martes, 20 de mayo de 2014

El Decreto de Expulsión de 1492

No sabemos todavía muy bien por qué, los historiadores continuarán durante mucho tiempo debatiéndolo, pero ocurrió que el 31 de marzo de 1492 los Reyes Católicos emitieron el famoso Edicto de Expulsión que ponía fin a la presencia centenaria de judíos en territorios de la Corona de Castilla y de la Corona de Aragón. Sabemos que el texto del famoso documento llevaba varios días redactado y reposaba, incómoda y molestamente, en la mesa de despacho de los reyes. Allí había sido depositado una vez que el inquisidor fray Tomás de Torquemada lo hubiera redactado, arguyendo las mismas razones que explicaban, una decena de años anteriormente, el establecimiento del Santo Oficio de la Inquisición.
El documento que declaraba la obligación de los judíos de abandonar los reinos hispánicos afirmaba que en, el plazo de tres meses, todos los habitantes judíos de las aljamas que no hubieran salido serían castigados con penas rigurosísimas porque, desde entonces, la práctica de su religión sería considerada como un crimen gravísimo y detestable. Se añadía también que, durante el plazo establecido, los judíos no sólo deberían atender a poner a buen recaudo sus bienes, transformándolos en mercancías exportables o en letras de cambio. También deberían considerar la conveniencia de aceptar la posible alternativa que al exilio ofrecían los reyes: la conversión al cristianismo y la integración, como súbditos cristianos, en la sociedad mayoritaria. Se añadía también que si, una vez abandonados los territorios del Reino de Castilla y los reinos de la Corona de Aragón, algún judío deseaba volver a sus lugares de origen, pasado un tiempo prudencial podría libremente hacerlo; recuperaría sus bienes abandonados y sería recibido benévolamente en la sociedad cristiana, sociedad en la que debería insertarse, obviamente.
El edicto en cuestión obligaba al exilio y permitía la conversión. Judíos hubo que se exiliaron y judíos también que, con más frecuencia de la percibida hasta ahora, optaron en el último momento por acudir a las pilas bautismales, tornarse cristianos e iniciar un proceso, largo y dificultoso, de asimilación en la sociedad de la mayoría. No fue, en cualquier caso, una decisión fácil, porque si el exilio significaba el desarraigo de la tierra, la conversión suponía también profundos desgarros personales, sentidos en lo más íntimo de la mentalidad y la conciencia.
El drama afectaba por partida doble a aquella comunidad. Uno de los problemas historiográficos más controvertidos es el del número de los judíos que se alejaron de los reinos hispánicos; otro problema, también singular, busca encontrar las razones verdaderas que puedan explicar el móvil de aquella decisión: la de expulsarlos.
Hoy parece abrirse camino la idea de que la tantas veces invocada tolerancia medieval, aquella España de las tres comunidades conviviendo entre sí armónicamente, más parece responder a deseos de nuestro propio presente que a la realidad que sostenía las relaciones entre las tres grandes culturas peninsulares: cristiana, árabe y judía.
Repasando la historia de los siglos XIV y XV en los reinos hispánicos, el espectáculo de luchas y conflictos políticos, cambios dinásticos, movimientos culturales y religiosos, divisiones y partidismos internos, parece cubrir totalmente aquellos tiempos. Época difícil y problemática que contribuyó sin duda a que, en medio del conflicto generalizado, las relaciones entre la mayoría cristiana y, en este caso, la minoría judía se agriaran hasta romperse el frágil equilibrio entre cristianos y judíos, configurando, para estos últimos, una situación precisa de marginación, No pueden olvidarse tampoco los efectos negativos que para las propias comunidades judías de Castilla y Aragón tuvieron las profundas disensiones que se abrieron entre sectores diversos de las aljamas. Se ha hablado con frecuencia de un progresivo materialismo averroísta cercenando los viejos principios de la tradición talmúdica, y también se conocen los constantes conflictos entre diversas escuelas cabalísticas que, sin duda ninguna, transmiten la imagen de una comunidad judía escindida entre sectores establecidos y otros marginados y excluidos.
No faltaron persecuciones durísimas, como las de 1391, y actitudes de proselitismo descarado de párrocos, obispos y justicias cristianos. Todo ello de una manera continuada a lo largo de más de un siglo. El resultado, inequívocamente, fue que, en vísperas de la expulsión de 1492, cuando los reinos hispánicos despertaban a los tiempos modernos, del tronco originario judío surgieron tres grandes problemas que en aquellos momentos condicionaron tanto la decisión de establecer el Tribunal de la Fe como la de decretar el Edicto de Expulsión.
Estos tres problemas fueron: el de la minoría judía, cada vez más deteriorada y disminuida; el problema herético que afectaba a los judaizantes, esos cristianos convertidos que seguían judaizando, y el tercer problema, el de los conversos, un tipo cultural de singulares características que, en su mayor parte, intentó asimilarse social mente en el cuadro de valores de la mayoría de cristianos y cuyas implicaciones con la herejía apenas existieron sino en una pequeña franja de individuos de muy reciente conversión.
A la altura de 1492, la gran cuestión es: cuántos judíos, cuántos conversos, cuántos judaizantes? Existen algunos indicios que permiten reconstruir parcialmente la situación de aquellos momentos.
Nadie puede dudar hoy que el siglo XV fue una centuria negra para las comunidades judías de los reinos hispánicos. Las persecuciones y la política antihebrea de la sociedad cristiana modificaron el mapa de la geografía judía peninsular. Abandonaron las grandes ciudades, donde fueron brutalmente reprimidos, y se refugiaron en pequeñas aglomeraciones rurales, perdiendo en tan drástico cambio gran parte de sus efectivos, que, pasando por el bautismo, optaron por instalarse en la sociedad cristiana. Las grandes aljamas medievales desaparecieron: la de Toledo, la de Burgos, la de Sevilla. En la Corona de Aragón, el vacío no fue menos espectacular: en vísperas de la expulsión, apenas existían judíos en Barcelona, en Valencia o en Mallorca, y tal vez fuera Zaragoza la única excepción. Por contra, aparecieron diseminadas en gran número juderías por zonas rurales, cuyos efectivos apenas llegaron, en el mejor de los casos, a superar comunidades de más de cien familias.
Cambio drástico que produjo efectos singulares. El primero de ellos fue la pérdida de influencia política y social como minoría, en relación con la mayoría de cristianos y por referencia a la vinculación institucional que les ligaba a la monarquía. Pueden, sin duda, señalarse excepciones a esa regla, pero no son más que espejismos que no pueden empañar una imagen de decadencia política y de crisis económica y social.
Sin duda, también aquella comunidad sufrió el trauma de ver cómo perdía efectivos constantemente, hasta el punto de ser mucho más numerosos los que habían decidido traspasar la frontera del judaísmo para arribar a la orilla cristiana. He aquí, pues, cómo los conversos se constituyeron en un singular problema, tanto por referencia al grupo languideciente del que salían como por las reticencias de los cristianos (viejos ya) que los recibían.
Se ha hablado de unos 250.000 convertidos del judaísmo, una cantidad sin duda notable que muestra una realidad incontrovertible: dos de cada tres judíos, en aquella centuria del siglo XV, se tornaron cristianos. De ellos, digámoslo también, la herejía judaizante, de ser cierta, tan sólo afectaba a un pequeño y reducidísimo grupo.
En vísperas de la expulsión, la población judía se hallaba extremadamente debilitada. Es verdad que no podemos dar cifras fiables, porque tampoco tenemos recuentos precisos, pero la historiografía más moderna y las técnicas depuradas de la demografía histórica han llegado a perfilar algunas cifras que hablan de 50.000 individuos judíos en la Corona de Castilla y unos 20.000 en la Corona de Aragón. Unos sumandos claramente diferenciados que elevan la cantidad de judíos en los reinos hispánicos en torno a los 70.000, cifra que ya indica por sí misma el proceso decadente del que venimos hablando. Se ha dicho que esa cifra debe retocarse al alza debido a varios factores, pero en cualquier caso la cifra jamás puede ascender a más de 90.000 judíos, que habitaban los reinos de Castilla, Aragón y Navarra, de donde fueron también expulsados en 1498. Sobre este contingente de personas recayeron las exigencias de la expulsión: exilio o conversión.
A aquellas alturas, la minoría judía optó, sin duda y mayoritariamente, por la expulsión, aunque tampoco pueden despreciarse numerosos casos que describen la afluencia de judíos hacia las aguas del bautismo. Conocemos de algunas aljamas que conjuntamente y en bloque decidieron permanecer en sus hogares como cristianos, y también de grupos que, habiendo salido ya de sus pueblos, en el camino hacia el exilio, antes de cruzar la frontera, se hicieron tornadizos, es decir, decidieron la conversión in extremis... allí, el miedo, la ansiedad y la extorsíón jugaron todas sus bazas.
El judaísmo hispano quedó, en su nueva diáspora, dividido y disperso, por cuanto fueron muchos y diferentes los lugares de destino. Sin duda, los más afortunados fueron los que encaminaron sus destinos hacia tierras de Italia, en muchas de cuyas ciudades se instalaron, unos de forma definitiva, otros de paso para comunidades del Imperio otomano. Otros, poco numerosos, eligieron zonas del centro y Norte europeos, Inglaterra y Flandes principalmente. En unas y otras zonas, aquellos exiliados de España debían aunque con cierta tolerancia simular ser cristianos por cuanto el judaísmo estaba también prohibido.
Pero los mayores contingentes de exiliados, principalmente procedentes de tierras de Castilla, optaron por dirigirse hacia Portugal y Navarra, aun cuando la situación de estos reinos evolucionaba hacia opciones tan intransigentes y duras como las que se vivían en Castilla y Aragón. Efectivamente, unos pocos años después, en 1497, el Reino de Portugal obligaba a la conversión forzosa de todos aquellos judíos llegados de España. Finalmente, aquel exilio del judaísmo hispánico tomó camino también, aunque fueron muy pocos sus efectivos, hacia el Norte de África, ubicándose en Marruecos y en otras ciudades, como Orán, donde llegó a constituirse una singular comunidad judía, singular porque durante el largo período en que aquella plaza reconoció la soberanía de la monarquía católica, aquellos judíos los de la aljama de Orán fueron los únicos que siguieron reconociéndose como súbditos de Su Majestad.
Por Jaime Contreras Catedrático de Historia Moderna.
Universidad de Alcalá de Henares

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