viernes, 27 de noviembre de 2015

El Sínodo del Terror:


Detalle de la momia del Papa Formoso y el diácono que le defendió
Detalle de la momia del Papa Formoso y el diácono que le defendió


Retrato de Esteban VI
Retrato de Esteban VI- ABC

En pocos episodios quedó más patente la teatral oscuridad de la Alta Edad Media como en el llamado Sínodo del Terror, también nombrado como el Concilio Cadavérico. Si bien es habitual sacar a la luz los trapos sucios y los excesos de los antecesores en el cargo, el Papa Esteban VI llegó hasta el extremo esta práctica al desenterrar el cadáver del que antes que él ocupó la Silla de San Pedro. Poco pudo hacer el cadáver putrefacto del Papa Formoso –que asistió al proceso judicial ataviado con los honores de cualquier pontífice sin decir una sola palabra, como es costumbre entre los muertos– para evitar que fuera declarado inválido su papado y se anularan todas sus ordenaciones.
La Italia del siglo IX era capaz de ese espectáculo macabro y de otros muchos de esa clase. El Papa Formoso había accedido al trono de San Pedro en medio de las luchas intestinas entre los emperadores del Sacro Imperio Romano y pagó muy caro haber tomado partido por la causa de uno de ellos. Formoso fue obispo de Porto, bajo el mandato del Papa Nicolás I, y desarrolló una importante labor evangelizadora en lo que actualmente es Bulgaria. Su fama de hombre recto y austero –el biógrafo Nicolás I lo menciona como «obispo de gran santidad y ejemplares costumbres»– le impulsó hacia el sillón romano en el año 891. Sin embargo, no solo heredó la tiara papal, también la problemática relación que desde hace siglos mantenían con Roma los aspirantes a reinar en el Imperio germánico. La alta mortalidad de los Papas en esa época (en diez años se sucedieron once pontífices) atestigua hasta qué punto se jugaba el cuello el árbitro de aquellas luchas. 

La guerra de Formoso contra los Spoleto

En el año 892, el emperador Guido de Spoleto presionó a Formoso para que validara la sucesión en favor de su hijo Lamberto. Guido, de sangre carolingia y linaje italiano, logró que el Papa se trasladara a Rávena, como estaba estipulado, para colocar la corona imperial en la frente de Lamberto de Spoleto, al que consideraba en realidad «mal cristiano» y autor de muchas vejaciones a la Iglesia. Pese a estas concesiones, los Spoleto no abandonaron Roma, ni parecían siquiera sopesarlo. Desesperado por su codicia, Formoso buscó la ayuda del Rey de Francia Oriental, el germano Arnulfo de Carintia, al que había apoyado todavía siendo obispo a costa de ser excomulgado en tiempos del Papa Juan VIII. Así, a la muerte en 894 del temido Emperador Guido de Espoleto, las tropas de Arnolfo atravesaron los Alpes y expulsaron a los Spoleto de Roma.
Al fin con las manos libres, Formoso acogió a Arnolfo en el atrio de la Basílica de San Pedro y allí le entregó la corona imperial de Carlomagno. Sin embargo, cuando Arnolfo se dirigía a arrebatarle por las armas la parte del imperio occidental a Lamberto, el germano cayó repentinamente víctima de una parálisis, que, según señalan las crónicas, «era la enfermedad hereditaria de los carolingios orientales». La parálisis obligó a retirarse de Italia a Arnolfo y dejó al Papa Formoso a solas con sus dos mayores enemigos, Lamberto de Spoleto y su madre, la viuda de Guido.
El 4 de abril del año 896, Formoso falleció a los ochenta años y dos años de una muerte violenta, sin que fueran concretados los detalles de ésta por las crónicas. Formoso fue sucedido por Bonifacio VI, un clérigo de oscuro pasado que contaba con el patrocinio de Lamberto de Spoleto. El pontificado de Bonifacio VI, no en vano, solo duró quince días al fallecer de gota el 25 de abril de 896. Bonifacio no vivió lo suficiente para poner en práctica la macabra venganza que los Spoleto estaban preparando al cadáver de Formoso y a su legado, lo que los romanos llamaban la Damnatio memoriae, la «condena de la memoria». 
Quien sí llevó a cabo estos planes fue el Papa Esteban VI, un obispo de Anagni descendiente de una familia noble de Roma, pariente y discípulo del obispo y famoso bibliotecario Zacarías. El nuevo Pontífice ordenó, siguiendo las instrucciones de Lamberto de Spoleto y de su madre, que el cadáver de Formoso fuera exhumado para someterlo a un juicio por sus pecados. La damnatio memoriae a la que aspiraban los Spoleto no se limitaba a deshacer legalmente lo hecho por Formoso, como acostumbraban a hacer los romanos con sus Emperadores más infames, sino que pretendían un espectáculo que el paso de los siglos jamás olvidara. Tras nueve meses enterrado, el cuerpo de Formoso fue sacado de su tumba, vestido con los ornamentos papales y sentado ante el tribunal eclesiástico. La espeluznante escena de un cadáver en avanzado estado de descomposición y atado a la silla para evitar que se escurriera debió resultar dantesca, pero no frenó un proceso que hoy es conocido como el Sínodo del Terror y que retrató a Estaban como un maníaco.
«Un hedor terrible emanaba de los restos cadavéricos. A pesar de todo ello, se le llevó ante el Tribunal, revestido de sus ornamentos sagrados, con la mitra papal sobre la cabeza casi esqueletizada donde en las vacías cuencas pululaban los gusanos destructores, los trabajadores de la muerte», aparece descrito en el Concilio romano de 898 sobre lo sucedido en el Sínodo del Terror. Esteban VI acusó a los restos de Formoso, que estaban demasiado ocupados pudriéndose como para contestar a las preguntas del tribunal, de haberse dejado elegir obispo de Roma cuando ya era en ese momento la cabeza de otra diócesis (la de Porto), lo cual era paradójicamente lo mismo que había hecho el propio Pontífice siendo obispo de Anagni. Aparentando legalidad, fue nombrado un diácono como abogado de oficio para que hablase en nombre del difunto, mientras el Papa Esteban VI presidió el concilio desde su silla. 

La Damnatio memoriae, la condena de la memoria

A la acusación de haber cambiado su sede episcopal de Porto por la sede de Roma (lo cual era una contravención del Derecho Canónico), el tribunal sumó también el pecado de perjuro y tener una ambición desmedida, frente a lo cual el diácono defensor apenas respondió más que monosílabos, temiendo más la furia de los vivos que la de los muertos. La sentencia resultante de aquella comedia negra fue proclamar que Formoso, indigno servidor de la Iglesia, había llegado a la silla papal de forma irregular y que por lo tanto era un Papa ilegítimo. Había que destruir todo lo escrito y dictado por él, revocar sus decretos y borrarle de la Historia como si no hubiese existido jamás. Esteban VI exigió además a los eclesiásticos ordenados por Formoso su renuncia por escrito.
Tras la sentencia, la momia fue despojada de todas sus vestiduras y símbolos de su jefatura eclesiástica de forma violenta. Se le cortaron los tres dedos con que había impartido tantas bendiciones y un grupo de soldados cogió el cadáver para arrojarlo a una fosa maldita en la que yacían los cuerpos de varios condenados a muerte. Sin cansarse aún de castigar al indiferente cadáver, los soldados sacaron los restos de Formoso nuevamente de la fosa y los arrojaron al río Tíber.
Un diácono se dirige a un tribunal eclesiástico
Un diácono se dirige a un tribunal eclesiástico- ABC
En el año 897, sin embargo, una parte del pueblo romano, partidaria de Formoso, quiso vengar la injusticia y entró violentamente en el Vaticano para prender a Esteban VI. Como hiciera él con Formoso, Esteban fue desnudado y arrojado por la turba a una prisión subterránea, donde poco después fue estrangulado. En aquellos días, ese mismo pueblo, agresivo y violento, llevó a la silla papal al Cardenal de San Pedro in Vincoli, de nombre Romano, que a los cuatro meses falleció también a causa de una muerte violenta. Y precisamente ese era el mismo destino que aguardaba a su sucesor, Teodoro II, quien fue asesinado tres semanas después de ser elegido Papa. Teodoro, en cualquier caso, tuvo tiempo de convocar rápidamente un Sínodo en el curso del cual devolvió sus derechos a los eclesiásticos ordenados por Formoso y borró cualquier rastro del demencial proceso judicial de Esteban VI. 
La memoria de Formoso había sido restituida, pero aún tardó un poco más el cadáver en encontrar la paz. Entre el mito y la realidad, se dice que una crecida del Tíber arrastró el cadáver de Formoso cerca de una orilla, siendo encontrado por un humilde y piadoso ermitaño que lo recogió dándole cristiana sepultura. El Papa Teodoro II organizó durante su breve papado una procesión para ir en busca del ahora venerado cuerpo, que fue nuevamente desenterrado y colocado entre las tumbas vaticanas de los Papas.
César Cervera 
ABC.es

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