jueves, 30 de marzo de 2023

Isao Inokuma, el último hombre de honor

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Isao Inokuma frente a Doug Rogers en los Juegos Olímpicos de 1964.
Isao Inokuma frente a Doug Rogers en los Juegos Olímpicos de 1964. Foto: Cordon.

Fui un niño enfermizo y no tenía demasiada fortaleza mental, pero un día me hice la promesa de que nunca me dejaría derrotar por nadie.

Isao Inokuma (1938-2001)

En algunas culturas, el honor importa más que la propia vida. La japonesa es una de ellas. Solo los nipones podrían haber adoptado con naturalidad la muerte como ritual. Sin tan siquiera promesas de un paraíso ulterior. La vida como una compleja entrega al honor de morir gloriosamente.

Ningún samurái quiso jamás morir de viejo. Un final noble, temprano y, a ser posible, violento era un signo de predilección de los dioses. Vivir hermosamente y morir de manera bella. El emblema samurái, el efímero capullo del cerezo, personifica ese ideal.

El seppuku, popularmente conocido como harakiri (literalmente: «corte del vientre»), fue, por ello, una práctica popular durante el Medievo entre los guerreros ancestrales que anhelaban su redención espiritual, trufando así de sangre relatos y leyendas. No fue, sin embargo, una práctica feudal alejada completamente del espíritu del Japón moderno. El siglo XXI llegó a conocer los últimos casos de una ceremonia oficialmente prohibida en 1873 como pena judicial.

Existen decenas de casos documentados de quienes, desde entonces, se han sometido a un harakiri voluntario, siendo el más numeroso el de los muchos soldados nipones que prefirieron morir antes que aceptar la rendición del país tras la Segunda Guerra Mundial. 

No todo fueron, sin embargo, motivos belicosos. En 1970, Yukio Mishima, el para muchos mejor escritor que ha alumbrado el país del sol naciente, realizó un seppuku semipúblico como protesta por la miseria moral y la degradación que, según sus cánones ultranacionalistas, suponía el haber abandonado las antiguas virtudes japonesas y haber adoptado el modo de vida occidental. El dramatismo de la acción fue mayor aún si tenemos en cuenta los relatos de la época, que hablan de que uno de sus allegados, Masakatsu Morita, intentó hasta tres veces decapitarlo sin éxito, teniendo que ser un tercer camarada el que pusiese fin al sufrimiento de un Mishima que ya se había rebanado las tripas hacía algunos minutos.

Lo ancestral pervive en lo contemporáneo hasta tal punto dentro de los códigos de vida nipones que el último harakiri censado por las autoridades japonesas data de una fecha insultantemente reciente: el 28 de septiembre de 2001. Quien murió entonces no fue un guerrero samurái. Tampoco un soldado. Ni siquiera un artista o un artesano. Muchos, sin embargo, defenderán que la última persona que decidió poner fin a sus días de esta manera fue todo ello al mismo tiempo.

Reza un dicho tradicional japonés que la suavidad vence a la dureza. Alguien debió repetírselo con insistencia al joven Isao Inokuma quien, desde los catorce años, a pesar de su corta estatura y de su endeblez física, soñó con ser un judoka famoso e imitar así a su idolatrado Sanshiro Sugata, el legendario gran maestro con cuyas andanzas y desventuras se habían escrito varias novelas y de cuya vida el posteriormente oscarizado Akira Kurosawa había rodado una película. 

Una y otra vez, profesores, compañeros e incluso familiares intentaron disuadir al pequeño y poco ágil Isao de sus fabulaciones, pero la persistencia del muchacho terminó por tumbar dudas y rivales con idéntica pericia. Siempre con la consigna del espíritu de lucha como bandera en un deporte que le había enseñado a competir, pero también a vivir.

En 1959, con solo veintiún años, se presentó por primera vez en los Campeonatos Nacionales entre las miradas de soslayo de los que sospechaban que, con 83 kilos y poco más de 1.70 de altura, no duraría demasiado en liza. El propio Inokuma no había titubeado en responder «ninguna» a la pregunta de un compañero de universidad sobre las posibilidades que tenía de alzarse con el título. 

El desenlace fue hollywoodiense. En su primer combate doblegó al gran favorito, Yuzo Oda, un gigante de 193 centímetros y más de 100 kilos. Su mejor arma fue su autoconvicción, una manera de porfiar despojada de miedos y complejos y una confianza que fue creciendo conforme iban pasando las rondas. Así, llegó a la final, en la que tuvo enfrente nada menos que al subcampeón mundial, un Akio Kaminaga que corrió, sin embargo, la misma suerte que los anteriores oponentes de Inokuma. Contra todos aquellos negros pronósticos, abriendo bocas y despedazando prejuicios, Isao se había convertido en la persona más joven en alzarse con el título siendo, además, la única hasta entonces que había conseguido vencer en su primera comparecencia en un Campeonato Nacional.   

Con el paso de los meses, el judo de Isao Inokuma fue madurando. El tan necesario shin-gi-tai (la combinación de espíritu, habilidades y poder) iba tomando forma en su manera de combatir, que había incorporado una cuantiosa técnica a su ya conocido arrojo. Sus maneras empezaban a ser conocidas fuera de las fronteras de su país mientras una obsesión reverberaba en su cabeza: los Juegos Olímpicos de Tokio 1964, los primeros en los que el deporte que amaba entraría dentro del programa oficial. 

Con su gran meta vital fijada, Inokuma consagró los años anteriores a la cita al pulimento de los puntos débiles que aún lastraban su judo, en su mayoría derivados de un físico que, a primera vista, seguía sin imponer gran cosa sobre el tatami. La principal piedra de toque en su camino hacia la gran cima fueron los Campeonatos del Mundo de 1961, celebrados en Moscú, y a los que Isao ya acudía como uno de los grandes favoritos al cetro. 

Su afán por estudiar a los rivales y minimizar sus carencias de cara al enemigo era obsesivo. «Siempre me fijo en mis oponentes con antelación y, cuando un rival es más grande que yo, me concentro en mirarle fijamente a los ojos hasta que note que estamos al mismo nivel», repetía. Un credo que le sirvió para vérselas contra su gran némesis en tierras rusas: el temible Anzor Kiknadze, un ogro bigotudo, cuatro veces campeón de Europa, que se vanagloriaba de poder disparar un rifle automático con una sola mano y que era capaz de levantar a una persona sin apenas esfuerzo. Frente a frente, dos escuelas: una tradicional, encarnada por el japonés, y otra heterodoxa, personificada por el soviético, en el que prevalecía el judo-fuerza, rehogado con aportes de otras modalidades de lucha y un peculiar y desconcertante estilo de combatir. Como proclamaban las crónicas de la época, el enfrentamiento era, de alguna manera, el símbolo y la constatación del judo como deporte universal.

Isao Inokuma frente a Anzor Kiknadze. Foto Cordon.
Isao Inokuma frente a Anzor Kiknadze. Foto: Cordon.

La denodada labor de Isao Inokuma frente a Anzor Kiknadze le llevaría de nuevo a la victoria. Una auténtica exhibición de triquiñuelas técnicas contuvieron el empuje en la final de un Kiknadze todo fuerza bruta. «Si no hubiese estudiado su manera de moverse, seguramente hubiese perdido», confesó el nipón al terminar la pelea.

Su caché como judoka era fabuloso. Y acudía a «sus» Juegos Olímpicos convertido ya en toda una realidad. Su rango de celebridad, además, aumentó tras ganar de nuevo el Campeonato Nacional en 1963, justo un año antes de que se encendiese la antorcha en la capital de facto de Japón. Allí, en los primeros Juegos que abrazaban el judo, tendría la oportunidad de lograr algo que ninguno de sus antepasados había conseguido: ser campeón olímpico, lucir la más importante de las preseas ante su gente. 

Inokuma había derramado mucho sudor en el camino hacia esos Juegos Olímpicos, a los que acudía lastrado por una lesión de cadera producida, precisamente, por el sobreesfuerzo durante los entrenamientos. Había desarrollado una mayor fortaleza física y había incrementado su peso corporal de sus tradicionales 73 kilos hasta los 87 que lució ese verano. Aun así, seguía siendo el más liviano de su categoría, repleta de gigantes. A todos fue, empero, dejando en el camino. Primero, al argentino Casella, más tarde al coreano Kim y, en la antesala de la lucha por el oro, en un combate memorable, a un viejo conocido, el peludo Kiknadze.

La final fue peculiar. No solo por el desenlace, sino por las especiales circunstancias que rodeaban al cara a cara. El rival de Inokuma era el canadiense Doug Rogers, un judoka que, cuatro años antes de los Juegos Olímpicos de Tokio, apenas superada la mayoría de edad, había decidido mudarse a Japón buscando la competitividad que no encontraba en su país. Lo curioso es que el Instituto Kodokan, que acogió a Rogers, también era el lugar de entrenamiento de Inokuma. En resumen, ambos, ocasionales compañeros de agarrones y vestuarios, se conocían mutuamente demasiado bien.

Rogers, mucho más exuberante físicamente, sabía, sin embargo, que Isao tenía más experiencia y, ante todo, una técnica suprema. El combate, agónico, se prolongó hasta el desaliento. El atrevimiento de uno y otro se diluía dentro de un mar de ataques menores dentro de un tête à tête que parecía coreografiado, hasta el punto de que el árbitro, hastiado de semejante pasividad, llegó a advertir de que, si no empezaban a «hacer judo», descalificaría a ambos y nadie se llevaría medalla alguna. Algo más atolondrado, el choque fue muriendo sin que ninguno de los dos lograse alcanzar la puntuación mínima, por lo que la elección del campeón terminó siendo faena de los jueces. Estos terminaron señalando a Inokuma ante la algarabía del público y la satisfacción del emperador Hirohito, que solo apareció ese día en las gradas, específicamente para contemplar a Isao Inokuma.

La consideración de héroe nacional de Inokuma fue más pronunciada, si cabe, ante el triunfo en la categoría sin límite de peso del holandés Anton Geesink ante el local Akio Kaminaga. Geesink, un auténtico oso de 1.98 de estatura y 121 kilos de peso, se había convertido tres años antes en el primer luchador no japonés en ganar un título mundial de judo y en los Juegos Olímpicos no hizo sino reafirmar esa rebelión. Esa suerte de «Maracanazo» del judo tuvo efectos similares al mítico gol de Ghiggia. Tras la inmovilización que supuso la victoria del europeo, los quince mil espectadores que abarrotaban las tribunas enmudecieron. La prensa criticó durísimamente a Kaminaga, puesto que en el resto de categorías los dominadores sí habían sido nipones. Varios japoneses optaron por huir de la vergüenza mediante el suicidio, llegándose a rumorear algún tiempo después que el propio Kaminaga se había quitado la vida. 

En medio del drama, a Inokuma le había surgido un nuevo competidor casi sin quererlo, pues su país al completo clamaba venganza contra el nuevo enemigo del pueblo. El Campeonato del Mundo de 1965, en Brasil, se antojaba como el emplazamiento ideal para que Inokuma ejerciese de vengador de la patria ante el hereje occidental. Tal confianza tenían los japoneses en Isao, su genuino orgullo nacional, que le inscribieron en la categoría mayor, sin límite de peso. Allí, sin ningún género de duda, pensaban, se vería las caras con Geesink.

El holandés, sin embargo, sorprendió al mundo. El día antes de iniciar la competición, anunció su retirada. Inokuma, sin rival, terminaría llevándose el título en Río de Janeiro y sembrando para siempre una duda: qué hubiera pasado en ese combate que todos reclamaban y que, finalmente, no llegó a disputarse jamás.  

Venerado por todos y aupado a los altares del judo como una leyenda, Isao Inokuma optó por finiquitar su carrera con apenas veintisiete años. Tras unos meses en la policía de Tokio, su fama le abrió una puerta laboral inesperada: la de la constructora Tokai Kensetsu, donde adoptó un puesto ejecutivo bien remunerado. Su vida estaba resuelta para los restos, pero su apego al judo le llevó, paralelamente, a convertirse es el mejor instructor de nuevas promesas del país, acunando bajo su método a grandes baluartes como Nobuyuki Sato o el mismísimo Yasuhiro Yamashita, aclamado como su heredero y protegido y posterior campeón olímpico. 

Inokuma y Yamashita compartieron largos ratos en la universidad de Tokai, donde Isao había accedido en 1969 como profesor de Educación Física gracias a la mediación de Shigeyoshi Matsumae, uno de los peces gordos de su constructora, fanático y diestro practicante de judo. Una manera discreta de compaginar la corbata con el tatami. 

Allí, Inokuma estableció un nuevo departamento de artes marciales centrado principalmente en el judo. Incorporó a Nobuyuki Sato, antiguo pupilo, como instructor jefe y lo convirtió en el club de judo número uno de todo Japón. En sus barracas, entre horas y horas de llaves y arabescos imposibles sobre las planchas de polietileno, se fraguó el talento de Yasuhiro Yamashita, que llegaría a romper alguno de los récords de precocidad triunfante de su sensei, siendo considerado uno de los estandartes del judo contemporáneo.

Con el pasar de los años, Isao Inokuma le devolvería el favor a Shigeyoshi Matsumae. En 1979, el apoyo de una leyenda viva como Inokuma fue decisivo para que Matsumae consiguiera la presidencia de la Federación Mundial de Judo. Su unión fraternal quedaría unida para siempre a la muerte de este, siendo Isao el elegido para suceder a Shigeyoshi al frente de Tokai Kensetsu, la gran constructora. Una bicoca. Pero lo que a priori parecía un nuevo baño de prosperidad para Inokuma terminaría, sin embargo, convirtiéndose en la decisión más nefasta de su vida.

Septiembre de 2001. Isao Inokuma jamás se había amilanado ante un problema, pero esta vez era diferente. No bastaba con mirar de frente al desafío y tirar de su libreto de argucias. Esta vez, todo parecía deshilacharse. Inokuma miró por la ventana de su despacho y meditó. Pensó en su mujer y en sus hijos. Pensó en los que cada mañana le saludaban afablemente al entrar al edificio de cristaleras de la empresa. Pensó también en los que ahí fuera, aún sin conocerle personalmente, le reverenciaban solo por ser quien era. Sentía que les había fallado a todos. Tokai Kensetsu se venía abajo debido a sus malas decisiones. Él, que había aplicado a la vida y al trabajo el mismo entusiasmo y espíritu de lucha que sustentó su judo, se sintió de pronto como pájaro sin alas embutido en ese traje. La losa de las pérdidas financieras era demasiado perturbadora. Alzó el mentón y apretó los dientes. Y con la misma frialdad con la que años atrás zancadilleó a rivales que le doblaban en peso, decidió saldar su deshonra. Tenía sesenta y tres años.   

La edición matinal del Yomiuri dio cuenta de la noticia a las pocas horas: Isao Inokuma se había hecho seppuku. Su muerte fue una alegoría de su gloria. El honor por encima de una vida material aparentemente exenta de preocupaciones e, involuntariamente, como un atajo en el camino hacia la posteridad del, para muchos, mejor judoka de todos los tiempos. Todos aman la vida, pero el hombre valiente y honrado aprecia más el honor, decía Shakespeare. Y nadie lo reputó jamás con tanto fervor como quien dio la vida por él. Un deportista de leyenda que será siempre recordado, sin embargo, como el último hombre de honor.

martes, 28 de marzo de 2023

descubren dos mil cabezas de carnero momificadas en el templo de ramsés ii

 abydos fue uno de los principales centros religiosos del antiguo Egipto. Según la tradición, este era el lugar donde se encontraba la tumba de Osiris, dios de la resurrección, la regeneración del Nilo y de la fertilidad. Abydos está situado a unos 170 kilómetros al norte de la antigua Tebas y a 480 kilómetros al sur del actual El Cairo. Hasta este emplazamiento sagrado acudían miles de peregrinos procedentes de todo el país para honrar al señor del más allá durante las festividades que se llevaban a cabo en su honor. 

santa teresa de jesús, la gran maestra espiritual de la iglesia

 El 28 de marzo de 1515 nació Teresa de Cepeda y Ahumada, más conocida como Santa Teresa de Jesús, una escritora y mística cristiana que efectuó una reforma en la orden religiosa y fundó el convento de San José de Ávila, el primer convento de Carmelitas Descalzas, con una forma de vida centrada en Dios a través de la austeridad y la pobrezaProcuren ser los religiosos muy amigos de pobreza, y alegría, que mientras durare esto, durará el espíritu que llevan, expresa Teresa de Jesús en sus Cartas. Escribió miles de cartas y en ellas refleja su vida diaria y su humanidad.

Procedente de una familia próspera y respetada, Teresa nació en la provincia de Ávila, según parece en Gotarrendura, un pueblo que hoy se aproxima a los 200 habitantes, donde su familia tenía una hacienda y precisamente donde su madre se casó y murió en 1528. Santa Teresa heredó esta finca por expreso deseo de su madre, que conocía el cariño que sentía por el palomar de la misma, actualmente visitable. Aficionada a la lectura desde pequeña, incluidos los libros de caballerías, Santa Teresa se convirtió en una de las grandes maestras espirituales de la Iglesia.

Foto: BIBLIOTECA NACIONAL DE ESPAÑA

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Santa Teresa de Jesús

Santa Teresa de Jesús (1640-1645), óleo de José de Ribera, de la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos de Valencia.

Foto: Biblioteca Nacional de España

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Educación de Santa Teresa

Obra de Juan García de Miranda. Museo del Prado Madrid.

 

Desde muy pequeña Teresa de Ávila manifestó un gran interés por las vidas de los santos y las gestas de caballería. A los 6 años llegó a iniciar una fuga -frustrada por su tío- con su hermano Rodrigo para convertirse en mártir en tierra de moros.

Foto: BIBLIOTECA NACIONAL DE ESPAÑA

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Las moradas de Santa Teresa Teresa de Jesús

Las moradas, obra también conocida como El castillo interior fue escrita por Teresa de Ávila en 1577 como guía para el desarrollo espiritual a través del servicio y la oración. Inspirada en una visión del alma que se asemeja a un diamante con forma de castillo dividido en siete mansiones, la obra se concibe como el progreso de la fe en siete etapas, que concluye con la unión con Dios

Foto: Biblioteca Nacional de España 

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Éxtasis de Santa Teresa

Óleo sobre lienzo del pintor Sebastiano Ricci, 1727. Fue realizado destino a la iglesia de San Girolamo degli Scalzi de Vicenza. Se trata de una movida composición que representa a la santa que es llevada en volandas por un grupo de ángeles que le asisten, mientras que un ángel mancebo le dirige un dardo.

Parábolas bíblicas, justicia social y meritocracia

 Son muchas las parábolas que se narran en los Evangelios. Hay dos en especial que nos interesan hoy: una de ellas genera suspicacia y extrañeza, y generaría rechazo si no fuera porque la cuenta el propio Jesucristo. La otra, en cambio, suele ser entendida y apoyada por la mayoría de la gente.

Por el bien común

En la parábola de los viñadores, el dueño de un viñedo recluta a varios jornaleros a lo largo del día para que recojan la uva. A primera hora sale al pueblo y contrata a una cuadrilla, ofreciéndoles un denario; a medio día vuelve a salir, y así otras tres veces hasta ya entrada la tarde, contratando a diversos grupos en cada ocasión. 

Al final del día el dueño paga a todos un denario. A los contratados a primera hora les parece injusto recibir la misma compensación que los otros pero el dueño responde que ha obrado justamente y que es libre de pagar lo que quiera a sus jornaleros, siempre que cumpla con lo acordado.

Esta parábola concede poca importancia a la idea de mérito y podría asociarse más bien con el comunitarismo. El episodio ejemplifica el ideal redistributivo de que, mientras la compensación sea razonable, se puede discriminar para alcanzar una comunidad más igualitaria, con independencia del esfuerzo individual. En un sentido análogo, por ejemplo, los impuestos progresivos también demandan contribuciones más altas de los que más ganan, aunque trabajen más duro.

Para consuelo de los conversos tardíos, la parábola también ha sido interpretada como una ilustración de que los que se arrepienten en el último momento también pueden alcanzar la vida eterna.

El mayor provecho

La parábola de los talentos cuenta cómo un empresario que tiene que ausentarse distribuye su dinero entre tres de sus trabajadores: al primero le da cinco talentos –la moneda al uso–, al segundo dos y al tercero uno. Al cabo del tiempo, el hombre regresa y pide cuentas a sus empleados. Los dos primeros han invertido y doblado las cantidades recibidas y el dueño les alaba como siervos buenos y fieles. Pero el tercero, temeroso de las exigencias de su señor, ha enterrado el talento por miedo a perderlo. El empresario arremete contra él, le acusa de malo y perezoso y le quita el talento. La parábola concluye con una enigmática frase:

“Al que tiene se le dará y al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene”.

Esta narración parece reflejar el sentir liberal, el ideal de la meritocracia: se premia a las personas en función de su esfuerzo, sus capacidades, su dedicación y su ingenio, y se castiga a los que no han sabido aprovechar sus talentos. La base de la compensación es el mérito personal, entendido como las decisiones o acciones merecedoras de premio o de castigo. 

El episodio se podría denominar más bien la parábola de los emprendedores, porque prima la asunción de riesgos, el espíritu empresarial y la búsqueda de crecimiento, frente al ahorro, la rutina y la inercia. 

Curiosamente, la Iglesia católica también emplea la expresión siervo bueno y fiel para denominar a los beatificados. 

Redistribución y reconocimiento

Desde la perspectiva del mérito, las dos parábolas pueden interpretarse como respuestas alternativas a cuestiones filosóficas y sociales fundamentales: cómo repartir los recursos disponibles en la sociedad, cuáles deben ser los criterios para establecer impuestos o para reconocer y gratificar la aportación de los individuos al colectivo. 

La de los talentos representa la concepción liberal, que en su grado máximo se denomina libertarismo. La de los viñadores es expresión del comunitarismo, que en una interpretación extrema deriva en el pensamiento marxista o comunista. En el continuo entre libertad e igualdad, dos polos que suelen estar en conflicto, caben opciones moderadas. Posiblemente, una aproximación balanceada es la que convierte a una sociedad en duradera, cohesionada y más justa. ¿Cómo se podría resolver la tensión entre esta dualidad de valores?

Actuar bien

Un ejercicio con base en las últimas tecnologías disponibles podría ayudarnos a encontrar una solución. 

Imagine que es elegido para discutir y aprobar cuáles serían los principios para repartir bienes y establecer obligaciones en una sociedad. El proceso se llevaría a cabo en el metaverso para desligar a los participantes de sus circunstancias –familia, trabajo, intereses- y puedan pensar de forma genérica, teniendo en cuenta a toda la humanidad. 

Es una perspectiva parecida a la que Immanuel Kant proponía con su imperativo categórico: actúa de modo que tu comportamiento en una situación concreta pueda convertirse en un estándar universal.

Una teoría de la justicia

Este ejercicio en el metaverso es muy parecido a lo que John Rawls, uno de los filósofos contemporáneos más influyentes, expuso en su teoría de la justicia (1972), como procedimiento para establecer los principios básicos que deberían regir en una sociedad democrática. 

Rawls propuso una posición original, en la que los participantes desconocen qué tipo de vida van a vivir, qué talentos, limitaciones, enfermedades, riquezas, suerte o infortunios van a experimentar en el futuro. Se encuentran tras lo que Rawls llama el velo de la ignorancia, que les haría ser prudentes y apoyar decisiones que beneficiasen a todos, al existir la probabilidad de que su existencia fuese comparativamente peor que la de los otros: enfermedad, pobreza, infelicidad.

En esa posición original, los participantes idearían un sistema que fuese lo más justo posible porque desconocen cómo les va a ir en la vida pero desean ser felices. Los principios que resultarían de este proceso, y que regirían las instituciones sociales, serían, según el filósofo norteamericano, fundamentalmente tres:

  1. La maximización de la libertad de los individuos, limitada solo para preservar precisamente esa libertad. Por ejemplo, podrían establecerse prohibiciones para partidos políticos que negaran las libertades básicas o propusieran la eliminación del sistema político mediante la fuerza.

  2. La igualdad para todos, permitiendo solo aquellas discriminaciones que beneficien a los más desfavorecidos de la sociedad, lo que Rawls denomina principio de la diferencia. Por ejemplo, el establecimiento de impuestos progresivos para redistribuir la riqueza.

  3. La igualdad justa, o sea, la eliminación de la desigualdad de oportunidades generada por factores relacionados con el nacimiento o la riqueza. Por ejemplo, entiendo que Rawls estaría en contra de la admisión de candidatos en universidades norteamericanas por la vía del legado (hijos de antiguos alumnos o donantes).

La propuesta de Rawls, el igualitarismo cualificado, tiene el mérito de haberse erigido como una teoría completa de la justicia y generó uno de los debates filosóficos más intensos de las últimas décadas.

No obstante, su aportación también ha sido objeto de críticas. Quizás la más evidente es la que cuestiona por qué aceptar los acuerdos de los que estaban en la posición original si no se ha participado en ella. Cabría incluso negar esos acuerdos aunque se hubiese participado en ellos: conocer la realidad posterior podría llevar a impugnar todo el procedimiento. 

Sucede algo parecido con contratos semejantes que se presumen vitalicios: ahí están los divorcios, aunque se presuponga que el matrimonio es de por vida. 

También se podrían refutar los acuerdos adoptados desde el velo de la ignorancia debido a circunstancias sobrevenidas que cambian nuestra visión del mundo. ¿Tenemos derecho al egoísmo en la madurez si hemos sido generosos cuando jóvenes?

En opinión de Thomas Nagel, la propuesta rawlsiana es una teoría muy estrecha de la justicia. Sus principios básicos son tan genéricos que requieren de un desarrollo ulterior para poder ser aplicados en decisiones concretas, y aquí es donde el diablo del detalle genera contradicciones e inconsistencias. 

Por otro lado, hay cuestiones relativas a la justicia social que no se podrían decidir con tales principios. La mayoría de las constituciones democráticas tienen un articulado mucho más extenso, y todavía insuficiente, para resolver muchos dilemas sociales.

En pos de la igualdad

Rawls intentó corregir las condiciones, personales o del entorno, que determinan el futuro de las personas. En su opinión, dejar que los que han tenido la estrella de ser más talentosos acumulen bienes, sin redistribución alguna, supondría duplicar el efecto de un accidente natural: ser más inteligente, más extrovertido o más guapo, factores que contribuyen al éxito personal. Por ello, modula los espacios de la libertad y de la igualdad de oportunidades en favor de una mayor igualdad real, especialmente de los más desfavorecidos.

La teoría de la justicia de Rawls está en el origen de las concepciones comunitaristas actuales, que anteponen el equilibrio social y la función redistributiva del Estado y las instituciones sobre la primacía del individualismo y el mérito personal. 

Uno de sus exponentes es Michael Sandel, quien defiende cambiar los sistemas de admisión de las grandes universidades norteamericanas, aduciendo que el supuesto mérito que hace a la mayoría de los candidatos merecedores de una plaza es resultado, fundamentalmente, del entorno social en el que han nacido.

Posiblemente Rawls suscribiría la parábola de los viñadores y reprobaría la de los talentos. Como sucede con su posición original, a los demás nos faltan argumentos para tomar partido y vamos conformando nuestra concepción de lo que es justo y merecido a lo largo de nuestras vidas.