martes, 21 de enero de 2020

La última frontera de los hombres perro Publicado por Alejandro García

Ilustración (detalle) de Leon Bakst para La Bella durmiente, 1922. Imagen: DP.
John Allen Chau se despojó de sus ropas antes de entrar en el agua para intentar, una vez más, cumplir la misión de llevar la palabra de Dios a los habitantes de la isla Sentinel del Norte. A pesar de los funestos fracasos precedentes y de su propio miedo a la muerte, el deseo evangelizador pesó más en su determinación. El 17 de noviembre de 2018, lectores de todo el planeta desayunaban con el drama de la muerte de John, asaeteado por indígenas hostiles. La sociedad civilizada y tecnológica descubría de pronto un desconocido reducto de cazadores-recolectores en un ignoto lugar del Índico. Una tragedia más propia de tiempos remotos que despertó un febril interés por aquel grupo anacrónico que defendía con uñas y dientes su aislamiento del mundo moderno. ¿Quiénes eran aquellas gentes desconocidas? ¿De dónde procedían y cuál era su historia? 
También en noviembre, pero en esta ocasión del año 1492, el almirante Cristóbal Colón se encuentra explorando la isla de La Española. Entre sus muchas preocupaciones, una no menor es encontrar alguna prueba inequívoca de que, tal como había predicho, ha llegado a las Indias dando la vuelta al globo terráqueo. Los habitantes locales le han hablado de «los caniba o canima, y dicen que viven en esta isla de Bohío [La Española], la cual debe de ser muy grande, según le parece, y cree que van a tomar a aquellos a sus tierras y casas, como sean muy cobardes y no saber de armas […] temiendo que los habían de comer [a los indios con que habló Colón], y no les podía quitar el temor, y decían que no tenían sino un ojo y la cara de perro, y creía el almirante que mentían, y sentía el almirante que debían de ser del señorío del Gran Can, que los cautivaban» (Diario de a bordo, 26 de noviembre de 1492).
A pesar del prudente escepticismo de Colón, un hombre ilustrado de gran capacidad crítica, es muy probable que las referencias a la antropofagia, la belicosa agresividad y los rostros caninos le provocaran un pequeño vuelco en el corazón y un dilema entre su raciocinio y las ganas de creer. Ya fuese literal o una traducción contaminada por las ideas de los intérpretes, se trataba de una descripción muy familiar para los españoles. Una pista que, de confirmarse cierta, los situaría fuera de toda duda en la India.
Para la minuciosa preparación de su viaje, Cristóbal Colón consultó cualquier fuente escrita que le proporcionara información relevante sobre las Indias orientales. Entre ellas se incluían varios relatos de viajes, un género literario entre la etnografía y la ficción muy popular en la Europa medieval. En la bibliografía del famoso marino se encontraban el Imago Mundi, de Pierre D’Ailly, el Libro de las maravillas del mundo, de Marco Polo, profusamente leído y anotado por su propia mano, y con toda seguridad el libro de viajes del misterioso caballero inglés Jean de Mandeville.
Este personaje ficticio, del que es casi imposible saber su identidad real —aunque algunos expertos lo identifican como Jean de Borgoña, un médico de Lieja— escribió el best seller de viajes más famoso de toda la Edad Media hacia el año 1356. Escrito en franco normando, fue rápidamente traducido al inglés, al latín y a las demás lenguas romances. En 1380, el rey Juan I ordenó traducirla al aragonés, de donde derivaron las versiones castellana y catalana. Fue también uno de los primeros libros que pasaron por la imprenta durante el siglo XVI, habiendo llegado hasta nosotros nada menos que unos trescientos ejemplares. Cualquier europeo formado de la época había leído el Libro de las maravillas de Mandeville, donde el supuesto caballero cruzado relataba sus andanzas por Tierra Santa, Egipto y el lejano Oriente, en los confines del orbe conocido.
En su texto se compilan prácticamente todos los arquetipos más populares de monstruos y maravillas —mirabilia, aquello que es digno de verse—, alteraciones del orden natural de las cosas nunca vistas en Europa y por tanto propias de regiones aún inexploradas. Se basó para ello en multitud de fuentes clásicas de indudable autoridad, hilando con ellas y sus particulares añadidos un relato en primera persona que fascinó a sus contemporáneos. Entre los seres monstruosos que describe destaca uno en concreto, archiconocido por aquel entonces: los cinocéfalos, «cabezas de perro» en griego. Podríamos considerarlos el equivalente a nuestros modernos alienígenas grises de cuerpos menudos y cabezas grandes, omnipresentes en los relatos de ovnis.
Mandeville describe a estos legendarios humanos con cabeza canina y nos habla de su costumbre de devorar inmediatamente a sus enemigos caídos en combate, relacionándolos así con la antropofagia —canis y caniba son palabras latinas muy similares— y la actividad guerrera. Es un préstamo que toma del relato de Marco Polo, pero no el único, ya que ambos ubican a los cinocéfalos en las islas Nicobar, también conocidas como Andamán. Precisamente el archipiélago al que pertenece Sentinel del Norte. Por supuesto, estas afirmaciones del comerciante veneciano tienen bastante poca credibilidad y en realidad provienen de una tradición muchísimo más antigua que se inicia en la Grecia clásica de manos de otro mentiroso redomado, Ctesias de Cnido
Tras una serie de peripecias vitales, Ctesias acabó en la corte del rey persa Artajerjes II hacia el 415 a. C. como médico del monarca. Muchos años después, ya de vuelta a su tierra, escribió su obra Indika, una descripción de la geografía y costumbres de la India totalmente inventada. Ctesias se aprovechó de la credulidad de la mayoría de los griegos y de la autoridad que le confería haber servido en una plaza tan preeminente y lejana a la Hélade para componer un disparate tras otro mezclando sin pudor mitos y leyendas sazonadas con alguna referencia filosófica y una pizca de hechos reales. Con ello construyó una novela de ciencia ficción capaz de resistir las más furiosas críticas de detractores tan ilustres como LucianoAristótelesEstrabón o Plutarco, que insistieron una y otra vez en tachar su obra de fábula sin fundamento. 
Ctesias construye el mito de los cinocéfalos a partir de un hecho biológico indiscutible, pues se está refiriendo en el fondo a los mandriles o babuinos, con cuerpo de simio y una cabeza de hocico prominente similar a la de un perro. Pero va más allá y los relaciona con varias referencias que van desde el dios Anubis hasta ciertos pueblos primitivos de la India —quizá costumbres de algunas castas inferiores—, para atribuirles características humanas, como ir cubiertos de pieles, servir como soldados del Rey de Reyes, dedicarse al comercio, comprender la lengua de los indios e incluso comunicarse en un lenguaje a base de aullidos. Cualquier griego podría reconocer en este mejunje mítico el estereotipo del extranjero; es bárbaro todo aquel que se comunica en una lengua incomprensible, casi como el ladrido que sugiere la onomatopeya —«bar-bar», pues es así como les suena el habla de los no griegos— y vive en un estado fronterizo entre la civilización y el salvajismo. Por descontado, en los límites del mundo conocido. Que para los griegos era la India, precisamente el extremo oriental alcanzado por Alejandro.
San Cristóbal cinocéfalo (detalle), s. XVII. Imagen: DP.
La misma escuela cínica de filosofía, fundada pocos años después de la puesta en circulación del Indika, se identificaba con la figura del perro. Sus miembros se comportaban de esta manera en público, haciendo con ello una feroz crítica a las normas y convenciones sociales de la época. Antístenes y sus seguidores tomaban el aspecto de unos auténticos hombres-perro, reivindicando ese contacto más puro con la naturaleza con acciones como ir semidesnudos y sucios blasfemando, fornicando o defecando en público. 
Por todos estos motivos de familiaridad se comprende que, a pesar de su escasa fiabilidad, el Indika de Ctesias resistiera con éxito la prueba del tiempo; aunque no ha sobrevivido ningún ejemplar completo, conocemos su obra de forma indirecta por el resumen que hace de ella Plinio el Viejo en su Historia natural —en muchos lugares, a los monstruos medievales se les conoce como razas plinianas— y el patriarca Focio de Constantinopla, gran aficionado a las maravillas. Por esta puerta los cinocéfalos se colaron en los debates teológicos altomedievales de la mano de san Agustín de Hipona e Isidoro de Sevilla.
Los hombres-perro tenían todos los ingredientes para triunfar en una época donde los reinos occidentales se hallaban asediados por el temor a amenazas exóticas procedentes de los extremos orientales del mapa. Eran idólatras, pues adoraban a un dios-buey dorado —un pasaje adaptado de la Biblia—, combatientes salvajes enrolados en las filas de los enemigos de la cristiandad, tenían un aspecto francamente aterrador y hablaban una lengua ininteligible. Los caballeros francos comenzaron pronto a referirse a los sarracenos como cinocéfalos o perros, un híbrido entre dos mundos. También se popularizó para designar a etíopes, judíos y, hacia el siglo XIII, haciéndose eco de algunas leyendas tártaras y chinas que también se referían a hombres con cabeza de perro, a los mongoles y su imparable ofensiva militar. Bestiarios, enciclopedias, mapas y esculturas de iglesias románicas como la de Vézelay consagraron la imagen de los extraños monstruos en el cristianismo.
Sin embargo, a pesar de la pésima opinión que los europeos occidentales tenían de los cinocéfalos extranjeros, lo cierto es que este tipo medieval en particular está cargado con una dosis elevada de ambigüedad pues, al igual que los perros auténticos, pueden mostrarse tanto agresivos y salvajes como dóciles y domesticables. En muchas de las referencias se les presenta como seres capaces de comerciar pacíficamente y de entender el lenguaje humano, aunque no lo hablen del todo. Así que la pregunta lógica que se hacían los padres del cristianismo primigenio era si los hombres semisalvajes de las fronteras, los paganos del exterior, eran susceptibles de evangelizar. San Agustín postulaba que criaturas como los cinocéfalos, por muy extraño que nos pudiera parecer su aspecto físico, como descendientes de Adán debían poseer un alma y por tanto podían ser convertidos a la fe cristiana. 
En medio de la intensa actividad apostólica que tanto la Iglesia oriental como la occidental desplegaron durante los primeros siglos del cristianismo, la competición por evangelizar pueblos exóticos, cuanto más alejados y feroces mucho mejor, alcanzó su máxima expresión. Los cinocéfalos estaban por tanto entre los primeros de la lista, una pieza especialmente apetecible para los misioneros más enfervorecidos y valientes. Menudeaban las noticias de conversiones de caníbales u hombres-perro en regiones tan distantes como Partia, Armenia o Etiopía por parte de apóstoles como san Andrés o san Bartolomé. Incluso en la tradición bizantina se llegó a erigir la imagen de un santo cinocéfalo: san Cristóbal o Cristóforo, el portador de Cristo sobre sus espaldas, aparece en iconos y mosaicos con cabeza de perro, hocico alargado y lengua colgante. Esta vertiente dócil de los terribles cinocéfalos representaba esta dualidad de los pueblos paganos de Asia y en el fondo apuntalaba las disputas teológicas sobre cuál debía ser la política de la predicación del cristianismo entre los bárbaros paganos.
Así que, a pesar de que el almirante Colón pronto se dio cuenta de que en aquellas tierras recién descubiertas no había sino hombres y mujeres normales y corrientes —tal como escribió a Luis de Santángel y a los propios Reyes Católicos en sendas cartas posteriores—, en los primeros compases de la conquista americana volvemos a encontrar las mismas polémicas sobre los pueblos que viven en el margen del mundo, los paganos híbridos entre la humanidad y el salvajismo, en este caso con los indígenas del nuevo continente. Cuestiones como solicitar a los indios un requerimiento en español y latín, asumiendo que podían comprender el lenguaje de los europeos; la actitud frente al canibalismo entre algunos pueblos indios; o las descripciones etnográficas de algunas tribus como los patagones, usando símiles con animales, no dejan de ser rastros de la leyenda del cinocéfalo en la mentalidad posmedieval ibérica.
Sin embargo, el poco arraigo que tuvo en América anunciaba ya que los siglos de esplendor del monstruo perruno estaban tocando a su fin. A medida que las potencias europeas iban cartografiando el planeta y encontrando nuevos pueblos en zonas cada vez más apartadas, se hacía cada vez más patente que los cinocéfalos no eran más que una invención. La irrupción de la ciencia y los descubrimientos etnográficos y antropológicos fueron enviando a los hombres-perro a las nieblas del olvido. Curiosamente no sucedió lo mismo con un mito paralelo, el hombre-lobo, que hoy goza de muy buena salud gracias al renovado impulso que le proporcionó la literatura romántica. 
Mientras que el cinocéfalo representaba la dualidad entre la humanidad y el salvajismo colocada en el diferente, el otro desconocido que vive en los márgenes de la civilización, el licántropo configura esta misma dicotomía en el ámbito privado: todos podemos convertirnos en una bestia en las condiciones adecuadas. En una sociedad individualista quizá sea mucho más fácil identificarse con esta segunda interpretación, desplazando el miedo a nuevos seres monstruosos, esta vez ubicados en el inmenso territorio del espacio exterior.
Hasta que en pleno siglo XXI, en un archipiélago prácticamente ignorado por las sociedades tecnificadas de Occidente, ocurrió un anacronismo más propio de épocas pasadas. John Allen Chau se convirtió, quizá sin ser demasiado consciente de ello, en el póstumo heredero de aquellos apóstoles cristianos al intentar la ansiada conversión de los cinocéfalos en la que probablemente sea una de las últimas fronteras de ese mundo inexplorado de maravillas que tanto sedujo a nuestros antepasados.

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