jueves, 9 de abril de 2020

El amor es nostalgia

Publicado por 
Laurence Olivier y Maggie Smith en Otelo (1965). Imagen: Cordon Press.
Odi et amo. Quare id faciam, fortasse requiris.
Nescio, sed fieri sentio et excrucior.
Catulo
El amor es el mito nuclear de nuestra cultura. Entendido en el más estricto sentido de enamoramiento, vertebra la mayoría de las narraciones —tanto literarias como audiovisuales— y hunde sus raíces en los estratos más profundos de la mente, lo cual hace que sea muy difícil no ya desmontarlo, sino tan siquiera analizarlo. Después de la autoconsciencia, el amor es el más íntimo e inefable de los sentimientos. Sin embargo, confiamos tanto en su universalidad que la expresión «estar enamorado» se considera dotada de un significado preciso y se emplea recurrentemente, dando por supuesta su inmediata comprensión. Esta es una de las muchas paradojas del amor: todos saben lo que es, pero a la vez resulta difícil no ya definirlo, sino tan siquiera describirlo; se le podría aplicar lo que Agustín de Hipona decía del tiempo: «Si no pienso en él, sé lo que es; pero si pienso en él, ya no lo sé».
Normalmente, se reserva el término «amor» para las relaciones familiares (amor entre esposos, entre padres e hijos) o para las que apuntan a la formación de una familia o, cuando menos, de una pareja, que es una protofamilia nuclear, estableciendo una clara distinción entre esta clase de afecto y el amistoso, hasta el punto de que los términos «amor» y «amistad» se suelen utilizar como mutuamente excluyentes. Es frecuente decir «solo somos amigos» para desmentir una supuesta relación amorosa, a la vez que se da a entender, mediante el adverbio «solo», que el amor es más que la amistad.
Paradójicamente, se utiliza el término «amor» para aludir a dos tipos de afecto supuestamente incompatibles: el afecto entre padres e hijos y el afecto entre cónyuges o amantes, que el tabú del incesto separa rigurosamente. El psicoanálisis ha hecho hincapié en la índole erótica del afecto filial, a duras penas enmascarada por el más universal de los tabúes; pero no hay que olvidar la otra cara de la moneda: la índole filial del afecto erótico. En el amor subyace el deseo compulsivo de recuperar ese paraíso perdido en el que la madre era la prolongación del yo y su inagotable fuente de placer y seguridad, y no es casual que se lo represente como un putto ensimismado.
El exclusivismo y la posesividad típicos del amor se corresponden con la estructuración familiar nuclear de la sociedad, basada en la pareja —más su eventual prole— concebida como isla afectivo-sexual y económica. La afectividad y la sexualidad se conforman en el seno de la familia, y tienden a reproducirla.
Las supuestas actitudes progresistas o desmitificadoras con respecto al amor rara vez van más allá de una mera puesta al día del mito. Del mismo modo que el matrimonio se flexibiliza con el divorcio, el amor, para sobrevivir en una época supuestamente racionalista, renuncia a sus pretensiones de absoluto y eternidad. Pero no es una renuncia sincera: las pueriles ansias de una fuente de placer y seguridad plena, incondicional, continua y exclusiva siguen latentes; sigue vivo el deseo de anexionarse a otra persona (no en vano se usa el término «conquistar» como sinónimo de enamorar), de recuperar el tiempo edénico en que la madre era la mullida fortaleza de un ego de límites difusos. Liebe ist Heimweh: el amor es nostalgia, dicen irónicamente los alemanes.
El monstruo de ojos verdes
La etiología familiar de la fiebre amorosa se manifiesta claramente en el más común de sus síntomas: los celos.
Los celos y su feroz cortejo (posesividad, dependencia, ansiedad, agresividad…) son una previsible consecuencia de la puerilidad del amor: cuando dos personas, al enamorarse, contraen el compromiso tácito de satisfacer mutuamente su insaciabilidad infantil, es inevitable que se frustren o sean presas del pánico al abandono, ya que el bebé interior, exacerbado por el furor amoroso, exige una dedicación constante y exclusiva que en el fondo sabe imposible. Este miedo fóbico al abandono, esta frustración sorda debida al hecho de no ser omnipotente, omnipresente y omnisciente en el universo del otro, se traduce en los celos, el monstruo de ojos verdes que se burla de la carne de la que se alimenta, como lo definió Shakespeare.
Los miembros de una pareja se someten con frecuencia a un engaño mutuo solo concebible en la medida en que ambos desean ser engañados, firmando con su sangre (pues de vender el alma se trata) un contrato incumplible: «Tú vas a fingir que yo soy lo más importante para ti, la razón de tu vida, y yo fingiré que tú eres la razón de la mía; de este modo olvidaremos que estamos irreversiblemente solos, cada uno confinado en el centro de su propio universo. Tú vas a fingir que yo soy para ti algo único e insustituible, que estás conmigo precisamente porque soy yo, cuando en realidad mi identidad profunda te es desconocida e inasequible, y no soy más que uno entre los miles de actores o actrices que podrían representar el mismo papel para ti; a cambio, yo fingiré que tú eres para mí algo único e insustituible (cosa que me resultará tanto más fácil en la medida en que me hagas creer que yo lo soy para ti), que estoy contigo precisamente porque eres tú…».
Un engaño mutuo que solo es concebible en el marco de una mitología sólidamente instaurada.
Odi et amo
En el lenguaje coloquial se alude a menudo al carácter traumático del amor: se habla del mal de amores, de la fiebre amorosa (los brasileños son más explícitos y usan «tarado» como sinónimo de enamorado), y no en vano se representa a Cupido armado de arco y flechas; pero está tan arraigada la mitología del amor, que ni siquiera admitir que se trata de un dios ciego y tiránico impide que se lo siga adorando de una forma u otra.
El terrible adagio «del amor al odio no hay más que un paso» es un claro indicio de la morbosidad del amor. Amor y odio son las dos caras de la moneda afectiva en curso, acuñada con una aleación que incluye una considerable proporción de egoísmo, miedo, falsedad… Son las dos caras de la moneda de la incomunicación, y por eso están tan próximos, es tan fácil pasar de uno a otro e incluso confundirlos. Si las personas pudieran conocerse realmente, comprenderse, colaborar, desarrollar la solidaridad y la empatía, desaparecerían tanto el odio como su reverso, el amor compulsivo. Y solo habría amistad, más o menos íntima, más o menos profunda, más o menos sexual, pero básicamente respetuosa de la identidad ajena, abierta, libre.
Se suele pensar que los aspectos negativos de este amor compulsivo a un paso del odio son defectos extrínsecos, accidentes aislables de una hipotética esencia positiva del amor, noble y luminosa. Pero los celos, la frustración, la angustia y la agresividad latente —o manifiesta— no son «impurezas» del amor, sino componentes intrínsecos. La posesividad y la dependencia engendran celos y ansiedad, la idealización engendra frustración, y la ansiedad y la frustración engendran angustia y agresividad.
Bien es cierto que, a pesar de la generalizada morbosidad amorosa, hay amores más sanos que otros, algunos, incluso, en los que los aspectos negativos quedan relegados a un segundo término, contenidos por una actitud especialmente sensata de las personas implicadas y/o unas circunstancias especialmente favorables; pero estos «grandes amores» son tan excepcionales que hay todo un género literario y cinematográfico dedicado a exaltarlos (como se exalta a los héroes, y por la misma razón).
No es fácil combatir la arraigada tendencia a considerar el amor como algo cierto-bueno-bello y empezar a tratarlo como una forma de alienación. Se suele contemplar y vivir el amor como algo superlativamente auténtico y personal, expresión del núcleo mismo del yo y fuente primordial de las gratificaciones más intensas y elevadas. Y ello a pesar de que la evolución misma de los procesos amorosos se encargue de desengañarnos, ya sea mediante una decepción brusca o un enfriamiento gradual jalonado de decepciones menores. Cumplido su objetivo de atomizar la sociedad en grupúsculos aislados y manipulables, en células familiares o cuasifamiliares, el amor suele revelar su engaño básico. Pero muchos atribuyen el fracaso a fallos personales o circunstanciales, resistiéndose a ver la falsedad básica del planteamiento mismo.
E incluso entre los escépticos respecto al amor, muchos buscan sucedáneos más que alternativas, y en realidad lo mitifican aún más, al considerarlo «algo demasiado bello para ser verdad».
Estas formas de escepticismo, resignación o desengaño no se oponen a la mítica amorosa, sino que, por el contrario, la refuerzan en la medida en que desvirtúan las causas de la frustración afectiva y desvían la subsiguiente agresividad de sus auténticos objetivos: el propio mito del amor y la ideología que lo informa.
Foedus amicitiae
Suponiendo que se admita el carácter neurótico y regresivo del amor tal como se suele vivir y entender hoy día (el impropiamente denominado «amor romántico»), ¿cómo superarlo y con qué sustituirlo? Tal vez lo único que podamos hacer por el momento sea someter a una rigurosa autocrítica nuestra visión del amor y nuestras vivencias afectivas, separando en lo posible los inevitables aspectos negativos (posesividad, dependencia, mitificación, agresividad…) de los positivos (solidaridad, empatía, respeto a la identidad y a la libertad ajenas…), esforzándonos por combatir los primeros y potenciar los segundos. Este mero esfuerzo no bastará para cambiar radicalmente nuestra estructura afectiva; pero es un primer paso, igual que el diagnóstico de una enfermedad es el primer paso hacia su curación.
En cuanto a las posibles alternativas al amor tal como hoy se vive y entiende, solo podemos vislumbrarlas, ya que van ligadas a condiciones psicológicas y sociales radicalmente distintas; pero parece razonable suponer y esperar que una potenciación de la solidaridad, la comprensión, el respeto por la autonomía propia y ajena, junto con la superación de la posesividad, la agresividad, etc., darán lugar a un tipo de relaciones extrapolables de lo que hoy se entiende por una buena amistad; relaciones en las que el sexo podrá jugar un papel más o menos explícito, más o menos importante, pero no coercitivo. El «pacto de amistad» que Catulo le propuso a Lesbia hace dos mil años —y cuyo incumplimiento lo llevó a escribir Odi et amo, su poema más desgarrado— podría ser un referente.
Solo podemos hacernos una idea muy vaga de tal situación afectiva, del mismo modo que no podemos hacernos una idea clara de una sociedad libre, ya que ambas cosas —afectividad no represiva y sociedad no represiva— irán indisolublemente unidas y se determinarán mutuamente, del mismo modo que se determinan mutuamente el amor neurótico y la sociedad neurótica actuales.

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