miércoles, 26 de agosto de 2020

Matar y matar, hasta que sea suficiente

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Roman von Ungern-Sternberg. (DP)

¿Qué sabía de gobernar aquella escoria que nunca tuvo siervos? ¿No era evidente que el de los bolcheviques era un plan trazado por los judíos hace tres mil años? Afortunadamente, la profecía anunciaba reparación: al mando de su caballería budista, el barón Von Ungern-Sternberg devolvería el orden natural al universo.

Desde su yurta en la estepa mongola, el barón pidió a la gitana que volviera a leer en aquellos huesos de pájaro que se chamuscaban sobre ascuas. ¿Era realmente cierto que los dioses solo le concedían ciento treinta días más de vida para cumplir su misión? Lo era. Ungern respiró hondo, repitiéndose a sí mismo que varios oráculos lo habían confirmado ya como «la última reencarnación del Dios de la Guerra». Cuando están a punto de cumplirse cien años de su muerte, aún quedan mongoles que se encomiendan a la protección de Robert Nikolaus Maximilian von Ungern-Sternberg. En sus oraciones es «Ungern» a secas.

Sus treinta cinco años de vida fueron testigos de no pocas proezas militares y muchísimas más atrocidades. El año «cero» arranca en 1887 en Graz (Austria), en casa de unos nobles alemanes del Báltico que deciden volver a su tierra en Estonia un año después. Sus primeros pasos los da entre Reval (hoy Tallin) y, al igual que muchos aristócratas bálticos de la época, será educado en casa y en alemán hasta los quince, antes de enfilar la secundaria en un liceo donde pasará a la cantera de futuros oficiales del ejército del zar. Pero le cuesta adaptarse a esa disciplina que no distingue entre un alumno ruso (la mayoría lo son) y un alemán de Estonia, y que incluso obliga a ambos a compartir clases y vestuarios con los judíos. Estos últimos apenas suman un puñado, pero para Ungern ya son demasiados.

Sus calificaciones son atroces, pero aún lo es más su comportamiento. Le gusta arrojar sus libros por la ventana en mitad de la clase y salir corriendo tras ellos para no volver. Se sienta solo porque ninguno de sus compañeros quiere compartir pupitre con él: una vara de avellano robada a un profesor, unas tijeras que se trajo de casa o los huesos de sus nudillos avisan a diario de la tragedia que se avecina. Es cruel con humanos y animales a partes iguales, y hasta los matones de cada clase tiemblan cuando su mirada se cruza con esos ojos extrañamente hundidos y separados el uno del otro. Son claros como diamantes, y brillan como los de una bestia salvaje que te observa desde el interior de una cueva antes de atacar. Resulta imposible escapar de ellos y se opta por expulsar del colegio a su dueño.

El barón Hoyningen-Huene (su padrastro) tendrá que mover más de un hilo para que lo acepten en la Academia Naval de San Petesburgo. Ahí destaca en gimnasia porque eso de trepar por mástiles y maniobrar entre foques y trinquetes le entretiene bastante. Pero continúan las peleas y agresiones, ahora casi siempre borracho, y da igual que sea en clase o en la iglesia. La institución acaba pidiendo a sus tutores que, por favor, se lo lleven de allí. Pero el joven se guarda un as en la manga: en una acción absolutamente quijotesca, se alista como un voluntario más para combatir en la contienda ruso-japonesa (1904-1905). La guerra, al fin.

Epifanía

A pesar de su nombre, la contienda entre Tokio y Moscú se libró por completo en tierras del agonizante imperio chino y, para cuando llegó aquel recluta de diecinueve años, los combates se reducían a una serie de tímidas escaramuzas. La derrota de las tropas zaristas era vergonzante, sí, pero es que el japonés era un enemigo disciplinado y fascinante. Así lo entendió Ungern. De vuelta en Rusia, el sistema que él había ido a defender se derrumbaba. Estaba en entredicho ni más ni menos que el orden imperial: Dios elige a un rey que gobierna sobre sus súbditos, y es entre ambos extremos de esa cadena donde cada uno tiene reservado su sitio. Así ha sido siempre. Sabe que el eslavo, «de naturaleza inferior», no solo no es capaz de tomar sus propias decisiones, sino que también es fácilmente manipulable por los judíos. A él le resulta evidente durante las protestas de 1905, cuando se empezó a escribir el prólogo de la revolución que transformaría Rusia y el resto del mundo.

Bastaba con agenciarse una copia de Los Protocolos de los Ancianos de Sion para entender que el enemigo era mucho más maquiavélico de lo que uno podía pensar. Ungern lo hace tras su ingreso en la prestigiosa Academia Militar de Pablo I, donde también descubre a Dante y a Konstantin Leontiev, un filósofo a quien se conoce como «el Nietzsche ruso». Entre otras cosas, Leontiev alaba la simplicidad y la pureza de Oriente frente al «igualitarismo contra natura de Occidente», todo ello en un discurso que tamiza con altas dosis de budismo y misticismo. Fue el propio George Orwell el que dijo que «el ocultismo acarrea la idea de que el conocimiento ha de ser algo secreto reservado a un pequeño círculo de iniciados». Por supuesto, Ungern también pertenece a esa élite.

En la academia militar sigue siendo un estudiante mediocre, pero empieza a entender el valor de la disciplina y destaca como un excelente jinete. Por primera vez consigue no ser expulsado de una institución y, tras su graduación, pide ser destinado al regimiento de cosacos de Transbaikal (Siberia Oriental). Para entonces ha leído ya sobre Shambala, el reino oculto de la Tierra Pura para los mongoles, cuyo mito intentan capitalizar los rusos. Ya en 1900, un agente secreto buriato llamado Agvan Dorjiev tenía la misión de extender entre la creencia de que los Romanov descendían de los mismísimos reyes de Shambala.

Ungern galopa ahora entre cosacos, ese grupo heterogéneo de individuos que había abandonado la civilización en Lituania, Rusia o Polonia y ahora se dedicaba a patrullar los confines del imperio sin más techo que el cielo raso. También hay mongoles budistas entre ellos, y todos odian a los judíos. El joven barón experimenta un fuerte sentimiento de pertenencia al que acompaña la epifanía que siente cada vez que visita alguno de esos templos budistas. Entre imágenes grabadas en tela y madera, distingue a los dioses entre amasijos de cadáveres, cabezas cortadas, ojos que abandonan sus órbitas, huesos que atraviesan la piel… El budismo mongol rezuma chamanismo por todos sus poros; hay profecía y sacrificio, y Ungern vuelve a Estonia empapado en la mística de la hecatombe. Pero a orillas de un mar Báltico siempre mortecino, el alcohol es su único refugio para protegerse de los embates del tedio. Una vez más, la guerra vendrá a su rescate: es 1914.

Vuelta a Transbaikal, esta vez con el Regimiento de Nerchinsk, el cual ostentará el honor de participar en algunas de las batallas más estúpidas y sangrientas del frente oriental. Con cifras de mortalidad que superan entre tres y cuatro veces la media del Ejército Imperial, pronunciar «Nerchinsk» solo evoca muerte y autodestrucción. Ungern combate a caballo en un mundo ya dominado por tanques, ametralladoras que barren el horizonte y aviones rasgando el firmamento. Acaba herido, pero no lo suficiente como para rechazar su nuevo destino en Prusia Oriental; de ahí a los Cárpatos, y luego al Cáucaso, donde intentará formar un batallón de asirios para luchar contra los turcos. Exceptuando su estancia como cadete en San Petesburgo, pasará su vida en los confines del imperio haciendo lo que más le gusta. Nunca falta faena, sobre todo cuando los fantasmas de 1905 se despiertan de nuevo y el zar es obligado a abdicar en marzo de 1917. Más al oeste, Estonia declara su independencia de forma muy breve —entre la retirada rusa y la ocupación alemana— en 1918. Allí, al enemigo bolchevique se le suman los Baltikumer, grupos de alemanes que marchan en la nueva Ritt gen Osten, la Cruzada contra el Este de los Caballeros Teutónicos. De haberse quedado en el Báltico, Ungern habría podido encajar entre ellos, o en esas divisiones del Ejército Blanco que lucían una combinación de insignias alemanas y rusas. Pero ya es demasiado tarde: el barón pertenece a Mongolia, y esta no tardará en pertenecerle a él.

Expiación

Que el almirante Kolchak —el líder de los blancos— lo envíe a defender la frontera más oriental de Rusia es una buena noticia. Allí servirá a las órdenes del general Grigori Mijailovich Seimonovich, un hijo del Baikal de padre cosaco, madre buriata y rostro brutal que ejerce una gran fascinación sobre él. Nominalmente, ambos son leales a Kolchak, pero el imperio se ve muy distinto cuando uno lo otea desde donde nace el sol. Ungern cabalga por estepas vacías hasta donde alcanza la vista, un espacio infinito en el que la única función de las marmotas es asomar la cabeza de vez en cuando para recordarle a uno que existe vida en ese remoto planeta. Su misión es recabar apoyos en Manchuria para devolver el golpe a los rojos y restablecer la monarquía. Hay gente dispuesta a escucharle, entre ellos los japoneses, quienes sienten pavor ante una posible expansión de la revolución a su provincia continental, lo mismo que los mongoles o los chinos. Por supuesto, también los británicos y los franceses, de quienes llegan fondos y armas para los blancos de Siberia. Y aún hay más. Durante la Primera Guerra Mundial los rusos capturaron a miles de checos y eslovacos. Cuando los bolcheviques se hicieron con el poder, muchos de ellos quisieron desplegarse en el frente occidental y volver de ahí a casa. Pero con los alemanes bloqueando el camino, la única ruta era el Transiberiano hasta Vladivostok (en la costa del Pacífico); de ahí solo quedaba ya atravesar medio mundo. Los aliados enviaron a la Fuerza Expedicionaria Siberiana, un contingente principalmente integrado por soldados americanos para socorrerlos y, de paso, ayudar a contener la expansión bolchevique. El frío acabó con ellos antes incluso de que llegaran los rojos.

Semionov y Ungern dirigen sendos distritos en Transbaikalia, pero las órdenes ya no llegan de Kolchak, sino directamente desde Japón: Tokio espera que Semionov construya y lidere un gobierno títere en el Extremo Oriente ruso. En su asentamiento de Dauria, Ungern es uno más: se viste como un mongol, duerme en una yurta, bebe la misma leche de yegua fermentada que la soldada, consulta a los dioses a través de un oráculo y se encarga de supervisar personalmente las clases de lengua mongola de sus jinetes rusos o checos. Como cualquier director de colegio frustrado, en 1919 se queja de que solo dos oficiales han atendido a la última clase, algo que considera como «una grave dejación de sus obligaciones». Cincuenta latigazos. Como siempre, Ungern no habla de «crueldad» sino de «castigo»: esa es la única manera de mantener la disciplina. Hay un momento del día reservado para la oración en el que cada uno reza a su dios o dioses, da igual a cuáles. No ha renunciado oficialmente a ser luterano, pero se muestra generosamente tolerante con cualquier credo excepto el judío.

Ocupando una posición estratégica en la ruta del Transiberiano, sus hombres se dedican a despojar de todos sus bienes a casi todo los que pasan por ahí. Los comerciantes chinos son especialmente tentadores y no se vacila a la hora de cortarles los dedos cuando sus anillos y sortijas se resisten a abandonarlos. Los judíos saben lo que les espera si se cruzan con el barón, pero algunos aún tientan a la suerte luciendo pequeños crucifijos colgando de sus cuellos. Ungern, que ya ha sustituido el alcohol por el opio, disfruta demostrando sus dotes de clarividente ante sus hombres: le basta posar la mirada sobre una fila de individuos a los que se ha obligados a bajar del tren para desenmascarar a un judío o a un comisario bolchevique. Dependiendo de los dioses mongoles, de la humedad del ambiente y, sobre todo, del humor del barón, se les desmembrará, desollará o quemará vivos frente al resto del pasaje. Docenas de ojos se pierden entre el horror y el alivio antes de continuar el viaje.

A cuatrocientos kilómetros al este de los dominios de Ungern, a Semionov le llueve el dinero de prácticamente todos los enemigos de la revolución, una fortuna que se infla asaltando monasterios budistas, asentamientos nómadas o simples individuos de paso. Su codicia va a la par de su crueldad, que incluye una depredación sexual sin límite a la que da rienda suelta en esos vagones en los que retiene a treinta jóvenes esclavas. En The Bloody White Baron (Basic Books, 2008), probablemente la mejor biografía del barón hasta la fecha, el historiador James Palmer asegura que no existe mención alguna al sexo en las notas del propio Ungern o las recogidas entre los que le conocieron. En 1920 circulaba la historia de que su mujer y sus hijas habían sido brutalmente asesinadas por los bolcheviques en Estonia, aunque probablemente fuera un relato fabricado para justificar su crueldad extrema. Se decía que no soportaba la presencia de las mujeres y él mismo se enorgullecía en público de su celibato ascético. Así, su matrimonio en 1919 fue una sorpresa para todos, pero aquella aristócrata china de diecinueve años no era sino parte de un intento de buscar nuevos aliados para su causa.

Ungern no veía con buenos ojos la debilidad material y carnal de Semionov, pero hay algo que desagrada aún más: su compañero no solo no extermina a los judíos, sino que permite que estos se reúnan un teatro donde se ofrecen obras en yiddish y una sinagoga. ¿Acaso no ha leído Grigori Mijailovich los Protocolos? Ahí se habla del plan primigenio semita de dominar el mundo. ¿Acaso no ha llegado a sus manos de la lista de Fyodor Vinberg? Ahí se desvelan los nombres de los judíos que mueven los hilos de la revolución. El barón está convencido de que la aristocracia rusa pasará a los judíos porque, como repitió siempre, los eslavos son incapaces de levantar un Estado. Asegura que lo único que puede envidiar un alemán de un ruso es su conexión con el este; de hecho, son legión los teutones entre la élite militar rusa, generales como Paul Von Rennenkampf, quien antes había participado en la rebelión de los Boxers en China (1900-1901), Yevgeni Miller (autoproclamado «gobernador blanco del norte de Rusia») o el propio Piotr Wrangel, comandante en jefe de las fuerzas blancas del sur. Wrangel llegó a alabar la destreza militar de Ungern en repetidas ocasiones. Si no lo ascendió, decía, fue «por su temeridad y su carácter impulsivo e inestable».

Karma

El siguiente paso del barón será liberar Mongolia de la ocupación china, algo que pasa por expulsar a la guarnición desplegada en Urga (actual Ulan Bator). Es allí donde el Bogd Kan, el líder espiritual de los mongoles, sufre la tremenda humillación de languidecer en arresto domiciliario. Los soldados chinos suplen su falta de motivación con un equipamiento militar muy superior al de los atacantes así como con la ventaja que les da defender una ciudad amurallada. La que ha de tomar la iniciativa es la División de Caballería Asiática, un ejército de entre cinco mil y seis mil hombres entre rusos, checos, japoneses y un puñado chinos —reclutados a la fuerza— a los que se ha sumado recientemente un nutrido grupo de tibetanos. No obstante, los mongoles conforman la mitad de un contingente muy colorido: los cosacos visten la cherkeska tradicional —esos abrigos largos azules con cartucheras a la altura del pecho— y, como el resto de los rusos, marchan bajo un estandarte que luce la M de Miguel II. Es el hijo del zar y, por lo tanto, el heredero legítimo de la corona. Ignoran que lleva ya tres años muerto. Por su parte, tibetanos y mongoles visten de rojo con una esvástica budista bordada en amarillo. Para entonces, Ungern es consciente de que también se trata de un símbolo antisemita, con lo que la cruz gamada le gusta por partida doble.

Tras un primer intento fallido en el que Ungern pierde un gran número de hombres y caballos bajo las ametralladoras y la superioridad numérica chinas (dos a uno), los hijos de todas las fes menos la judía se hacen finalmente con la ciudad y rescatan al Bogd Kan. Una escolta personal de doscientos hombres se asegurará de que no vuelva a caer en manos chinas. El odio de los mongoles hacia los chinos era casi comparable al de Ungern hacia los judíos, por lo que aquel hombre enfundado en un deel (traje nacional mongol) de seda amarillo y una insignia de general zarista sobre su hombro izquierdo no tarda en convertirse en una leyenda viviente. Ha sido visto en prácticamente todos los frentes de la batalla pero no muestra ni un solo rasguño. Los mongoles ven señales del karma por todas partes, de un liberador que, según la profecía, «vendrá del norte». ¿Podía tratarse la última reencarnación del Señor de la Guerra? Nunca se reconoció de forma oficial, pero eso no impidió que se levantaran templos dedicados a su figura.

Con el kanato de Mongolia convertido en un bastión contrarrevolucionario, la nueva autoridad en Moscú se ve forzada a tomar medidas de emergencia. Oficialmente, Mongolia seguía siendo parte de China, pero se acaban enviando tropas mientras se sigue alimentando la insurrección comunista en suelo mongol. Realmente está pasando, y el barón ve enemigos por todas partes. Lo último que esperaban los judíos que habían huido de los pogromos en Centroeuropa era que el exterminio se repitiera en el Extremo Oriente. Los mongoles, que no tenían una tradición antisemita, se quedan atónitos ante la crueldad que se ejerce sobre ellos: se les caza en la calle a caballo, eso cuando no se les ha linchado antes en sus casas, y se les tortura por puro entretenimiento. La paranoia por la infiltración bolchevique lleva a Ungern a utilizar técnicas de desmembramiento aprovechando la fuerza de árboles tensados. Casi un millar de individuos fueron ejecutados por orden del barón durante su reinado en Mongolia (entre febrero y agosto de 1921). Aquellos miembros catapultados sobre las cabezas de los asistentes recordaban ampliamente el precio a pagar por la traición o la indisciplina; nada resultaba excesivo para ejecutar un plan que, según el historiador ruso Stanislav Jatuntsev, pasaba por «lanzar cruzada contra Occidente, la fuente de las revoluciones, utilizando el poder de Asia para establecer la cultura y la fe asiáticas en toda Eurasia mientras restauraba las monarquías caídas». Y ya le dijo aquella gitana que los dioses solo le daban ciento treinta días para conseguirlo.

Los revolucionarios se habían hecho fuertes en la ciudad mongola de Kiatka, por lo que extirpar aquel cáncer resultaba imprescindible antes de continuar la misión encomendada por los dioses. Para entonces, aquella ciudad fronteriza aglutinaba al grueso de la trigésimo quinta división del Ejército Rojo, un contingente que no solo contaba con un tejido étnico de rusos y mongoles muy parecido al de Ungern, sino que también estaba comandado por otro alemán del Báltico curtido en mil batallas. Konstantin Neumann se llamaba. Podría decirse que el barón se miró en el espejo, pero la mirada se la devolvió el abismo. De no ser porque los comandantes rojos utilizaban mapas de más de cuarenta años, la caballería asiática habría sido exterminada por completo en la primera carga. El Ejército Rojo entra en Mongolia; con la capital de su futuro imperio ya perdida, la única opción es atravesar el desierto del Gobi -sin agua ni suministros- para llegar hasta la tierra budista más pura: Tibet. Agotada y desconcertada, lo único que sabe la tropa es que Ungern ha de morir. Quince oficiales conspiran con el apoyo tácito de las tropas rusas mientras los mongoles vacilan a la hora de desafiar a los dioses. «Nuestro ejército ha envilecido», avisa a Ungern el único príncipe mongol que queda en la división. Pero los asiáticos tampoco le quieren. Lo que ocurre después no está claro: se zafa de la encerrona al galope sobre su yegua blanca; se le abandona en mitad de la estepa… Da igual porque cualquiera de las posibilidades lleva a su captura a manos de los rojos.

Será juzgado en Novonikolaievsk (hoy Novosibirsk). Su traslado hasta allí en tren, trufado de oportunas paradas en las que es interrogado por comisarios y entrevistado por periodistas, se convertirá en lo más parecido a las noticias en streaming disponible en la época. No es para menos: la captura del gran tiburón blanco es el símbolo del triunfo revolucionario sobre la decadencia aristocrática y se explota como merece. A pesar de lo previsible del veredicto, el juicio también es parte de la opereta. Antes de que lo maten a tiros, responde a las preguntas con la franqueza del que se sabe ya derrotado y condenado.

—¿Es cierto que usted ha matado a mucha gente?

—Sí, pero no la suficiente

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