado en buena parte a su figura. Esto da buena idea de la enorme importancia que tuvo en el cristianismo primitivo, que fue edificado según sus ideas, no según las ideas de quienes habían caminado junto a Jesús.
Su nombre hebreo era Shaul, aunque en el ámbito grecolatino usaba también la versión griega Paulos o la latina Paulus; por eso en español lo podemos llamar de manera indistinta Saulo o Pablo. Era quizá artesano; en Hechos de los apóstoles se dice que se dedicaba al cuero y la confección de tiendas y, aunque es un texto cuya fiabilidad es discutida, no es un dato inverosímil. Sabemos, porque lo dice el propio Pablo en sus cartas, que continuó trabajando mientras predicaba de ciudad en ciudad «para no suponer una carga» a las comunidades que fundaba, lo que sugiere un oficio artesanal o comercial cuya actividad fuese fácil de trasladar.
Provenía de una familia de judíos piadosos y él mismo era un fariseo que había estado muy comprometido con la ortodoxia religiosa. Como la mayoría de los judíos, pensaba que era absurda la idea de que un crucificado fuese considerado el Mesías, aunque en su propia familia había dos conversos, sus parientes Andrónico y Junia. Durante un periodo que pudo durar entre dos y cinco años Pablo fue, según sus propias palabras, un «perseguidor» de los judíos cristianos. En algún momento cercano al año 40, Pablo tuvo una visión en la que se le apareció Jesús resucitado. La famosa escena en que cabalga de camino a Damasco y se le aparece Jesús diciendo «¡Saulo, Saulo! ¿Por qué me persigues?», haciéndole caer de su caballo, no procede de su testimonio, sino que es una construcción posterior incluida en Hechos de los apóstoles. Pero, fuera como fuese aquella visión, debió de ser un momento conmovedor, pues Pablo se convirtió en un devoto creyente del Mesías crucificado al que había denostado. Esto no implica que estuviese delirando, ni siquiera que estuviese mintiendo. En aquella época, ciertas experiencias místicas podían ser interpretadas como verdaderas apariciones. Un sueño, por ejemplo, podía ser visto como una señal divina o una revelación, en especial por alguien que procedía de Tarso.
Pablo nunca conoció a Jesús en vida, pero sí conoció a Jacob (Santiago), que era el hermano de Jesús, y a Simón (Pedro), que había sido su discípulo más importante. Ambos lideraban la «Iglesia de Jerusalén», la comunidad cristiana más antigua de la que tenemos noticia, aunque en realidad seguía siendo una comunidad típicamente judía. Todos sus miembros cumplían las leyes mosaicas y, aunque se relacionaban con normalidad con los gentiles, hacían como todos los demás judíos y no los admitían como miembros de pleno derecho en su comunidad de creyentes. Pablo, pese a ser judío él mismo, se quejaba con amargura de esa actitud. Era partidario de que el mensaje de Jesús fuese llevado también a los gentiles porque entre ellos habría justos que, teniendo fe, deberían encontrar un sitio en el nuevo reino de Israel.
El que la idea de universalizar la fe en el Mesías crucificado fuese rechazada por los discípulos directos de Jesús podía significar dos cosas. Una, que Jesús también se había opuesto a la salvación de los gentiles, o dos, la más probable, que no nunca había considerado necesario mencionar a los gentiles porque, a fin de cuentas, nunca había predicado más allá de Galilea y Judea. Esto no significa que Jesús justificase el desprecio a quienes no eran judíos o a los extranjeros, y no hay indicio razonable de que hubiese existido algo parecido en su mensaje. Parece más bien que Jesús se limitó a continuar una tradición religiosa milenaria que estaba únicamente centrada en el pueblo de Israel. En el contexto geográfico y cultural de Jesús no había motivos para considerar lógica la salvación de los gentiles quienes, a fin de cuentas, eran «no creyentes» y estaban fuera del pacto con Yahvé. Gracias a Pablo, deducimos que Jesús nunca pretendió fundar una religión nueva, sino culminar las profecías de la religión con la que había crecido, y que Santiago y Pedro, pese a relacionarse con gentiles, continuaron esa misma senda religiosa. Dice Pablo en la Epístola a los Gálatas:
Cuando vino Pedro a Antioquía me enfrenté con él, pues su actitud era digna de reprensión. Antes que llegaran algunos del grupo de Santiago, Pedro comía en compañía de los gentiles. Sin embargo, una vez llegó Santiago, Pedro se separó de los gentiles por temor a lo que dijesen los otros circuncisos. Los demás judíos imitaron su falsedad (…). En cuanto vi que Pedro no procedía con la rectitud que dicta la verdad evangélica, le dije delante de todos: «Si tú, Pedro, siendo judío, vives como gentil y no como judío, ¿cómo pretendes obligar a que los gentiles se conviertan en judíos? Tú y yo somos judíos de nacimiento y no pecadores gentiles. Y, a pesar de ello, somos conscientes de que el hombre no justifica su salvación por cumplir la ley judía, sino únicamente por su fe en Jesucristo. También tú y yo hemos creído en Jesucristo para justificarnos mediante la fe y no mediante las obras de la ley, pues mediante las obras de la ley ningún hombre será justificado».
Así pues, en uno de los textos cristianos más antiguos, que precede en unas tres décadas a la redacción del primer Evangelio escrito, Pablo revela que el círculo más cercano de Jesús rechaza la admisión los no circuncisos; en otra ocasión los llama «hipócritas». Pero Santiago y Pedro no eran hipócritas, al menos no en la cuestión de la circuncisión. Pablo provenía de un entorno geográfico y cultural distinto, Asia Menor, donde se hablaba griego y donde la mentalidad era más cosmopolita. En la ciudad de Tarso había una universidad y una gran tradición filosófica que incluyó a estoicos como Antípatro y Zenón, cuyo pensamiento pudo influir en la mentalidad de Pablo (por ejemplo, en la mencionada interpretación de los sueños como visiones o apariciones). También se deduce del fluido trato de Pablo con los cristianos palestinos que sabía hablar arameo —no era de esperar que palestinos pobres del ámbito rural hablasen griego—, pero sin duda su equipaje cultural era muy distinto.
El conflicto doctrinal entre el universalismo de Pablo y la ortodoxia judaizante de Pedro y Santiago encontró una solución bien sencilla: cada bando siguió por su camino. Pablo se proclamó «apóstol de los gentiles», dedicándose a predicar por otros lugares del imperio, dejando que Santiago y Pedro, los «apóstoles de los judíos», continuaran predicando en Palestina. Como sabemos hoy, Pablo obtuvo mucho más éxito. El problema para Pedro y Santiago era que sus congéneres palestinos encontraban difícil de procesar la afirmación de que el Mesías, una figura que debía haber triunfado sobre los enemigos de Israel, hubiese sido ejecutado por los romanos. Si algunos se convirtieron, como el propio Pablo de Tarso, debieron de ser muy pocos. De hecho, Pablo tampoco consiguió que los judíos de la diáspora aceptaran al Mesías crucificado; de nuevo, si convenció a algunos, también fueron muy pocos. El éxito de Pablo radicó en la conversión de los gentiles, quienes sí empezaron a sentirse atraídos hacia su discurso. Si Pablo hubiese seguido el ejemplo de Pedro y Santiago (y del propio Jesús) y se hubiese empeñado en predicar únicamente para los judíos, hoy no habríamos oído hablar del cristianismo y la cultura occidental hubiese sido muy distinta.
Entre los años 40 y 60, Pablo fundó o inspiró la fundación de varias comunidades de creyentes que iban desde Asia Menor hasta la propia ciudad de Roma. Por lo que parece, Pablo llegaba a una ciudad, establecía su puesto comercial y empezaba a trabajar mientras predicaba en las sinagogas (de manera estéril), y ante grupos de paganos (reducidos, pero convencidos). Se cree que Pablo murió en torno al año 65 y que sus seguidores, pese a la amplia extensión geográfica de las comunidades, debían de ser unos pocos cientos, quizá unos pocos miles. En torno al año 100 había quizá unos diez mil cristianos en el imperio; aún pocos, pero los suficientes para que algunos historiadores paganos empezasen a mencionar su existencia. En el año 150 había unos cuarenta mil cristianos. En el año 250 había más de doscientos mil, aunque suponían todavía una ínfima minoría del 2 % de la población. Sin embargo, parece que esa era la masa crítica requerida para la explosión definitiva, porque en el año 300 había seis millones, que eran ya la décima parte de la población total. Ese repentino ascenso condujo a la desconfianza y el agravamiento de las persecuciones contra los cristianos, pero también, a finales del siglo IV, a la adopción del cristianismo como religión oficial del imperio y, poco después, como la única permitida.
La destrucción del Templo de Jerusalén, de Nicolas Poussin.
El alejamiento del judaísmo
La historia del cristianismo contiene muchos momentos importantes, pero en el siglo I podemos citar cuatro. Uno es, por supuesto, la muerte de Jesús y la rumorología sobre su resurrección. Otro es la conversión de Pablo y su proselitismo universalista. Un tercer hecho importante es la redacción del primer Evangelio escrito, que quizá no se hubiese producido tan pronto sin que antes tuviese lugar el cuarto suceso clave: la destrucción del Templo de Jerusalén. Este suceso dividió el cristianismo de manera incluso más profunda que la revolución doctrinal de Pablo, porque dio a los cristianos romanos la excusa perfecta para  alejarse del judaísmo ortodoxo, alegando que la destrucción del templo había sido un castigo divino.
El suceso, sin embargo, había tenido poco de intervención divina. En el año 66, la ciudad palestina de Cesarea vio estallar las tensiones entre dos grupos étnicos locales, los judíos y los griegos, que llevaban años entrampados en disputas legales, religiosas y sociales. Los judíos de la ciudad se sentían menospreciados porque el nuevo procurador romano de Judea, Gesio Floro, favorecía de manera indisimulada a las élites helenísticas. Los griegos, envalentonados, iniciaron una oleada de provocaciones en el barrio hebreo. La guarnición romana se abstuvo de intervenir, para escándalo de los judíos locales, quienes decidieron responder por su cuenta a las provocaciones. La ciudad se convirtió en el escenario de múltiples peleas callejeras. La noticia no tardó en llegar a Jerusalén, donde la pasividad romana en Cesarea fue vista como un insulto que añadir al creciente descontento provocado por las políticas fiscales del prefecto romano. La sangre empezó a correr también en la capital, donde se atacó a ciudadanos romanos y a judíos acusados de colaboracionismo. Los partidos nacionalistas palestinos llevaban mucho tiempo esperando un momento así y no lo desaprovecharon; los zelotes, el más relevante de esos partidos, animó a la subversión total. Aunque no era el primer levantamiento que se vivía en la Palestina del siglo I, sí fue el más generalizado porque se sumaron las facciones judías mayoritarias, incluyendo a los sacerdotes saduceos del templo, algo que cuarenta años antes, en los tiempos de Jesús, hubiese parecido impensable. La escalada de disturbios desembocó en una revolución que amenazaba con dinamitar el dominio imperial en Palestina y el emperador Nerón se vio obligado a enviar dos legiones comandadas por el general Tito Flavio Vespasiano. El general desembarcó en Palestina en el año 67 para intentar sofocar la revuelta.
En la mitad occidental del imperio también se estaba descontrolando la situación, aunque por otros motivos. En el año 68, varios gobernadores de Galia, Hispania y Germania se rebelaron contra Nerón. Lo hicieron en connivencia con el Senado, que nombró a Nerón «enemigo del pueblo», y con la guardia pretoriana, que abandonó sus tareas de protección del emperador. Nerón entendió que había llegado su final y, sintiéndose acorralado, decidió quitarse la vida para evitar una posible tortura. La caída de Nerón fue seguida por un periodo de extrema inestabilidad conocido como «el año de los cuatro emperadores». Vespasiano, que estaba todavía combatiendo a los israelitas, fue llamado a Roma para ser coronado. Ante este caos político, los rebeldes palestinos tuvieron un atisbo de esperanza y redoblaron su fervor revolucionario, pensando que habían conseguido sorprender a los romanos en un momento vulnerable. Sin embargo, el desorden institucional en Roma no impidió que las legiones desplegadas en Palestina demostrasen su superioridad bélica frente a un enemigo perseverante, pero muy inferior en cuanto a tácticas y organización. Los legionarios, ahora comandados por el hijo de Vespasiano, Tito, pusieron sitio a Jerusalén, a la que pretendían someter por hambre. Cualquiera que intentase escapar de la ciudad era clavado en una cruz y las murallas fueron rodeadas por un tétrico círculo de cadáveres y cuerpos agonizantes. En el año 70, la capital cayó por fin. Los legionarios romanos mataron a miles de jerosolimitanos; a otros los vendieron como esclavos o los enviaron a desempeñar trabajos forzados en las minas de Egipto. Como colofón, las legiones destruyeron el centro de la fe judía, el Segundo Templo, que ya nunca sería reconstruido.
La destrucción del templo tuvo un efecto determinante y perdurable en el judaísmo sacerdotal, cuyo papel preponderante empezó a ser desempeñado por el judaísmo rabínico. Hasta entonces, los judíos rabínicos habían venerado el templo aunque les disgustasen los sacerdotes; el propio Jesús había sido un rabí respetuoso con la tradición del templo, como se deduce del episodio —históricamente probable— de su ira ante los mercaderes que campaban por suelo sagrado. Pero, sin un templo que ejerciese como centro geográfico y sentimental de la fe, la élite helenizada de los sacerdotes saduceos estaba condenadas a perder su importancia religiosa y, con el tiempo, a desaparecer. El judaísmo permaneció vivo en las sinagogas y los rabís se convirtieron en las nuevas autoridades, aunque todo el cuerpo profético de su religión tuvo que ser reinterpretado.
También el cristianismo fue reinterpretado. Los cristianos grecorromanos calificaron la destrucción del templo como el castigo divino que los judíos palestinos habían merecido por alentar la crucifixión de Jesús. Un creciente antisemitismo, no unánime pero sí cada vez más extremo, fue apoderándose de ciertos grupos. Lo que había nacido como secta judía y había evolucionado como secta gentil judaizante, era ahora una secta que, pese a venerar a un judío y tomar los textos sagrados del judaísmo como propios, necesitaba un nuevo cuerpo dogmático que los hiciese sentirse separados. La Biblia hebrea nunca fue desechada porque en ella, y en ninguna otra parte, estaba la base de toda la mitología asociada a Jesús desde el principio: el mesianismo, el sacrificio del Cordero de Dios, etc. Pero también aparecían nuevos textos cristianos que las congregaciones empezaron a considerar como fundamentales en su fe. No es casualidad, pues, que los Evangelios empezasen a ser escritos a partir del año 70 y que contuviesen símbolos de una supuesta premonición de la condena eterna de los judíos, como el rasgado de las cortinas del templo que habría coincidido, según estos nuevos autores, con el último suspiro de Jesús en la cruz.
Habían transcurrido solamente cinco décadas desde la crucifixión de Jesús, pero la Iglesia de Jerusalén, la comunidad judía de Pedro y Santiago, estaba desapareciendo debido a la dificultad para convertir a otros judíos palestinos. En cambio, los cristianos gentiles, aunque todavía eran pequeños grupos marginales en el imperio, habían heredado el timón dentro del culto a Jesús. Libros como Hechos de los apóstoles crearon un nuevo relato sobre el conflicto entre el cristianismo de Jerusalén y el cristianismo paulino. Los propios Evangelios incluyeron pasajes como el de la mujer sirofenicia que consigue que Jesús se retracte de su mentalidad etnocéntrica (muy significativo que en el Evangelio de Marcos sea la única ocasión en que un infalible Jesús admite estar equivocado, y que lo haga en referencia a su empeño en salvar solo a los judíos). A finales del siglo I, el Mesías judío —Hijo de Yahvé, pero plenamente humano— en que habían creído Pedro y Santiago, estaba derivando hacia un nuevo concepto de Mesías que terminaría siendo identificado con el propio Yahvé. El proceso de divinización de Jesús no iba a ser uniforme en toda la cristiandad y no se completaría sin nuevas disputas doctrinales que se alagarían durante varios cientos de años entre quienes pensaban que Jesús era el mismo Yahvé y quienes pensaban que Jesús era un ser sin duda divino, pero inferior en estatura a Dios padre. En lo que todos los cristianos estaban de acuerdo era en que el culto a Jesús ofrecía una respuesta distinta a los sinsabores de la vida terrenal: la posibilidad de una salvación eterna.

El misterioso santo enjaulado que apareció en lo alto de un monte en Pontevedra

No hace milagros, no se sabe si es santo o santa y no tiene ni iglesia que lo acoja. Pero el Aparecido merece una fiesta maravillosa y guasona a finales de agosto en los Pazos de Borbén

SANTIAGO SEQUEIROS 
Hoy voy a empezar contándoles algo que ya saben. Rara es la villa, pueblo o incluso aldea minúscula de España que no tenga en sus inmediaciones una iglesia o ermita con una figura de devoción local. Siglos de tradición católica en España han salpicado toda nuestra geografía con un ejército de santos y vírgenes en número suficiente como para tomar los cielos al asalto, si nos pusiéramos a ello. Y eso por no hablar de la cantidad de reliquias -reales o falsas- repartidas con generosidad en esos mismos templos, que lo de la necrofilia religiosa viene de viejo. Solo en la Península Ibérica hay trozos de la Vera Cruz suficientes para construir una cabaña de madera y fémures de santo, cuerpos incorruptos de santas y cosas aún más peregrinas (existe incluso algo llamado el Santo Prepucio, que tiene que ser digno de admiración) como para llenar un museo de curiosidades. Pero lo que no es tan común es que en un pueblo celebren una romería en honor a un santo del que no saben absolutamente nada. Y es que por no saber, ni siquiera están seguros de si es un santo o una santa. Y por encima, lo mantienen en lo alto de una montaña, encerrado en una jaula. Por si acaso. Así que hoy nos vamos a Pazos de Borbén, en Pontevedra.
A finales de agosto se celebra una romería en lo alto del monte da Berra, cerca del pueblo de Pazos de Borbén. El río Borbén forma un gran valle que se esconde entre A Serra do Galleiro y los montes de Festín y cuando se llega a la cima del monte da Berra uno se encuentra un paisaje de belleza sobrecogedora. Justo en la cumbre del monte, y cerca de un precipicio se levanta una cruz sin nada en particular, excepto una jaula de acero encastrada a media altura de su fuste. Y dentro de esta jaula, está una vieja talla de piedra, con los rasgos ya borrados por el tiempo. Es difícil precisar si se trata de un hombre o una mujer y sobre los hombros tiene algo que podría ser parte de un traje o incluso las alas de un ángel, si se le mira desde el ángulo adecuado. 
La historia del santo misterioso se puede resumir muy rápido: Hace mucho tiempo, en una excavación, apareció la misteriosa figura. Esta es una constante en la aparición de figuras milagrosas desde la Edad Media, sobre todo las de advocación mariana, que solían ser figuras de la Virgen que algún pastorcillo encontraba al lado de una fuente o en un lugar sagrado. Pero en este caso, la figura es tan andrógina y con pocos rasgos que costaba encontrarle una identidad. Es, si me permiten la pequeña irreverencia, un "sin papeles" dentro del santoral. 
En vez de enviarla a un museo, los vecinos de la zona decidieron que sería una idea estupenda celebrar una romería que mezclase lo religioso con lo pagano -al fin y al cabo, no es un santo reconocido por la iglesia- y por lo tanto, desde hace mucho tiempo, reúnen a cientos de personas en lo alto de la montaña para honrar al "Santo Aparecido". Así, sin más complicaciones ¿Para qué molestarse en buscar un nombre, crear una leyenda sobre su milagrosa aparición o dotarle de un trasfondo? Lo único seguro es que tenían una imagen... y el resto ya iría sobre la marcha.
El problema es que, al no ser un santo reconocido, no había una sola iglesia que aceptase colocarlo dentro de alguno de sus templos, por lo que la única alternativa era dejarlo en la cima de la montaña en la que había aparecido. Eso a su vez suponía otro desafío, porque el alto del Monte da Berra es un sitio idílico en verano, pero es también un lugar inhóspito y poco visitado en los duros meses de invierno. La tentación de robar la figura podría ser irresistible para algún amigo de lo ajeno o, peor aún, se podría convertir en el objetivo de algún grupo de vándalos. Así que, ya metidos en harina, los vecinos decidieron que enjaular al santo, para su propia seguridad, sería la mejor opción. Ya, total, que más daba.
Y en estas estamos. Si pasan por Pazos de Borbén la última semana de agosto, no se pierdan la oportunidad de disfrutar de la hospitalidad de su gente y suban hasta lo alto del monte da Berra para contemplar al santo prisionero del que no se sabe nada más. Quizá ustedes saquen sus propias conclusiones. O no. Pero lo que es seguro es que no bajaran de esa montaña sin haber comido estupendamente y haber disfrutado de un buen rato de música y diversión. Porque quizá el Santo Aparecido no haga milagros, pero lo que si garantiza es una fiesta llena de buen ambiente. Que, si lo piensan bien, tampoco es poca cosa.

Manuel Loureiro

lunes, 26 de agosto de 2019

CÀNTIC A MARIA

La meva ànima
canta al Senyor
el meu esperit
celebra Déu, Salvador
perquè ha mirat
la petitesa de la seva serventa.

EL SEU NOM ÉS SANT
I L’AMOR QUE TÉ S’ESTÉN
DE GENERACIÓ EN GENERACIÓ
DE GENERACIÓ EN GENERACIÓ.

Les obres del seu braç
són potents i grans.
Dispersa els homes de cor altiu.
Derroca els poderosos
i exalça als humils
omple de béns els pobres.

Al seu servent
ha protegit el Senyor
com ho havia promès
als nostres pares fa temps
i s’ha recordat del seu amor
a Abraham per sempre.

(Kairoi)