sábado, 31 de mayo de 2014

SAN FRANCISCO JAVIER: ODISEA EN ORIENTE

Un monumento al lado del río Inari, con la figura estilizada de san Francisco Javier mirando hacia el cielo, da testimonio en la dudad de Kagoshima, al sur de Japón, de la hazaña que protagonizaron tres jesuitas españoles en su afán de establecer el cristianismo en tan lejanas tierras. Fue el 15 de agosto de 1549, hace ahora 450 años, cuando llegaron a bordo del junco del pirata chino Avon, tras 42 días de navegación desde Malaca. Iniciaron una epopeya que, bajo el signo de la religión, marcaría un hito en las relaciones entre Oriente y Occidente, con huellas que aún perduran.
Tras varios años de misión en India y las Molucas, Francisco Javier conoció en Malaca a Yajiro, un samurai japonés fugado de su patria por problemas con la justicia. Fue el primero que le habló de la existencia de un país donde las gentes se guían por la razón" y "donde hay universidades". Todo un reto para alguien de alto nivel cultural como Javier, que había estudiado ocho años en la Universidad de París, junto a Ignacio de Loyola, y que soñaba con ampliar los 1ímites de propagación apostólica, en su función de nuncio del Papa en las Indias. Javier fue enviado bajo los auspicios del rey Juan III de Portugal, la potencia colonial de la época en gran parte de Asia, cuyos marinos Antonio Peixoto, Francisco Zeimoto y Antonio de Mota habían llegado ya a Japón, en 1543, seis años antes que Javier; a la isla citada como Cipango, según el relato de Marco Polo en su viaje a China.


 De carácter impetuoso y sin más fronteras que su fe en la recién fundada Compañía de Jesús, el navarro Francisco Javier de Jaso y de Azpilicueta, a sus 42 años, no esperó ningún navío lusitano para navegar desde Goa hasta Malaca, bordear las costas del sur de China y, desde allí, continuar hasta Japón. Tras bautizar a Yajiro con el nombre de Paolo de Santa Fe, viajó junto a sus compañeros de orden, el valenciano Cosme de Torres y el cordobés Juan Fernández Tres jesuitas españoles que, bajo el amparo de Portugal, comenzaron la ardua tarea de intentar convertir a su fe a hombres y mujeres con creencias arraigadas en religiones naturistas, como el budismo originario de India y llegado a través de la vecina China, o de inspiración local, como el sintoísmo. Superando temporales y tifones, según cuenta Javier en sus cartas, pisaron tierra nipona el día de la festividad de la Virgen María. Iban ligeros de equipaje, pero sin olvidar una gran Biblia lluminaco, ilustrada con imágenes, un cuadro de la Virgen con el Niño, varios libros e instrumentos para celebrar misa, incluida una garrafita con vino, y otros objetos novedosos para aquel pueblo isleño. Instalados entre los familiares de Yajiro, de donde saldrían las primeras conversiones y bautizos a la religión católica, los tres jesuitas desafiaron el reto impuesto por barreras idiomáticas, culturales y religiosas, con el rápido aprendizaje de la lengua por parte del joven Juan Fernández, que tenía 22 años. Pronto se presentaron ante el daimio de Satsuma, el caudillo y señor feudal, Shimazu Takahisa, que les autorizó a permanecer en el lugar. Más adelante abrieron debates filosóficos y religiosos con los bonzos del templo Fukushoji, en especial con el prior Ninshitu, en las laderas de Kagoshima, donde todavía hoy permanecen restos de tumbas de daimios, bonzos y cristianos, cada uno sepultado a diferentes niveles de la arbolada colina, mirando hacia el mar y frente al impresionante volcán Sakurajima, que, cual faro natural que a veces vomita fuego y humo, preside la gran bahía de Kagoshima.



Javier; que pasó casi un año en Kagoshima y en la provincia de Satsuma, describió a los japoneses como "la mejor gente hasta ahora descubierta", destacando su carácter de honrados, corteses, deseosos de saber; sobrios en comer y que no tenían más que una mujer: Con el apoyo de Yajiro y el avispado Fernández, pronto idearon la escritura japonesa con caracteres latinos, el romangi, aún hoy vigente. Arrancaron con un pequeño libro con el credo, los diez mandamientos y unas breves oraciones. Unos instrumentos vitales para la instrucción de varios días que recibían, sobre 'a creencia en Dios, los autóctonos que decidían bautizarse, tras las prédicas de los intrépidos clérigos.
Pero propagar una nueva religión, basada en un Dios salvador y un más allá, no resultó fácil entre gente de creencias budistas, cuya máxima expresión en su concepto zen no admite la existencia de otra vida posterior a la muerte Otra barrera que debieron afrontar los jesuitas fue de orden idiomático y conceptual. En su deseo de amoldarse a las costumbres locales, decidieron predicar bajo el nombre de Dainichi aconsejados por Yajiro, como equivalente descriptivo del Dios único. Cuál no sería su sorpresa al ir descubriendo la benevolencia de los bonzos, a quienes les parecía muy bien que los extranjeros adoptasen como nombre de Dios el de Dainichi, el mismo que veneraban algunas sectas budistas. Cuando Javier se dio cuenta y lo cambió por la palabra Dios, escribió en su diario "nosotros no pretendemos tener peleas con los bonzos, pero viendo la diferencia que hay de nuestra idea de salvación y de Dios, no será extraño que con el tiempo nos persigan más que con las palabras". En las cercanías de Kagoshima, en el castillo de Kurumaru, donde estuvo Javier; hay todavía un Dainichi-chi, templo de Dainichi.
Sin embargo, las relaciones iniciales entre los misioneros y los bonzos fueron de tolerancia. Sobre todo porque los jesuitas pronto se abrieron camino hasta llegar a las fortalezas y palacios de los daimios, bautizando incluso a la madre del propio Takahisa, el poderoso amo de toda la región de Satsuma, que les permitió predicar. No obstante, las suspicacias no tardaron en llegar. Por una parte por la rigidez de Javier ante la generalizada costumbre de los bonzos hada la pederastia y sodomía, práctica igualmente habitual entre los samuráis, sobre todo durante las largas campañas de guerra entre distintos señores feudales, en un país aún lejos de la unificación. Cuentan los biógrafos que Javier enrojecía' de cólera en disputas con los bonzos por su libertinaje sexual. Otro elemento de tensiones surgió cuando, poco a poco, los monjes budistas vieron progresar la cifra de bautismos y el número de adeptos al cristianismo, con pérdida de colectas y citas en los templos.
Sabiendo que los navíos portugueses recalaban de cuando en cuando en la localidad de Hirado, Javier decidió acudir allí, acompañado de Juan Fernández, en su idea de llegar hasta Miayko, la actual Kioto, donde residía el sogún, el máximo caudillo de un Japón todavía desmembrado. Javier estaba convencido de su estrategia destinada a convertir al dirigente supremo y poder misionar en las universidades de la capital. Pero en Miyako Javier halló una ciudad medio derruida, con refriegas entre bonzos de los grandes monasterios, ejerciendo casi de ejércitos, y un líder en funciones de precario emperador, sin interés en recibir a un extranjero mal vestido, pobre y que acudía sin regalos.
El fracaso por arraigar en Miyako no desanimó al infatigable navarro, que emprendió camino de regreso hacia el sur del archipiélago, donde centró sus esfuerzos en la ciudad de Yamaguchi. Allí cambió de táctica. Preparó con detalle la visita al daimio, Ouchi Yoshikata, acudiendo con su mejor atuendo y llevando una serie de regalos nunca vistos por los japoneses, como un reloj carillón, una escopeta de tres cañones, unos anteojos y dos catalejos, junto a la carta que le acreditaba como nuncio del Papa. El resultado fue fulgurante y los jesuitas recibieron el respaldo de Yoshikata para instruir el cristianismo. Fue en Yamaguchi donde obtuvieron una morada permanente, gracias a la cesión del templo del Dai-do Ji, el templo del Gran Camino. Aunque no lograron fundar la primera iglesia en Hirado hasta 1564, varios años después de la partida y muerte de Javier; dedicada a la Inmaculada Concepción, bajo el nombre japonés de Ten Mona Ji, traducido como la iglesia de la Puerta del Cielo.
En Yamaguchi, a los dos años de haber llegado a Japón, Javier; Cosme y Juan vivieron los mejores momentos de su misión apostólica. Cuando Javier estaba en el templo predicando, y acudían daimios, samuráis y hasta bonzos, lo traslucía con gozo en sus cartas porque 'la satisfacción de poder hablar y discutir con gente que sabe y busca dónde está el camino de salvación produce un gozo interior como hasta ahora no había conocido".



Coincidió, además, que el daimio de Yamaguchi tenía buenas relaciones con la vecina China, madurando Javier el viejo proyecto ya acuñado desde sus días en Malaca de ir a predicar a China. Cerrada a cal y canto a los extranjeros, la mítica tierra china ofreció un nuevo reto al hombre de la Compañía de Jesús. Así, decidió dejar a Cosme al mando de la naciente Iglesia católica de Japón antes de partir hacia Bungo y embarcar en un navío portugués, al mando de Duarte de Gama, rumbo a India a fin de preparar su misión en China Antes de irse de Hirado recibió noticias de Cosme de Torres, diciendo que en Yamaguchi había una revuelta contra el daimio y que, en medio de las batallas, comenzaron las primeras peleas serias de los bonzos contra los misioneros cristianos, a quienes acusaban de hablar mal de sus dioses.
Javier dejó Japón en noviembre de 1551, poco más de dos años después de haber llegado, decidido a emprender la gran misión hacia China. Durante el trayecto hacia Malaca, Conchin y Goa, hizo traducir el catecismo a ideogramas chinos. Después de unos meses en Goa, viajó a bordo del galeón "Santiago", hasta Malaca y, desde allí, con el "Santa Cruz", hasta Sancián, la isla donde fondeaban cada año durante unos meses los barcos de los mercaderes portugueses que negociaban con China, y en cuyas cercanías fundarían más adelante Macao. Pero Javier llegó ya débil y con fiebres a Sancián y cita en sus cartas que ninguno me quiere llevar a China, por los peligros en que se pueden ver", por temor a represalias del gobernador de Cantón.
Cuando en otoño se fueron los barcos portugueses, debido a los cambios climáticos y por respeto a la autorización provisional del caudillo de Cantón, Francisco Javier decidió quedarse, prácticamente solo, sin renunciar al sueño de predicar en China. "Si este año no puedo entrar en Cantón iré a Siam, aunque mucha esperanza tengo de ira China", escribió en su última carta. Débil de fuerzas, con fiebres, sin apetito y tras serle aplicadas varias sangrías, entró en delirios y murió en la madrugada del día 3 de diciembre de 1552, a los 46 años, junto al fiel Antonio y el criado indio Cristóbal, en una lúgubre cabaña de paja, sin lograr su propósito de predicar en China, después de casi diez años recorriendo tierras asiáticas y sin llegar a enterarse de que sus superiores lo reclamaban de vuelta a Europa.
Pero la huella de Francisco Javier quedaba viva en Japón, como vivientes permanecerían
tradiciones y productos traídos por navegantes y comerciantes portugueses y misioneros españoles que empezaban a recibir nuevos clérigos, portugueses e italianos en especial, incluida la llegada de otras órdenes religiosas.




Con todos ellos penetraron en Japón desde las primeras armas de fuego, las escopetas, que revolucionaron las guerras entre daimios, las sillas de montar; el tabaco, los cambios en vestimenta, con la introducción de los calzones, los juegos de cartas, llamadas "karutas", el nacimiento del denominado arte namban, donde aparecen las primeras influencias y escenas de marinos, comerciantes y misioneros europeos, la introducción de instrumentos musicales como el violín ola flauta, hasta cambios culinarios que aún persisten, como los pasteles tipo rosco, denominados "castela", o los fritos rebozados populares bajo el nombre de "tempura" en recuerdo de la comida de los misioneros durante las témporas religiosas.
Fue desde Yamaguchi, que en aquel tiempo era la ciudad más importante al sur de Kioto, donde el corpulento Cosme de Torres y Juan Fernández prosiguieron la labor trazada por Javier; reclutando para la Compañía de Jesús a nuevos seguidores, entre los que destacaron los japoneses Pulo y Lorenzo, este último un trovador medio ciego que adquirió gran popularidad entre los cristianos, junto al ex marino y médico portugués Luis de Almeida.
Pero, tras un principio alentador con muchas conversiones, las cosas empezaron a complicarse para los misioneros, en un Japón dividido en guerras donde los portugueses empezaban a vender armas. La conversión de varios daimios en cristianos, los mapas que traían los misioneros, que mostraban un mundo repartido entre los reinos de España y Portugal, junto al temor de que la fe católica acabase 'siendo un peligro para Japón, fueron factores que influyeron sobre el poderoso sogún Hideyoshi. Éste pasó de la complacencia nada tos curas a decretar la prohibición del cristianismo, en 1587, y ordenó matar a quienes no apostataran de la fe cristiana y crucificar a los 26 mártires de Nagasaki. Unas víctimas de la intolerancia honrados hoy en un museo y memorial que dirige el jesuita sevillano Diego Pacheco, quien debió cambiar de nombre al nacionalizarse japonés por el de Diego Yuuki, y entre cuyas obras está la biografía dedicada a la vida de Cosme de Torres, titulada "El hombre que forjó Nagasaki", en la que describe desde la llegada de Javier hasta la fundación de Nagasaki.
Al morir Hideyoshi, tras el fracaso de la invasión de Corea y la pretensión de enviar su ejército a Filipinas si Felipe II no pagaba tributo a Japón, los misioneros recuperaron cierta tranquilidad. Volvieron los tiempos de progreso para el cristianismo en Japón hasta la victoria de Tokugawa, en el año 1600, que poco a poco acosó a los cristianos hasta culminar en su famoso decreto de 1614 de total prohibición, persecución, destrucción de iglesias e inicio de un cerrojo de Japón que iba a durar hasta la restauración del emperador Meiji cuando, presionado por Estados Unidos y las potencias europeas, volvió a abrir el país en 1864 para dar paso a su modernización.
En el momento en que Tokugawa inició la persecución, había unos 300.000 cristianos, que dieron paso a la denominada Iglesia del Silencio y la celebración de prácticas ocultas. Un hecho descrito con maestría en la novela de Susako Endo "Silencio", con tradiciones y ritos todavía honrados entre algunas comunidades que siguen el ceremonial de antaño en aldeas de pequeñas islas del sur de Japón, como las de Goto y lktsukishima, donde aún existen algunos grupos de los llamados "kakure kirishitan", o cristianos ocultos, que no han querido regresar a las reglas ortodoxas de la Iglesia. Calculados en más de un millar; siguen rezando, a veces ante muros de roca en las montañas, sus "orasho", oración, palabra derivada del latín "oratio", habiendo adoptado, según estudios de la Universidad de Nagasaki, influencias del budismo y el sintoísmo, incluida la práctica habitual de celebrar dos funerales cuando mueren: uno cristiano y otro budista.
De aquella Iglesia del Silencio, donde los cristianos eran quemados vivos o crucificados si no apostataban pisando una imagen de la Virgen o de una cruz grabada en tablas de madera, quedan reliquias en el Museo de los Mártires de Nagasaki. Van desde partidas de bautismo que fueron escondidas dentro de cañas de bambú a imágenes budistas de Kuanjikuanmo, la diosa de la misericordia en el budismo chino, que eran colocadas en el altar familiar y adoradas como sustitución de la Virgen María'.
Los momentos más crueles de la represión se vivieron durante el mandato de lemitshu, el tercer sogún de la estirpe Tokunawa, cuando decidió quemar ante sus daimios a unos 50 misioneros y cristianos, incluidos mujeres y niños y ordenó al resto de los señores feudales que hicieran lo propio en sus dominios. Llegó después la famosa revolución de Shimabara, donde murieron unas 37.000 personas, entre ellos unas 20.000 mujeres y niños, la mayoría degollados, seguida de la expulsión definitiva de portugueses y holandeses, aunque a éstos, complacientes con las persecuciones contra los católicos, se les permitió permanecer confinados en la isla de Yashima, desde donde comerciaban con Japón.

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