martes, 12 de enero de 2021

La eternidad es ahora

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Eternidad
La Persistencia de la Memoria. Topham. Cordon Press.

Un emperador le preguntó a un pastorcillo: «¿Cuántos segundos hay en la eternidad?». Su respuesta fue: «Hay una montaña de diamante de cuatro mil metros de alto, y cada cien años un pajarito viene y afila su pico en la cumbre; cuando toda la montaña se haya desgastado, habrá pasado el primer segundo de la eternidad». Este es el desenlace de uno de los cuentos más famosos de los hermanos Grimm. Es magnífico y sobrecogedor. También es estúpido: «eternidad» no es lo mismo que «mucho tiempo». La eternidad no tiene final ni principio, simplemente es, completamente desligada del tiempo. Pero no seamos duros con el pastorcillo: todos construimos ficciones para visualizar la idea del fin o su ausencia… Metáforas con las que imaginar el tiempo.

1. Flecha

El tiempo no da vueltas en redondo, sino que sigue una trayectoria recta. Este es el motivo por el cual el ser humano no puede ser feliz, porque la felicidad es el deseo de repetir.

Milan Kundera, La insoportable levedad del ser.

El impulso de repetir es muy potente en la infancia: bebés que insisten en la misma mueca una y otra vez, niños cantando Frozen en bucle hasta que sus padres solo pueden pensar: «¡Suéltalo! ¡Suéltalooo!». Las rutinas tienen un punto reconfortante, aunque llevadas al extremo pueden ser síntomas de TOC o aburrimiento extremo.  

El drama llega cuando comprendemos que hay cosas que no podrán repetirse jamás. Una jarra hecha pedazos no se recompone, solo puede haber un cumpleaños anual, solo se vive el primer amor una vez… Y los muertos no vuelven a caminar sobre la tierra. Al crecer comprobamos que vivimos en un mundo cambiante en el que cada instante es único. Ya afirmó Heráclito que nunca cruzamos el mismo río dos veces: ni el río ni nosotros somos iguales la segunda vez. Y todo cambio es un paso más hacia el final del camino. Somos esclavos de la segunda ley de la termodinámica, por la que la entropía (el desorden, la incertidumbre) de cualquier sistema cerrado aumenta irremisiblemente. Todo tiende a deteriorarse, el mismísimo sol morirá en unas decenas de millones de años, el universo tiene fecha de caducidad. 

La culpa es de la linealidad irreversible del tiempo. Si el tiempo pudiera fluir hacia atrás, los jarrones se recompondrían solos y los ancianos se convertirían en rejuvenecidos Benjamins Button. Pero el tiempo es implacable e irreversible como una flecha en vuelo, la primera metáfora con que visualizar el avance del tiempo. La característica más importante de la Flecha Del Tiempo (con mayúsculas impresiona más) es su direccionalidad. La visualizamos como lanzada desde un pasado remoto a nuestras espaldas hacia un futuro lejano frente a nosotros… A no ser que hayamos nacido en Bolivia. 

Y es que en el idioma de los aymara bolivianos, el futuro se indica con la palabra qhipa (‘espalda’ o ‘detrás’), y el pasado se denomina nayra, que significa ‘enfrente’. Esta distinción se extiende a los gestos: los ancianos aymara señalan hacia adelante para hablar de sucesos que ocurrieron en el pasado, mientras que apuntan hacia atrás por encima del hombro si se refieren al porvenir. En realidad, tiene cierta lógica. Para los aymara el futuro no ha ocurrido y por tanto no puede verse, como lo que tenemos tras la nuca. Sin embargo, cuando miramos cualquier objeto somos conscientes de su pasado, lo recordamos o lo podemos reconstruir. Esto nos da una pista sutil de en qué centra su atención cada cultura… Cuando un anciano aymara mira a un niño no piensa en cómo crecerá, sino en cómo ha crecido. Ve su pasado: su nacimiento, la historia de sus progenitores, la tradición que lo une a sus antepasados. Cuando nosotros vemos a un niño, tendemos a proyectarnos en su futuro: lo que puede llegar a conseguir, la persona en que se convertirá, cómo moverá hacia adelante la historia. Nos gusta pensar que disparamos la flecha del tiempo y controlamos hacia dónde se dirigirá: los aymara saben que la flecha del tiempo nos atraviesa y ya es bastante con intentar ver de dónde venía. Nos creemos Legolas el arquero, y somos más bien el orco al que ensarta su flecha. 

2. Rueda

La pregunta: «¿deseas esto mismo infinitas veces más?» sería el mayor peso que pendiera sobre tus actos.

Friedrich Nietzsche, La gaya ciencia

El cerebro humano está cableado para buscar patrones cíclicos a su alrededor. Las salidas y puestas de sol, las estaciones en su orden inmutable, el círculo vital por el que la materia muerta y descompuesta abona una nueva vida. Una repetición confortable que otorga continuidad y predictibilidad: sabemos que, aunque la muerte llegue en invierno, le seguirá una floreciente primavera (excepto en la Canción de hielo y fuego de George R. R. Martin, en que, ejem, siempre se acerca el invierno). 

Esta idea de repetición sin fin aparece en casi todas las mitologías. En la hinduista el tiempo es cíclico y está formado por cuatro eras o yugas. La primera es Satya Yuga, la era dorada de la verdad y la perfección. Después viene el Treta Yuga, que da más pereza porque en ella se inventan el trabajo y la agricultura. La tercera era es el Dvapara Yuga, cuando aparecen la enfermedad y la guerra. Y la última es el Kali Yuga, nuestra era de contaminación y comida rápida. Tras una cantidad indeterminada de años (entre diez mil y diez millones, grosso modo) el ciclo recomienza con un nuevo Satya Yuga. El tiempo es pues circular, nada termina y nada empieza en un ciclo eterno de creación, conservación y destrucción. Para que Brahmá pueda crear un mundo nuevo Shiva debe destruirlo antes…

También en la mitología nórdica hay ciclos destructivos. El Völuspá, un poema profético de los Eddas a pesar de su nombre de armario de Ikea, narra la próxima llegada del Ragnarök, la guerra apocalíptica en que los dioses y el universo perecerán. Pero tras la batalla final dos humanos sobrevivirán, Líf y Lífthrasir, dioses nuevos sustituirán a los desaparecidos, y la hija del Sol surcará de nuevo los cielos. Mayas, aztecas, egipcios, los estoicos griegos y los indios hopi tenían visiones similares. Y, en fin, tan arraigada está la imagen en la psique que los guionistas de Galactica la emplearon en su mitología cylon («todo esto ya ha pasado antes, y volverá a pasar»). 

En realidad, estos ciclos mitológicos son más espirales que círculos: cada mundo renacido es ligeramente diferente al anterior… Pero si el tiempo fuera perfectamente circular, su fin unido a su principio como en la serpiente ouroboros que se muerde la cola, todos los sucesos se repetirían una y otra vez, sin evolución ni cambios ni diferencias. Un Nietzsche sobrecogido escribe en La gaya ciencia: «Esta vida que vives y has vivido habrás de volver a vivirla infinitas veces; y no habrá nada nuevo en ella, solo el mismo dolor, y la misma alegría, los mismos pensamientos y los mismos suspiros volverán en la misma cadencia y sucesión, incluida la araña en el árbol y la luz de la luna entre las ramas, incluso este momento. El eterno reloj de arena de la existencia será invertido una y otra vez, y tú con él, ¡ínfima mota de polvo!». 

Pero ojo. El drama de Atrapado en el tiempo no es que haya un bucle temporal repitiéndose sin cesar, sino que Bill Murray es consciente de las repeticiones: esa conciencia de la eternidad sin fin ni variación es lo que le empuja al límite de la cordura. Pero, aunque imaginemos un universo repetitivo (yo qué sé, un ciclo eterno de big bangs idénticos, cada uno detonando cuando se ha extinguido ya el universo previo), no podemos tener recuerdo alguno de esas infinitas repeticiones. Y si ninguna repetición puede afectar a la siguiente… ¿Qué diferencia representaría para un humano vivir en un eterno ciclo o en un huniverso lineal con principio y fin? En la frase anterior he escrito mal «universo» adrede. ¿Han sentido una sensación de sorpresa, de leve cabreo con los correctores de Jot Down por pasar por alto esa errata? Pero si el universo se repite idéntico una y otra vez, ¿cómo es posible que en cada repetición les sorprenda esa misma falta? ¿Cómo puede haber sorpresa o aprendizaje en un mundo perfectamente circular? Puede que ustedes hayan leído este mismo artículo (¡esta misma errata!) un número infinito de veces: ¿qué más da si no pueden recordarlo? Y si pudiéramos vislumbrar por un momento esa infinidad de repeticiones, ¿no perderíamos inmediatamente la razón bajo ese enorme peso, esa responsabilidad ante cada instante que queda grabado en piedra para toda la eternidad? Dice Kundera en La insoportable levedad del ser: «Si cada segundo de nuestras vidas se repite un infinito número de veces, estamos clavados a la eternidad como Jesucristo a la cruz». El eterno retorno sería una manera de esquivar el fin, pero a costa de vivir una inmutable condena, encadenados al giro de la rueda del tiempo.

3. Blandiblub 

Nada es triste hasta que se acaba. Entonces todo lo es.

El Doctor en Hell Bent, escrito por Steven Moffat.

Al Doctor (el Señor del Tiempo que protagoniza la serie Doctor Who) no le gustan los finales. Tener una máquina del tiempo le facilita esquivarlos: ¿qué más da que se acerque el invierno si chasqueando los dedos puedes retroceder al verano anterior? En el episodio «Blink», el Doctor ofrece esta descripción del tiempo: «La gente asume que el tiempo es una progresión estricta de causas y efectos, pero en realidad, desde un punto de vista no lineal y no subjetivo, es más como una gran bola bamboleante de blandiblub espacio-tiemposo». Si el tiempo tiene una estructura más inestable y cambiante de lo que creemos, si más que una flecha o un anillo es un blandiblub espacio-tiemposo (wibbly-wobbly timey-wimey en el original, traducción afortunada de Nikki Fennel), podemos esquivar cualquier final con un par de paradojas cósmicas. No es tan fácil, claro. A menudo el Doctor se ve limitado por puntos fijos temporales, que no se pueden alterar a riesgo de destruir el espacio-tiempo; o queda atrapado por infinitos ciclos repetitivos en los que retar al pájaro de los hermanos Grimm.  

La peor némesis del Doctor no son los dalek o los cybermen, sino el aburrimiento. Necesita emoción, correr por pasillos perseguido por alienígenas o descubrir momias en el Orient Express del espacio. Cuando en una ocasión se ve obligado a pasar meses viviendo la rutinaria vida humana, casi se vuelve loco («¿Siempre pasa el tiempo tan despacio para vosotros?»). Y es que otro método de considerar el tiempo como blandiblub es ligarlo a la percepción de su paso, como en el verso de Borges en «El amenazado»: «Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo»… O, por ser menos romántico y más prosaico, todos sabemos que un minuto aguantando las ganas de mear parece eterno. 

¿Es el tiempo en esencia subjetivo? En un episodio tremebundo de Black Mirror la tecnología permite manipular la percepción del tiempo ajena, convirtiendo los segundos en horas, días o semanas. ¿Qué peor tortura que alargar cinco minutos de reguetón para que parezcan, literalmente, milenios? «La luz interior», el mejor capítulo de Star Trek: La nueva generación, juega también con la subjetividad del tiempo. Tras caer inconsciente en el puente de mando de su nave al ser escaneado por una sonda alienígena, el capitán Picard despierta en un mundo desconocido en el que vivirá plácidamente, casándose y teniendo hijos. Décadas después, ya anciano y moribundo, despierta para encontrarse de nuevo joven y en el puente de su nave… Solo han pasado treinta minutos en realidad, pero la sonda ha proyectado en su cerebro treinta años de vida. 

Es una tecnología similar a la de Desafío total, que implanta recuerdos falsos indistinguibles de los auténticos. Sería una forma de esquivar el fin: atiborrar el cerebro de experiencias artificiales, convertir subjetivamente cada hora en un año, cada minuto en un siglo, cada segundo en una eternidad.

4. Catedral

La distinción entre pasado, presente y futuro es solo una ilusión obstinadamente persistente.

Albert Einstein

En el capítulo de Doctor Who llamado «El fin del tiempo», los antagonistas son un grupo de Señores del Tiempo que pretenden, cito literalmente, «ascender para convertirnos en criaturas de conciencia pura, libres de estos cuerpos, libres del tiempo mismo, de la causa y del efecto, mientras la Creación misma deja de existir». Exceptuando la última parte, no parece un mal objetivo: si el tiempo nos arrastra inexorablemente hacia un final (si es una flecha), o nos marea dando vueltas (si es un anillo) o nos confunde (si es blandiblub), tal vez lo mejor sea librarse de él. Recordando la famosa frase de Ray Cummings falsamente atribuida a Einstein, «el tiempo es lo que evita que todo pase a la vez», pensemos cómo sería el mundo si el tiempo fuera puramente ilusorio. 

Algo así sostiene el físico Julian Barbour en un libro llamado precisamente El fin del tiempo. En él se afirma que el tiempo es una abstracción sin existencia real, y que es posible eliminarlo de las ecuaciones físicas fundamentales obteniendo resultados coherentes. Lo único que existe es una serie de ahoras completos y absolutos, y lo que percibimos como desplazamientos y cambios no son más que ilusiones, «cápsulas» que ordenamos por su similitud al prestar atención a detalles diferentes del patrón universal conjunto. O algo así. Confieso que el libro de Barbour es una gimnasia mental extenuante, un follón que cuesta mucho imaginar hasta que se topa uno con la metáfora adecuada. Busquémosla. 

Imaginemos el tiempo como una cuarta dimensión que no «fluye» sino que es análoga a las tres espaciales. Si hay un lápiz sobre la mesa y lo alejo cinco centímetros, no por ello deja de existir, solo ha cambiado su posición espacial. Y si cinco minutos después lo quemo, no por ello ha dejado de existir, solo ha cambiado su posición temporal. No hay diferencia entre decir «el lápiz está a cinco centímetros de donde estaba» o «el lápiz está hace cinco minutos de donde estaba». Mi abuelo muerto existe y está naciendo ahora mismo, solo que cien años hacia atrás de mi posición temporal actual y a diez mil kilómetros de distancia, en un pueblo de Bolivia. 

Es lo que los filósofos desde Parménides llaman eternalismo o «universo de bloque»: el futuro ya existe en todos sus detalles y el pasado continúa existiendo, o dicho de otro modo, solo existe un presente sin cambio. La eternidad es ahora. Toda la creación es una monumental simultaneidad que somos incapaces de ver en su completitud sino apenas como una sucesión de momentos… Una joya de mil caras de la que solo podemos ver una faceta cada vez. El cuasidivino Dr. Manhattan del cómic Watchmen de Alan Moore adquiere la habilidad de ver a voluntad todas las caras de la joya del tiempo, visualizando su futuro y su pasado. Por supuesto, esto le provoca un problema: en un universo de bloque no existe el libre albedrío, ya que el futuro no solo está escrito, sino que ya ha sucedido/está sucediendo/sucedió hace tiempo. Cuando le preguntan si no se siente impotente conociendo su futuro sin poder cambiarlo, el Dr. Manhattan responde: «todos somos marionetas, aunque yo soy una marioneta que puede ver los hilos». Einstein coqueteó con el eternalismo, y no le preocupaba la pérdida del libre albedrío consiguiente. Como dijo en un discurso a la Sociedad Spinoza, «los seres humanos no son libres en sus pensamientos, sentimientos y acciones, sino que están tan causalmente atados como las estrellas en su movimiento». 

En From Hell, Alan Moore nos regala la metáfora definitiva del universo parmenídeo. Si pudiéramos ver en su plenitud un universo cuatridimensional, contemplar a la vez todas las caras de la joya del tiempo, veríamos que la historia tiene una arquitectura. Sucesos que parecen aleatorios cuando se está inmerso en el flujo del tiempo se ven en realidad ligados si se observan desde fuera. La historia tiene ecos que se repiten, melodías, patrones que se armonizan en una construcción única y eterna, más allá del cambio, a salvo de la entropía. Una catedral. El universo es una catedral atemporal, intrincada y maravillosa. Y el único precio a pagar para entrar en ella es ir más allá del flujo del tiempo. ¿Muriendo? ¿Meditando? Quién sabe. En cualquier caso, nos vemos ahí cuando nos libremos de la tiranía temporal. No tengan prisa: tenemos todo el tiempo del mundo.

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