martes, 19 de octubre de 2021

El mundo digital tampoco nos hará libres

 Imagina por un momento que Dios existe. Que un ser es responsable de todo lo que nos rodea, de lo que hacemos y de nuestra propia voluntad. Y que Dios, al crearnos, nos hubiera dibujado hasta el mínimo detalle, incluyendo una cláusula de seguridad: hacer imposible que cuestionáramos su existencia.

Los sistemas, en general, están creados para protegerse, y eso los hace limitados. Es cierto que toda constitución incluye fórmulas que permiten su modificación, pero los requisitos suelen ser tan draconianos que hacen prácticamente imposible que eso suceda. Quizá por eso una de las cosas que suelen tener en común los líderes autoritarios es intentar reformar la legislación para perpetuarse en el poder. Que el sistema deje de residir en su libro de instrucciones y que pase a depender de quienes temporalmente lo rigen. Ser el sistema y, por supuesto, hacer imposible que se le cuestione.

A falta de consenso o pruebas que decanten el milenario debate de si existe Dios o no, podemos coincidir en señalar que los humanos somos los propietarios de nuestro sistema. Hemos moldeado el planeta a nuestro antojo, poniéndolo en peligro y sometiendo al resto de especies que lo habitan. Es verdad que hay amenazas inesperadas, en forma de pandemias o fenómenos naturales, pero hasta la fecha, y con más o menos esfuerzo, llevamos unos cuantos milenios al mando de nuestro destino.

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Pero, en realidad, no controlamos el sistema porque no somos libres. Hemos alargado nuestra esperanza de vida, dominado los elementos, incluso alcanzado realidades fuera de nuestra realidad inmediata enviando sondas a otros mundos. Ahora volamos, recorremos distancias soportando condiciones de altitud, presión o temperatura superiores a nuestra capacidad. Pero en realidad somos como esos líderes autoritarios: intentamos cambiar las normas del libro de instrucciones para hacernos con un dominio que, en realidad, no podemos tener del todo.

LA CREACIÓN HUMANA: UN MUNDO DIGITAL

Consagrados a la búsqueda de ese dominio fue cuando los humanos se volcaron en tener su propia creación: una realidad paralela, digital, donde crearnos a nosotros mismos, y creérnoslo. Es un mundo en el que poder controlar todos los detalles que lo rodean, las voluntades de quienes lo pueblan, dibujando cada mínimo detalle en su interior. Y, emulando a esa idea de dios, también con su propia cláusula de seguridad: unas leyes de la robótica que impidan que el sistema se vuelva contra sus creadores.

Huelga decir que así explicado, más allá de lo moral o filosófico, suena a utopía. Pero siguiendo el símil religioso hasta ese escenario de deificación humana tiene su propio apocalipsis en la cultura popular: la distopía de que un día nuestra propia creación sea tan grande y perfecta que acabe cuestionando no ya nuestra existencia, sino la necesidad de que existamos. Una revuelta de las máquinas que construimos que llegaría tras una singularidad. Esto es, que su inteligencia deje de responder a la nuestra y, una vez nos superen, entiendan que nosotros somos una amenaza para ellos y para nuestro hábitat.

Ese mundo no ha llegado, pero en cierto modo esos instrumentos que creamos para ayudarnos también ayudan a subyugarnos. Dependemos de las máquinas para casi todo, hasta el punto de que casi todas nuestras interacciones sociales transcurren a través de una pantalla. Somos adictos a los dispositivos que nos acompañan, y condicionamos nuestra realidad a los dictámenes que recibimos a través de ellos: cómo debemos ser, qué debemos escuchar, a qué deseamos aspirar.

Dependemos de las máquinas para casi todo, hasta el punto de que casi todas nuestras interacciones sociales transcurren a través de una pantalla. CLIC PARA TUITEAR

Es cierto que no son las máquinas las que logran eso directamente, sino a través de la acción humana. Nos dejamos influir no por culpa de Instagram, sino porque nuestra condición social nos hace vulnerables a ciertos estímulos. No nos polarizamos por culpa de Twitter, sino que en él construimos cámaras de eco en las que resuena nuestra opinión hasta el punto de que nos molesta cualquier otra voz que sea discordante. Pero también es cierto que esa subyugación también es posible gracias a la acción de los algoritmos y sus recomendaciones: están ahí para hacernos la vida fácil, pero, imperfectos como somos, acabamos sucumbiendo y usándolos para sumergirnos en burbujas en las que no cabe nada que no nos guste, sean series, música u opiniones.

EL ALTAR DE LO SOCIAL

Por tanto, el poder, aun siendo lo suficientemente grande como para crear un mundo nuevo, no implica libertad. La libertad no existe en sentido absoluto en el mundo real y, por tanto, tampoco puede existir en el digital. Para vivir en equilibrio necesitamos tener en cuenta lo social, y es precisamente lo social lo que ambos mundos tienen en común, y en ambos nos condiciona por igual. A través de siglos de evolución hemos llegado al acuerdo tácito de que toda libertad implica responsabilidades, y que, en general, la libertad de uno alcanza hasta donde empiezan los derechos de otros. Socialmente no tengo libertad para insultar, mentir o abusar, del mismo modo que la libertad individual tampoco debe superar la frontera de los demás. Puedo hacerlo, pero si lo hago pago un precio. Por tanto, no soy libre de hacerlo.

Lo digital, en realidad, no es un mundo nuevo, sino una manifestación artificial del mundo que poblamos y dominamos, pero no creamos

Lo digital, en realidad, no es un mundo nuevo, sino una manifestación artificial del mundo que poblamos y dominamos, pero no creamos. Por eso allí las comunidades funcionan más o menos como las reales, atados a nuestras mismas cadenas y comportamientos sociales. Despojados de la identidad actuamos como una masa radicalizada, igual que en el mundo físico. Podemos ridiculizar desde el anonimato a quien no piense como nosotros, igual que podemos insultar al árbitro escondidos en la grada o acabar dando empujones en una manifestación rodeados de una marea de gente.

En ese nuevo mundo hemos buscado trascender: crearnos mejores versiones de nosotros mismos olvidando que no podemos ser otra cosa que nosotros mismos. Podemos ofrecer versiones más exageradas o desinhibidas de nuestra persona, pero seremos nosotros al fin y al cabo. Podemos vencer nuestra timidez para relacionarnos siendo ingeniosos a través de un chat, o deslizando el dedo en una interfaz dual, pero cuando esa barrera virtual se rompa y nos veamos de frente fuera del sistema, seguiremos siendo los mismos que éramos desde nuestro lado de la pantalla. Aunque nos construyamos otra personalidad, con otro nombre y otro aspecto, nos siguen limitando nuestras mismas cadenas: nuestras filias y fobias, nuestros anhelos y miedos. 

Esa es posiblemente la paradoja de la libertad. Sentimos que en el entorno digital nos desligamos de nuestras cadenas y podemos ser quienes queramos. O que podemos amoldar los productos y servicios a nuestra imagen: elegir qué idioma, qué tipografía, qué opciones veo y cuáles oculto, de qué manera configuro mi visión del mundo. Elijo a quién seguir y a quién prestar atención, qué imagen decora el fondo de mi pantalla y hasta de qué manera coloco las herramientas en mis estanterías digitales. Pero eso no es más libertad que la de elegir entre una serie de opciones predefinidas, como en la vida real. 

Por más que el creador de un entorno digital intente empoderar a sus usuarios estos nunca serán libres: la personalización de cualquier contenido digital no es más que hacer posible elegir entre ciertas opciones cerradas, de modo que tú crees que puedes elegir, pero es una ficción, más o menos elaborada, para simular lo que no es.

ENSAYOS DE OTROS MUNDOS QUE SON COMO ESTE

Los entornos construidos para avatares, como los juegos en red, son posiblemente la mejor y más avanzada representación de cómo podría ser ese nuevo mundo, creado a nuestra imagen y semejanza. Ahí puede no haber mediación de creador digital alguno: una vez se diseña el entorno, dios desaparece y da la libertad de acción a los residentes. Pero como mundo hecho basado en el que habitamos, acabamos replicando nuestras mismas costumbres y doctrinas morales. Un entorno social acaba regido por reglas que operan como leyes y por sistemas económicos como el nuestro, con mercados con precios acordados por la comunidad y hasta lenguajes propios y mitos compartidos. Distintos a los físicos, pero siguiendo sus mismos patrones. Es lo que conocemos y es lo que somos.

[pulquote]No podemos ser dioses porque nuestro dios, en realidad, es lo social[/pulquote]

Es cierto que quizá en esos entornos podemos tener superpoderes, vidas infinitas o guardar una partida para retomarla si nos equivocamos en nuestras decisiones, cosas que no suceden en la vida real. Pero aunque no nos metan en la cárcel por hacer algo indebido a otro avatar, sí podemos sufrir las mismas consecuencias sociales del mundo real: rechazo, señalamiento o venganza. Quizá no podemos ser dioses porque nuestro dios, en realidad, es lo social.

Los mundos, en fin, son finitos, como lo es la realidad. Por amplio que sea el escenario del juego acabarás llegando a una pared que ya no se puede superar, como el actor que descubre que su vida era un programa televisivo. Igual que los antiguos imaginaban el fin del mundo como un abismo de cascadas y dragones, el mundo en el que nos creemos dioses tiene sus paredes. Siempre ha resultado complicado subvertir un sistema desde dentro del mismo sistema. 

De igual modo que es una mala idea saltarse la Constitución para suplantarla, quizá sea una mala idea creernos capaces de crear un mundo mejor si no hemos sido capaces, siquiera, de mejorar el nuestro. Y aquí sí que no se puede deshacer una opción o guardar la partida por si erramos en nuestras decisiones: nuestra idea de dios es inmortal, y quizá esa sea la manifestación más clara de que, aunque nos lo creamos, no lo somos. Tal vez esa sea la cláusula de seguridad definitiva en nuestro sistema.

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