miércoles, 1 de julio de 2020

Lo más básico, lo más bello

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He oído contar a un anciano, que era adolescente en el Madrid de la guerra civil, que un día, cuando sonaron las sirenas previas a un ataque de la aviación sublevada, su abuela lo arrastró hasta un refugio bajo tierra, sin luz, lleno de gentes aterrorizadas, y allí, a su lado, se tumbó una muchacha tan asustada como él y que, en esas circunstancias, hicieron el amor. Dulcemente. En paz. Fue su primera vez y suponía que también para la chica; nunca volvió a verla y nunca olvidó su cuerpo ni la necesidad imperiosa de abrazarla y de sumergirse en lo más básico. Cuando a lo largo de su vida adulta se encontró ansioso, sin salida o desnortado, su memoria le servía en bandeja celestial el recuerdo imborrable de aquel sentimiento íntimo de disolución y abandono. Ese recuerdo, tan vivo durante años, se hizo perenne y acabó sobreponiéndose a las escenas que habían construido su vida familiar y laboral: así quería morir, abrazado a lo básico.
Para ello se creó la Junta de Incautación y Protección del Patrimonio que, con una parafernalia digna de una serie épica, trasladó el tesoro de Madrid a Valencia, de Valencia al Alto Ampurdán y de ahí a Ginebra, en cuya sede de la Sociedad de Naciones fueron depositadas las piezas. Terminada la contienda militar, Franco, como nuevo jefe del Estado, reclamó a la Sociedad de Naciones la devolución del patrimonio, para lo que envió embajadores y técnicos que supervisaron un traslado de vuelta tan épico como el de ida: en la noche del 6 de septiembre de 1939, un tren recorrió el territorio francés portando en sus bodegas todas las obras que se habían depositado en la ciudad suiza y ese convoy circuló con las luces apagadas para no llamar la atención de ninguno de los batallones preparados para la guerra que se avecinaba.

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