martes, 10 de mayo de 2022

Nueve cosas que aprendí dando vueltas por el mundo

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Nueve cosas vueltas mundo
Una mujer en las inmediaciones del templo Thrangu Tashi Yangtse, Nepal, rodeada de banderas de plegaria tibetanas. Fotografía: Oleksandr Rupeta / Getty. vueltas mundo

1. Sobre la pobreza

Sobre la pobreza aprendí que es una metástasis que se lo come todo. Ojalá fuera solo escasez de dinero o incluso de alimentos. La pobreza hace que niños de cinco años tengan la estatura de uno de un año y que saquen peores notas que un niño que puede comer fruta, carne y pescado todas las semanas. La pobreza hace que su capacidad de aprendizaje y desarrollo sea mucho menor, hace que tengan menos opciones de tener éxito. Que tengan menos posibilidades de convertirse en deportista (por falta de medios —¿dónde conseguir una raqueta o una piscina para entrenar?—, de buena nutrición o de buena formación), de convertirse en científico o artista. La pobreza hace que crezcan con esas carencias y eduquen a la siguiente generación sin herramientas. Hace que se hereden las lagunas emocionales y no sepan ser cariñosos. Que se perpetúen los códigos de violencia. Que no haya medios para supervisar el desarrollo de los niños que conformarán la siguiente generación de adultos. Que no se detecten enfermedades con solución y la gente conviva con ellas sin ser consciente de lo que padece, ya sean alergias, ansiedad, problemas en la piel, tiroides o cualquier otra cosa que jamás nadie les diagnosticará. 

La romantización de la pobreza es, tal vez, el cliché más injusto y cruel. Esos niños y niñas sin zapatos que corren libres y sonriendo por el barro son niños y niñas que crecen en un ambiente sin normas en el que el bullying, la violencia, la agresión sexual y la tensión están presentes de manera permanente. Se forman como personas en una atmósfera de dureza y supervivencia. Y llegan a adultos con esa moldura que transmiten a sus hijos. La pobreza se perpetúa, se hereda, no se supera por arte de magia. 

La pobreza genera estrés y ansiedad pensando en cómo ganar dinero al día siguiente. Genera dolor de espalda porque la cama está rota. Genera fiebre y diarrea porque en casa entra frío. Cuando un niño se rompe un hueso se queda cojo toda la vida porque no hay medios para rehabilitar algo no tan complicado de solucionar. La pobreza lo abarca todo e influye en todo, se transmite de generación en generación y atrapa a sociedades enteras como una tela de araña. En general, cuando nos preguntamos por qué en algunos sitios ocurren ciertas cosas y en otros no, la respuesta casi siempre es la misma: pobreza. Ojalá fuera solo escasez de dinero. 

2. Sobre viajar por carretera

Lo más peligroso cuando viajas a un país en desarrollo no es la inseguridad, incluso si está en conflicto. No son las enfermedades o la comida. Lo más peligroso es tener que viajar por carretera. Ahí está el verdadero problema. Ahí es donde muere la gente. Carreteras hechas polvo, coches en las últimas y conductores que no saben conducir. Cada vez que me ha tocado desplazarme sobre cuatro ruedas (o dos) en países castigados por las carencias he sentido el miedo como en ninguna otra situación. Y creo que he estado varias veces cerca de no contarlo: adelantamientos esquizofrénicos, conductores que se giran para hablarte, volantes torcidos, neumáticos que explotan, curvas que no avisan, baches que son cráteres… Mil veces prefiero un avión que se cae a trozos con un piloto ruso retirado que desayuna vodka. En la carretera está el peligro. 

3. Sobre el otro

La mayoría de las personas del mundo no conocen nada más allá de su provincia. La absoluta mayoría, nada más allá de su país. Y casi ninguno, nada más allá de su cultura. A muchos no les interesa. Otros no pueden permitírselo. En el desconocimiento de quiénes son los otros, de cómo funcionan esos otros lugares que no son el mío, se sustentan casi todas las opiniones y decisiones. Lo desconocido provoca miedo en primer lugar. Los pueblos del mundo se relacionan entre sí sin saber nada los unos de los otros. Somos todos sospechosos habituales y a partir de esa lógica se construyen los relatos. A veces, esos relatos son cruelmente usados por los ideólogos. 

4. Sobre la bondad

Creo que casi todas las personas que pueblan el mundo son, en esencia, personas buenas y pacíficas. La absoluta mayoría de la gente quiere vivir tranquila y que los demás vivan tranquilos. Y es bastante sorprendente esto: en muchísimos países hay impunidad, no hay medios ni voluntad de investigar los delitos. Es decir, las cosas podrían resolverse con violencia y sin consecuencias. Y, sin embargo, pasa poco para lo que podría pasar. Al fin y al cabo, somos primates con tecnología y armas. La única explicación que le encuentro es que, la mayoría de la gente, en realidad, no está interesada en la violencia.

5. Sobre la libertad de los animales

Prácticamente no existen animales en libertad. En libertad real. Cuando uno ve documentales de leones, elefantes o tigres se pregunta qué lugares son esos donde viven. La respuesta es que son reservas. Espacios limitados y protegidos en los que habitan, como jaulas gigantescas de las que no pueden salir. Más allá de esos límites hay población humana, incompatible con la vida salvaje. Hay unas decenas de reservas en África en las que viven los rinocerontes, las cebras, los leopardos, las hienas o los hipopótamos. Tienes que ir a esas reservas (pagando) para verlos. Si no, no los verás. No existen en libertad real. El número de ejemplares de este tipo de animales es limitado y se ubica en estos puntos concretos.

6. Sobre ponerte contento cuando caminas porque no tienes un esguince

A veces me preguntan en qué me ha ayudado, qué me ha aportado, conocer lugares donde hay crisis humanitarias, carencias, necesidad o violencia. Nunca sé bien qué responder, pero por dentro mi conclusión va definiéndose con los años: me ha ayudado a tomar perspectiva. Cuando llueve fuera y hace frío me hace sentir muy privilegiado tener una casa y poder poner la calefacción. Es un pensamiento de solo un instante, unos segundos, pero lo paladeo y agradezco íntimamente. Aunque jamás me haya visto en situación de calle. A veces, cuando abro el grifo para beber, me entra esa misma sensación. Cuando salgo de casa y camino por la calle sin preocuparme por si me van a asaltar, o por qué barrio puedo pasar y por cuál no, o a qué hora puedo estar en la calle y a cuál no, siento lo mismo. La seguridad es, tal vez, el factor más determinante para medir la calidad de vida. De entre todas las variables, creo que es la de más peso para calibrar qué tal se vive en un lugar. Poder planificar tu día, decidir a qué hora vas a ir a cualquier sitio y no meter en esa ecuación si te pueden asaltar, matar o robar por decidir mal el momento y el lugar. Eso es un privilegio como pocos. A veces, por extensión un poco delirante, me pongo a pensar mientras camino en lo bien que se camina sin tener un esguince. 

Nueve cosas vueltas mundo
Varios jóvenes se disponen a internarse en el desierto del Sahara cerca de Agadez, Níger, 2016. Fotografía: Scott Peterson / Getty.

7. Sobre Occidente

Un eslogan reduccionista que a veces (pocas) digo es: fuera de Occidente todo es machismo, racismo, homofobia y clasismo. En el fondo creo bastante en tal afirmación. Me da la sensación de que, a veces, algunas personas creen que estos problemas son más fuertes en Europa o Estados Unidos. Cuando es exactamente al revés: en Occidente es donde menos machismo, racismo, clasismo y homofobia hay. ¿Significa que no hay? En absoluto, todavía hay. Hay mucho que mejorar. Pero lo que también hay en Occidente es mucha más conciencia, mucha más intolerancia hacia el hecho de que aún existan estos problemas. Y por tanto se habla mucho más de ellos, se denuncia con mucha más intensidad y ocupa agendas políticas, mediáticas y sociales. Ocupa conversaciones y pensamientos. Porque nos preocupa más que en ningún otro sitio. 

Mi experiencia más allá de Occidente me llevó a ver que el machismo, el clasismo, la homofobia y el racismo son de uso común en la mayoría de los sitios. Son comportamiento mayoritariamente aceptados que todavía, en muchos lugares, no se perciben como un problema o una cuestión que resolver. Que ni siquiera son detectados. Es posible que Occidente tenga muchas cosas malas. Pero está a años luz del resto del mundo en cuanto a justicia y derechos. A años luz. 

Esto no es un juicio. Es una percepción que expongo. Hay causas que explican esto, hay motivos y hay matices. Y, desde luego, no ocurre porque sí, porque seamos mejores o peores. 

8. Sobre los mapas

Los mapas son muy mentirosos. Sobre todo, los políticos. Nos dicen cuáles son las fronteras administrativas de los Estados, cuando en la mayoría de los casos esto es inútil para comprender la realidad de los habitantes. La mayoría del mundo se organiza por tribus, por clanes, por etnias. Casi todo el planeta, en su momento colonizado por una minoría, está reagrupado en países que albergan multitud de realidades diversas por las que realmente se rigen sus habitantes. Las etnias comparten cultura, costumbres e idioma, aunque pertenezcan a distintos Estados. Las relaciones, el comercio, los negocios, las elecciones, etc. casi siempre están determinadas por las relaciones tribales, esas que no aparecen en los mapas y que de verdad revelan cómo se organiza una red de población. 

9. Sobre la fuerza de voluntad

Agadez es una ciudad en el corazón de Níger. Es una de las últimas localidades antes del insondable desierto del Sahel. Una especie de puerto antes de salir al mar, en este caso un mar de arena. Quien logra atravesar ese mar —se tarda tres días y tres noches en todoterreno sin parar— alcanza la otra costa, la formada por las ciudades del sur de Libia o Argelia. En medio: arena, oasis y tribus bereberes, algunas de ellas afiliadas a grupos terroristas. Hostilidad. 

Hay una imagen casi teatral en Agadez. La ciudad, no hace tanto destino turístico, vive ahora de la llamada inmigración ilegal y alberga a miles de jóvenes subsaharianos que esperan para dar el salto en el remolque de una pickup. En un extremo de la localidad, donde terminan las calles de tierra y las casas de adobe y empieza el desierto, se levanta una pequeña garita de soldados adormilados y descalzos con una barrera al lado que pretende cortar el paso a la inmensidad. La barrera está formada por una endeble cadena de unos tres metros de largo. Detrás se extiende el apabullante desierto. Basta con caminar unos metros a la derecha o a la izquierda del puesto de control para acceder a la inmensidad de la arena. Como poner una señal de stop en medio del océano. 

En Agadez conocí a Jack, un periodista local que, como casi todos los vecinos, estaba haciendo ese mes el ayuno de Ramadán. Si completar este ayuno es un desafío, hacerlo a cuarenta grados en medio del desierto y sin dejar de trabajar es una odisea. Con Jack quedaba todas las mañanas, sobre las seis, para empezar a trabajar. Me acompañaba durante todo el día para hacer entrevistas, visitas, charlas… Todo por las desérticas calles de la desértica Agadez y bajo el desértico calor. Jack no bebía un solo trago de agua ni probaba bocado durante todo el día. Yo lo miraba asombrado y bebía a escondidas porque me daba rabia hacerlo delante de él. Me imaginaba su boca polvorienta por la sequedad, su garganta como la lija, sus fuerzas flaqueando… Así que comía y bebía intentando que no me viese. Aunque me veía. 

Por la tarde regresábamos al hotel, sobre las cinco o las seis, y nos sentábamos en una mesa derrengados tras el día de trabajo y el calor. Yo me bebía un refresco y comía algo. Jack pedía un té y una botella de agua y lo dejaba encima de la mesa. Ahí se quedaba hasta que daban las siete de la tarde —la hora permitida para interrumpir el ayuno— y se escondía el sol. Entonces y solo entonces, abría la botella y bebía. 

Yo pensaba que estar todo el día arriba y abajo en una ciudad de tierra y adobe en medio del desierto era duro. Pero nada comparado con esa última hora. Ese último trecho de tiempo en el que Jack llegaba al límite de sus fuerzas, agarraba la botella de agua y se sentaba delante de ella sin beber hasta el momento permitido. Era una resistencia estoica, un compromiso con su causa (sagrada o absurda, según para quién) que le hacía aguantar con la boca seca y pastosa, sin un ademán de quebrarse, con la botella de agua helada frente a él. 

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