jueves, 15 de octubre de 2020

La filosofía de la medicina más allá de bioética

 La profesión médica se encuentra entre las más valoradas por la ciudadanía, entre la que despierta respeto y admiración casi a partes iguales. Por otro lado, es también una profesión de enorme interés desde el punto de vista del análisis histórico, pues se cuenta entre aquellas de las que existe registro de su existencia desde más antiguo. El juramento hipocrático —que, con ligeras variaciones, marca aún hoy el código deontológico entre los médicos profesionales— tiene aproximadamente veintitrés siglos de antigüedad. Se sabe de la importancia que tuvo la enseñanza de la medicina en la Edad Media, primero en las escuelas de Bagdad y la Academia de Gundeshapur, y posteriormente en las primeras universidades ­europeas fundadas en la Baja Edad Media. Y durante todos estos siglos, la medicina ha ido cambiando en sus métodos, en su forma de abordar los problemas y en las técnicas que van posibilitando nuevos diagnósticos y nuevas terapias, todo ello sin perder una parte importante de su esencia y de sus objetivos.

Sin embargo, la reflexión filosófica sobre ella es relativamente reciente. Muchos son los problemas que pueden identificarse desde la filosofía en relación con la medicina. Es posible que los primeros que nos vengan a la mente sean aquellos de índole ética; dilemas que los médicos han de enfrentar en su trabajo y con los que los pacientes y sus familiares han de lidiar en momentos de sufrimiento. Ciertamente la bioética ha sido un campo de estudio y trabajo muy fecundo en las últimas décadas. No obstante, no son estos los únicos problemas que interesan a la filosofía. Así nos lo muestra Cristian Saborido en su libro Filosofía de la medicina, una muy recomendable introducción al tema tanto para los filósofos que sientan curiosidad por un ámbito de reflexión nuevo como también, y especialmente, para los propios médicos que tengan inquietudes humanistas, que son muchos.

Uno de los ejes sobre los que Saborido estructura el libro es la tensión existente entre quienes tienen una visión «naturalizada» de la profesión médica y aquellos que defienden una concepción «constructivista». Los primeros entenderían que la medicina es el resultado de aplicar ciertos conocimientos proporcionados por la biología, de tal manera que esta propondría cómo funciona un organismo sano y la medicina trataría de emplear dichos conocimientos para devolver a los organismos enfermos a ese estado de salud ideal. Sin embargo, las propias nociones de salud y enfermedad están traspasadas por más elementos que los meramente biológicos [véanse «¿Qué significa estar sano o enfermo?», por Cristian Saborido, Investigación y Ciencia, enero de 2018; y «¿Qué es ser “normal”?», por Andrew Solomon, Investigación y Ciencia, agosto de 2018].

Saborido nos muestra cómo, durante algunos períodos históricos lamentables, se consideraron enfermedades varias cosas que hoy nunca entenderíamos como tales. Un ejemplo que nos puede parecer inventado por su crueldad es una «patología», de la que no creo que muchos de ustedes hayan oído hablar, descrita por el médico norteamericano Samuel A. Cartwright en el siglo XIX y denominada drapetomanía. Esta «enfermedad» se diagnosticaba a los esclavos negros que tenían «ansias de libertad». La padecían si no eran tratados en condiciones saludables, decía Cartwright, y recomendaba que, en caso de que los esclavos «levantasen su cabeza al mismo nivel que su dueño o capataz», fuesen castigados hasta que cayesen «en el lugar de sumisión que les fue destinado ocupar».

Otro de los asuntos que también destaca en el libro de Saborido es una pregunta que ya el propio Aristóteles se planteó hace veinticuatro siglos: dilucidar qué parte de la medicina puede ser descrita como una ciencia y qué parte debe considerarse un arte, entendiendo como «arte» un saber que todo buen médico aprende y desarrolla a partir del trabajo práctico con los pacientes.

La manera en la que se aprende a ser médico requiere, desde muy antiguo, un largo período de entrenamiento junto con médicos veteranos, quienes ayudan a los aprendices a adquirir saberes que difícilmente podrían obtenerse a través de la enseñanza en un aula. Por otro lado, la medicina también se distingue de otras disciplinas científicas porque, como señala Saborido, «es una disciplina prescriptiva, un saber que propone una intervención en el mundo de acuerdo con ciertas ideas de lo que consideramos como bueno o malo». Y esto diferencia radicalmente a la medicina de otras ciencias, como la física o la biología, a pesar de hallarse en principio emparentada con esta última. Saborido insiste a lo largo del libro en este aspecto normativo, que hace que los médicos deban desarrollar otras facultades más cercanas a las ciencias sociales o aplicadas que a las ciencias básicas. No en vano, están tratando con la vida y la salud de seres humanos. Esta sabiduría práctica fue denominada frónesis por los griegos y ha sido traducida habitualmente como «prudencia»; una prudencia que contraponían a la hybris, el orgullo. Un buen médico debe ser más prudente que orgulloso y disponer de ese entendimiento moral para poder tratar con sus pacientes de la manera adecuada.

Otro de los aspectos que aborda Saborido es el espinoso asunto de las enfermedades mentales, al que dedica todo un capítulo. Si ya es difícil, como bien nos muestra, determinar qué es la salud y qué la enfermedad, en el caso de los trastornos mentales eso resulta todavía más complicado. A lo largo de la historia y entre diferentes culturas, la decisión de que alguien padece una enfermedad mental puede depender más de qué se considera un comportamiento aceptable frente a aquello que se sale de la norma. Sin embargo, lo que no puede pasarse por alto es que las personas que padecen una enfermedad de este tipo sufren, y por ello se ha de encontrar solución a su padecimiento. En algunas ocasiones el sufrimiento se origina precisamente por no encajar con la norma social, de manera que cuando esta cambia, la enfermedad también desaparece, tanto desde el punto de vista del que la sufría como desde el punto de vista del diagnóstico. En otras ocasiones no es tan sencillo, y el sufrimiento puede deberse a otras causas mucho más complejas, si cabe, de tratar.

Filosofía de la medicina puede ser una buena introducción para aquellos que deseen obtener un primer contacto con la disciplina. No obstante, para quienes ya tengan más relación con estas cuestiones, el libro puede resultar en exceso introductorio. Esto no es necesariamente un defecto, puesto que el autor deja claro desde el principio su afán de servir de incursión preliminar para aquellos lectores no familiarizados con el tema. Sin embargo, y como suele suceder con todos los libros de filosofía, el autor puede dar por supuesto algunos conocimientos que, por resultar familiares para él y sus colegas de profesión, no explica con la necesaria claridad para los profanos. Intenta solucionar en parte este asunto con un glosario final, que puede ser de utilidad, aunque es posible que resulte escaso para algunos lectores. De la misma manera, se echa en falta una bibliografía más orientada, que permita una profundización en cada uno de los temas. Pero, en cualquier caso, y más teniendo en cuenta la escasez de introducciones a la filosofía de la medicina en español, resulta una contribución valiosa a este ámbito de reflexión.

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