martes, 12 de enero de 2021

Solimán el Magnífico, diez sobre diez

 

Retrato de Solimán hacia 1530, hecho por Tiziano.

Su antecesor, su padre el sultán Selim I Yavuz (el Severo), había ejecutado a sus hijos, menos al elegido, con la ceremonial técnica de la cuerda con arco. El estrangulamiento, según la ley del fratricidio, despejaba la línea de sucesión al sultanato y evitaba que la sagrada sangre otomana, engendrada bajo la espada de Osmán, se vertiera de forma indecorosa. El afortunado, el futuro Solimán el Magnífico, se vio por tanto libre de hermanos molestos y ascendió al trono de la Sublime Puerta cuando su guerrero padre, de camino hacia Edirne por tierras de Tracia, murió al parecer por culpa de un forúnculo infectado.

A finales de 1520, hace quinientos años, Solimán I se convertía en el sultán número diez de la dinastía otomana. Este guarismo, el diez, significaba augurio de buena fortuna. Diez eran los mandamientos. Diez fueron los discípulos del profeta Mahoma. Diez partes y variantes contenía el Corán. Diez eran los dedos de las manos y los pies y diez era el número de las esferas celestes en la astronomía islámica. Solimán, además, había nacido a principios del siglo X, el año 900 de la Hégira (1494 en la era cristiana, en tiempos de Bayaceto II, hijo del gran Mehmet II Fatih, el conquistador de Constantinopla). Fue, por tanto, un hombre aliviado por la buena suerte y de ahí que se le conociera como el «Perfeccionador del Número Perfecto».

Durante su égida (1520-1566), Solimán acumuló otros títulos que reflejaban su lustre y su titilante grandeza como dueño y señor de los doce mil kilómetros cuadrados que tenía su imperio. En Italia, donde el papa tiritaba ante el lunar creciente de los turcos, ya se conocía al morador de Estambul como «Gran Turco» y «Gran Señor». En los ariscos pagos de Alemania, donde había prendido la Protesta del agustino Martín Lutero, lo llamaron también «der grosse Tuerke». Dueño y soberano de treinta y siete reinos, seguía acuñando el título de «Señor del Horizonte», allí hasta donde alcanzaba su halo fuera de sus dominios estrictos que los musulmanes llamaban como «Dar ul-Harb» («La Morada de la Guerra»), así como en los territorios ya dominados bajo el «Dar ul-Islam» («la Morada de la Paz»). Pasado el tiempo, evaluado a la luz de los suyos, Solimán será conocido como el gran legislador (Kanunî) al compendiar toda la legislación sultánica y coránica, conforme el credo suní, de sus nueve antecesores. Tuvo especial cuidado de no violar la sharía, que incluía, para asombro tal vez de nuestros días, una protección especial para los infieles, que eran sus propios súbditos cristianos y judíos (paradójicamente, Estambul se convertirá en una especie de albergue para cristianos por parte de hugonotes franceses, anglicanos, cuáqueros, anabaptistas y católicos bajo sospecha como los jesuitas y capuchinos).

¿Cómo era el Gran Turco? ¿Qué cualidad física descollaba en él? Barajamos ciertos testimonios de diplomáticos enviados a la corte establecida junto a las brumas del Bósforo. Señala el embajador veneciano, Bartolomeo Contarini, que Solimán es de complexión delgada pero recia. Luce un bigote suave a modo de sombra y la barba es corta. Nariz aquilina. De aspecto saludable, tiende no obstante a palidecer. Dicen de él que irradia prestancia de persona versada y culta (hablaba y se defendía en varios idiomas). Dicho esto, aparte de lo que los órganos internos reproducen de puertas afuera, de puertas adentro parece ser que el visitante más agudo advertía la presencia de un hombre de natural desconfiado, a veces inestable, otras apasionado. Años más tarde, hacia el final de su reinado, le irá ganando cierto pasmo de melancolía, como si la impasibilidad con la que siempre había recibido sus grandes victorias y hechos verdaderamente hazañosos hubiera cedido a la enfermedad de la bilis del tiempo.

Ghislian de Busbecq, embajador austriaco del archiduque Fernando (hermano del emperador español Carlos I), describe «el inmenso mar de turbantes con infinitos pliegues de la seda más blanca» que adornaba su corte. El sultán recibe siempre de perfil, como seña de altivez, y nunca hay que darle la espalda. La guardia imperial, con los sipahi o soldados de caballería y los jenízaros, permanecen inmóviles como si estuvieran inanimados. Un silencio en tres dimensiones se adueña de la escena. Solimán recibe en un diván muy bajo cubierto con alfombras y cojines adornados con logradas telas. Con los años, en rivalidad con Carlos I, adoptará la rareza de recibir en público de un modo cesáreo, sentado en un trono y no en el suelo a la manera oriental conforme sus ancestros asiáticos. Incluso lucirá una ostentosa corona de cuatro pisos labrada por orfebres venecianos, que acababa rematada con un pomposo plumón.

De esta guisa lo vemos en el grabado de Agostino Veneziano y se dice que así lo vieron también, tocado con la estrambótica corona, mientras galopaba con su corcel junto a las murallas de Viena en el fallido asedio de 1529. Nos ha llegado su retrato pintado por la escuela de Bellini y otro, espléndido, salido de la escuela de Tiziano. En los dos observamos al Gran Señor aparatosamente aturbantado. El primero lo muestra en expresión más dócil o ensimismada y, en cambio, el segundo sugiere un rostro más agresivo, como si sobre el ceño convergieran los orígenes lobunos y esteparios del Asia central en el que aún gustan mirarse los turcos de hoy como pueblo. En otro cuadro, el inmenso lienzo de Veronese Las bodas de Caná, aparece el rostro de Solimán el Magnífico, justo a la izquierda de la composición, junto a otros ciento treinta personajes históricos, entre ellos Francisco I de Francia o su gran rival el emperador Carlos, a quien el turco subestimará siempre llamándolo de forma insultante y rácana como «el rey de España». Veronese acabará la enorme tela en 1563, tres años antes de la muerte del sultán.

Las bodas de Caná, Paolo Veronese, 1563.

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En efecto, el sultanato del Gran Turco, a través del cual el mundo otomano alcanzará su cenit, coincide con la hora de otros tres tantos príncipes de aquella época excepcional. Solimán y los otros tres, pero cada cual a su modo, vivirán de cerca o de lejos la portentosa musculatura cultural del Renacimiento: los ya citados Carlos y Francisco I, pero también Enrique VIII de Inglaterra. El siglo XVI verá implosionar la referida Reforma luterana con el apoyo decisivo y el perfeccionamiento de la imprenta. El mar de los turcos siempre será el Mediterráneo (el Mar Blanco, como lo llamaban). Pero españoles y portugueses realizan proezas marítimas en otras aguas menos navegadas, alcanzando la India con Vasco de Gama y probando la esfericidad de la Tierra con la proeza de la circunnavegación llevada a cabo por Juan Sebastián Elcano.

Las crónicas occidentales seguirán empeñadas en llamar Constantinopla, cuna y nadir del mundo bizantino, al Estambul otomano. En la era de Solimán la ciudad asomada a la rada del Cuerno de Oro era tres veces más grande que París. Albergaba a setecientos cincuenta mil residentes. Por todas partes las colinas de la ciudad engreída pero gibosa aparecía punteada por alminares y cúpulas de mezquitas, que crecían en número y fastuosidad con los años. Junto a los actuales barrios de Vefa y Küçükpazar (hasta hace solo diez años eran casi una escombrera de solares y derribos lastimosos), se levantaba la gran mezquita Süleymaniye erigida entre 1550 y 1557 por el gran arquitecto imperial Mimar Sinan, autor de la fisionomía que durante siglos lucirá Estambul para arrebato de cronistas y viajeros europeos. Los sepulcros del sultán y de su amadísima esposa, Hürrem, se encuentran pegados a la mezquita, al igual que los de su hija Mirihmah y de su hijo y sucesor Selim II el Beodo. El propio túmulo de Sinan se halla de igual modo dentro del gran complejo religioso, que hacía la vez de inmenso comedor social para indigentes (se dice que alrededor de mil pobres eran atendidos al amparo de la mole de Süleymaniye). En la puerta central de la mezquita están grabadas las palabras «Propagador de las Leyes Imperiales» en referencia al sultán Kanunî o legislador.

El ejército otomano con Solimán luchó como era tradicional contra los persas safávidas en el este, pero avanzó dramáticamente por el Danubio hacia el corazón de la pávida Europa. En 1521 cayó Belgrado, por lo que se vengaba la derrota que su abuelo, Mehmet II, había sufrido en 1456 ante el caudillo húngaro Hunyadi. Un año después se enseñoreó del Mediterráneo oriental conquistando la estratégica isla de Rodas a los caballeros de la Orden de San Juan de Jerusalén (apunta Jason Goodwin que en Rodas, refugio y acicate de la cristiandad ante el infiel mahometano, una dama inglesa, de viaje a Jerusalén, habría purgado su atormentada alma matando a miles de sarracenos por su propia mano).

Otra fecha simbólica es 1526. Hungría entera, con su joven pero incauto rey Luis II, pereció en el desastre de los campos de Mohács (dos arzobispos, cinco obispos y la casi totalidad de la nobleza húngara). Las crónicas hablan de una pirámide erigida con dos mil cabezas de cristianos decapitados. Pero son las mismas crónicas que refieren el llanto del propio Solimán cuando vio el estado en el que había quedado aquella piltrafa humana que atendía al título del rey Luis II. La gran victoria turca quedará registrada en los anales, pero, como recuerda Goodwin, el sultán aturdido y triste escribió una deprimente nota en su diario con fecha de 31 de agosto de 1526: «Llueve a cántaros y han sido ejecutados dos mil prisioneros».

Muerte del rey Luis II de Hungría en la Batalla de Mohács de 1526. Obra de Bertalan Székely. 1860.

Curso arriba del Danubio, por ambos ribazos, se cernía por tanto la amenaza del Gran Turco sobre Viena. En 1529 se produjo el célebre asedio sobre las murallas vienesas que paró el pulso y el corazón a Europa. La plaza estuvo defendida por el ya citado archiduque Fernando, de quien los otomanos hicieron mofa llamándolo «el hombrecillo de Viena». Cuando la mermada plaza estuvo a punto de capitular, de forma inesperada el sultán levantó el cerco el 14 de octubre y ordenó la retirada de su apabullante ejército. Tres años después, en 1532, tendrá lugar una especie de segunda vuelta sobre Viena, pero la amenaza, esta vez, se verá frenada en Koszeg, a un centenar de kilómetros al sureste de la capital austriaca. La ciudadela fue defendida por su brava guarnición durante veinticinco días, hasta que capituló. La expedición otomana hacia Viena, donde se hallaba presto el emperador Carlos, había acumulado un peligroso retraso. El otoño y su hojarasca avanzaban en el calendario lunar de los turcos y sitiar Viena a las puertas del crudo invierno resultó desaconsejable.

Como ha quedado dicho, el Mediterráneo fue el escenario de las grandes batallas navales entre venecianos, España y el Gran Turco. Los lances marítimos alcanzarían su apogeo entre 1533 y 1556, con acciones de piratería al servicio del sultán por parte de Barbaros, el temible Barbarroja y sus hermanos (en barco por el Bósforo, al anochecer, pueden verse las falenas de los faros de los coches que suben y bajan por el bulevar Barbaros, junto a Besiktas, en la zona europea de Estambul). Las costas de la Berbería en Tunicia y Argelia eran sometidas a grandes carnicerías, como la realizada sobre Argel, aunque el ejército del emperador Carlos conseguirá infligirle a Barbarroja una severa derrota con la toma de Túnez.

En cualquier caso, la guerrería en aguas del Mediterráneo pusieron en evidencia la unión de la cristiandad ante el Turco. Francisco I de Francia, archienemigo de Carlos, albergaba sueños de conquista en Italia para la corona francesa y no dudó en aliarse con Solimán. En 1544 la flota de Barbarroja pasará el invierno amarrada en el puerto de Tolón, en la actual región de Provenza y la Costa Azul. La felonía del monarca francés irritó al titular de la Casa de Habsburgo, que había hecho suyo el papel de caballero cruzado cristiano en lucha contra el islam, por un lado, y contra la herejía luterana por otro. Las guerras del Mediterráneo no olvidan la fecha de 1556, con el intento fallido de los otomanos para hacerse con la plaza de Malta, cuya barbacana fue defendida por los caballeros de la Orden del mismo nombre. De regreso por la noche, con rumbo a Estambul, se dice que el sultán deambuló después como incógnito por las calles de la capital para escuchar lo que el pueblo decía sobre aquel revés.

Barbarroja, nombrado por Solimán almirante en jefe de la flota otomana, derrotó a la Liga Santa de Carlos V al mando de Andrea Doria en la Batalla de Preveza en 1538.

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En diversa ocasión ha aparecido el nombre de Martín Lutero. Los días tormentosos del agustino coincidirán con los sultanatos de Bayaceto II, Selim I y el propio Solimán. En algo, aunque fuese tangencial, coincidían la fe islámica y el credo protestante. Ambos aceptaban la autoridad directa del texto sagrado y se oponían a la idolatría de las imágenes. Lutero nunca apoyó cruzada alguna contra el imperio otomano, pues la lucha contra el infiel debía labrarse a través de la oración y de la penitencia. Pero nadie odió tanto a los turcos como el artífice de la Protesta. En su enfermiza aversión, tanto el papa (León X acabaría excomulgándolo) como el Gran Turco eran las dos caras del mismísimo Anticristo. Mientras las dolientes murallas de Viena eran asediadas por las huestes de Solimán, Lutero pergeñará una serie de escritos como el Sermón destinado al ejército contra los turcosSobre la guerra contra los turcos y Prefacio al libro de Daniel.

Este último escrito no es baladí en su referencia al profeta Daniel. Lutero creía verdaderamente que su tiempo se deslizaba hacia la víspera del Apocalipsis, cuya señal la daba el papado de Roma y los ejércitos del islam otomano. En concreto, identificó al Turco como la cuarta bestia citada por Daniel. Volvemos a la cábala del número diez, pero esta vez en clave satánica. Esta cuarta bestia tenía diez cuernos. Precisamente, del cuerno décimo, se formaba otro cuerno más, el que hacía el número once, del que a su vez salían otros tres cuernos: el primero de ellos es el cuerno que representaría la amenaza turca. A quien sus compatriotas llamaban como «der grosse Tuerke» era a ojos de Lutero un castigo de Dios, que azotaba de este modo a los cristianos por las inmensas injusticias que ellos mismos no reparaban para contento del mal. La sutilidad del Turco residía en el disfraz con el que se presentaba: el de un ángel de luz, que mostraba una disciplina férrea al tiempo que no ocultaba la belleza tentadora de sus proezas arquitectónicas. El Maligno actuaba con tiento sibilino, lo que no hacía sino acrecentar la tensión nerviosa en Lutero. En 1544-1545 compuso un canto infantil, «Sostennos firmes, ¡oh Señor!», que rezaba así: «Presérvanos Señor en tu palabra / y trae la muerte del papa y de los turcos / que a Jesucristo, tu Hijo, / quieren derribar de tu trono». Curiosamente, en las mezquitas de Estambul, tanto en las más humildes como en las más egregias, el sultán que encarnaba al mismísimo Satán había ordenado dar carrete a los imanes en su prédica para difundir el protestantismo de los nuevos infieles, con tal de aunar un subconsciente político y religioso contra el emperador Carlos.

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En el plano afectivo, haciendo autopsia al corazón enamorado de Solimán, el nombre ya citado de Hürrem («la Risueña»), merece un apéndice propio en la vida sentimental del poderoso sultán. La favorita y posterior esposa o Valide Sultana, obedecía en realidad al nombre eslavo de Roxelana. Era la hija de un pope ortodoxo que habría sido raptado en la margen izquierda del río Dnieper. Para asombro de extraños y conmoción de sus propios, la mítica Hürrem hechizará de tal modo a su esposo que lo convertirá en un sultán monógamo. Atrás quedarán sus otras dos esposas, con las que tendrá variada y a veces muy corta descendencia por la muerte prematura de los vástagos. El total de hijos e hijas entre las tres consortes, incluida Roxelana, será de diez (de nuevo, pues, el preciado número que siempre alumbrará la vida y obra de Solimán). De entre el gineceo de Topkapi, unas cuatrocientas habitaciones se disponían alrededor del patio de la Valide Sultana. Como pico máximo, Topkapi será el Serrallo fantasioso que cautivará a curiosos y cotillas latinos, si bien será más bien la cárcel de oro que albergará a mil quinientos ocupantes entre miembros de la dinastía, sirvientes, odaliscas, eunucos negros sin lengua (para cuidado de las mujeres) y eunucos blancos (para los príncipes o shezade otomanos).

Las arterías de «la Risueña», así reconocida por su humor y su carácter despierto, se habían forjado en sus tiempos como favorita, cuando al parecer deleitaba al sultán con cancioncillas eslavas que endulzaba con una guitarra. Al cabo acabaría convertida en pieza clave de la sucesión. El historiador Norman Stone es implacable en su severo juicio a los hijos de Solimán, a los que tacha de inútiles. Tan solo salva a su hija y favorita Mihrimah, esposada con Rüstem Pachá, gran visir y maniobrero, como Hürrem, en las estancias de la corte. En su honor, pese a la corrupción que lo rodeó, Sinan levantará una coqueta mezquita aledaña al Bazar de las Especias. Hoy por hoy sigue mostrando la fastuosidad de sus azulejos de Iznik y la profusión de ventanas, tantas como admitía la estructura del edificio en medio del guirigay de mercaderes y trajinantes (de igual modo, Sinan levantará en honor a Mihrimah otras dos imponentes mezquitas: una, grave y elevada, muy cerca de las murallas bizantinas de Teodosio, junto a la puerta de Edirne; la otra, visible cuando se llega en barco por el Bósforo, en la orilla asiática de Üsküdar).

Por línea sucesoria, le correspondía al primogénito Mustafá suceder a su padre. Pero el príncipe no era hijo de Hürrem, sino de Mahidevran, anterior favorita del gran señor. Roxelana y el yerno Rüstem convencieron a Solimán de que Mustafá, que gozaba de popularidad y predicamento entre el pueblo y los jenízaros, tramaba un golpe de mano contra él. Ordenó pues su estrangulamiento con la cuerda por parte de los sirvientes mudos de palacio. Es tradición y leyenda acudir en el relato de los hechos consumados a su hermano Cihangir, el jorobado príncipe shezade. Era, no obstante, el favorito del propio Solimán. Al saber de la muerte del hermanastro se consumió de pena y murió por los fatídicos humores que le provocaron tamaña tristeza. Una colina de Estambul, donde descuella una mezquita alta con limpias vistas al Bósforo, recuerda su melancólico nombre. La mezquita se halla encajada entre apartamentos modernos y los gatos merodean por el inusual pero atractivo entorno.

Será Selim, el elegido por Hürrem, quien suceda en la Sublima Puerta a su padre. La historia lo juzgará por su declarada ebriedad como Selim II el Beodo (1566-1574). La esposa del borrachín será Nur Banu, veneciana de origen, quien junto a la sultana madre inaugurará para los anales de la crónica otomana el largo periodo conocido como el Sultanato de las Mujeres, que acabará en 1656.

Hace unos pocos años, evocando los pródigos tiempos de la industria del cine nacional de Yesilçam, una teleserie turca recreó las intrigas del gineceo de Topkapi en tiempos de Solimán el Magnífico. El sugerente actor Halit Ergenç dio vida al Gran Turco, mientras la bella actriz Meryem Uzerli interpretó a Hürrem, la Valide Sultana. La teleserie, como muchas otras de producción turca, alcanzó grandes audiencias dentro y fuera de Turquía, especialmente en Latinoamérica. Cobró fama también el actor Oka Yalabik, en su papel como Ibrahim Pachá, gran visir anterior a Rüstem Pachá, mano derecha, diligente y fiel servidor del sultán, hasta que la intrigante Hurrem, de nuevo, habría propiciado su caída y ejecución posterior por la amistad que el caído, también llamado el Magnífico, mantenía con Mustafá. No hubo injusticia mayor para el pueblo que su muerte. Se dice que el propio Solimán lamentó con amargura haber aprobado la ejecución de su fiel edecán.

Envolvente y hábil, risueña y oscura, madre y madrastra, Hürrem morirá en 1558. Los años postreros tras su óbito sumirán a Solimán en una acuosidad de ánimo que, por un lado, hará de él un asceta radical y, por otro, le hará revivir una religiosidad algo más fanática en contra de su habitual templanza y respeto por sus súbditos cristianos. Quien en sus años de esplendor jamás vestía dos veces una misma prenda, a la vejez comenzó a gastar tristes y austeros paños. En las lujosas estancias de la corte empezó a comerse en vasijas de barro, cuando lo habitual era que las viandas se sirvieran en vajillas de la China recubiertas por una película de delicada plata, que se volvía amarillenta al contacto con el arsénico.

Busbecq, quien había experimentado su arrobo ante el Gran Turco y su cohorte de estólidos jenízaros, advirtió en el ya casi anciano Señor del Horizonte una metáfora viviente —o muriente más bien—– de su propio imperio. El sultán aún lucía majestuoso, pero asomaba en él la enfermedad y la hora final. Estaba obeso y maquillado, y debía soportar los rigores de una pierna ulcerosa. Nacido en 1494 en Trebisonda, a orillas del mar Negro (donde la última cuna imperial de los Paleólogo de Bizancio), Solimán el Magnífico morirá en 1566, en los predios de Europa, entre Belgrado y las tierras bajas de Hungría. No sobrevivió al asedio de una fortaleza de nombre impronunciable: Szigetvár. Tenía setenta y dos años.

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