miércoles, 5 de noviembre de 2025

Un matemático ha echado cuentas y ha llegado a una conclusión: la vida no debería existir

 Es la pregunta fundamental: ¿cómo empezó todo? ¿Cómo, en un planeta joven, caótico y geológicamente activo, un puñado de química inerte se convirtió en la primera célula viva? Lo que sabemos es que la protocélula, llamada LUCA, arrancó con la vida y la evolución darwiniana hizo el resto, llevándonos hasta el día de hoy. Pero todavía hay muchas dudas acerca del porqué surgió todo esto. 

El misterio. De nuestros orígenes sabemos realmente poco. Pero no nos referimos a si venimos de un mono o de otra especie, sino de por qué comenzó la vida en este planeta. Algo que ha querido resolver el estudio de Robert G. Endres, del Imperial College London, pero que solo ha hecho que tengamos muchas más preguntas e incluso un mal sabor de boca, porque según sus resultados la vida no debería haber surgido. 

Y es que aplicando las matemáticas, esa rama de la ciencia que mucha gente odia, se ha llegado a una conclusión muy clara: las barreras para que la vida surja espontáneamente son "formidables". Tan formidables, de hecho, que las probabilidades de que ocurriera por puro azar dentro de la ventana de tiempo disponible en la Tierra primitiva son asombrosamente bajas, es decir, que lo lógico habría sido que nunca hubiera surgido la vida. 

Software de la vida. El enfoque de Endres deja de lado las probetas y se centra en la información. Una célula no es solo un "saco de moléculas"; es un sistema altamente estructurado y orquestado en el tiempo y relacionado entre sí. La pregunta es: ¿cuánta información se necesita para "escribir" la primera protocélula que dio lugar a la vida?

Para estimarlo, el estudio recurre a modelos computacionales modernos y herramientas de IA que ya usamos hoy, como AlphaFold (para el plegamiento de proteínas) y modelos completos de "célula entera". El resultado en este caso se dividía en tres partes diferentes: 

  • La información genética para una célula muy sencilla como Mycoplasma genitalium ocupa 10⁶ bits, lo que supone bastante poco. 
  • La información estructural, es decir, el cómo se pliegan las proteínas y se organiza la célula también se estima en un rango de  10⁶  a 10⁸ bits. 
  • Por último, la información dinámica, que se centra en las rutas metabólicas, la señalización o los mecanismos de replicación de DNA, que sin duda es un gigante. En este caso se ha dado un valor de 140 MB en este mundo que se ha generado. 

Sumando todo esto, la complejidad de una simple protocélula se ha estimado en 1.000 millones de bits en el símil del software. Y ese es el muro que la química prebiótica tuvo que terminar escalando. 

Las matemáticas. Una vez se tiene toda la información teórica, es donde las matemáticas se ponen muy interesantes, sobre todo teniendo en cuenta que la Tierra tuvo una 'ventana' de tiempo disponible para acumular toda esta información de 500 millones de años hasta que se diera la primera protocélula. En una cuenta muy sencilla, si se divide la información necesaria (10000000000 bits) por el tiempo disponible, se obtiene que la tasa mínima de acumulación de información de 2 bits de información útil por año. 

Visto así, ¡parece facilísimo! El estudio estima que la "sopa" prebiótica, llena de moléculas complejas, tenía un potencial para generar información de unos 100 bits/s, miles de millones de veces más de lo necesario, según las estimaciones matemáticas. Entonces... ¿Dónde está el problema si se iba sobrado de tiempo? 

El problema está en que estos '2 bits por año' se asumen como un proceso unidireccional y progresivo. Es decir, que cuando se crea ese trozo de información útil se guarda y se usa para el siguiente paso. Pero la química es una sopa caótica que no funciona así, sino que funciona como un 'paseo aleatorio': se da un paso hacia adelante y al momento se da otro hacia atrás. Es decir, al momento de crear algo se acompaña de una pérdida. 

Aquí es donde entra el concepto de 'persistencia' que en resumidas cuentas es el tiempo donde el sistema “recuerda” la información que ha ganado, aunque la haya perdido. De esta manera, sin una inmensa persistencia, el surgimiento de la vida sería literalmente imposible de darse según este estudio. 

El empujón. Pero atendiendo a las matemáticas, dentro de una sopa tan caótica como es esta, la realidad es que dejarlo todo al azar habría hecho que nunca hubiéramos podido aparecer en este planeta. Y este es el verdadero misterio. Para que estemos aquí, tuvo que existir algún principio físico, un sesgo químico o algún mecanismo de 'memoria' o 'retención' que diera direccionalidad al proceso. 

El estudio no dice que la vida sea imposible, sino que el mecanismopuramente aleatorio es insuficiente. Necesitamos "principios físicos desconocidos"o, como el autor señala, "alguna forma de estructura informacional prebiótica".

Y es algo que en otros estudios se plantea, como en el de Chrostoph Adami que se enfocó en tratar de entender a los seres vivos como cadenas autosuficientes de información para buscar la probabilidad de que vida surja de manera estadística. Y se encuentra también con una probabilidad muy baja. 

Los extraterrestres. En este punto de misterio es donde el artículo menciona, con cautela, la hipótesis alternativa: la panspermia dirigida. Propuesta originalmente por Francis Crick (el descubridor del ADN) y Leslie Orgel, sugiere que una civilización extraterrestre avanzada“sembró” intencionadamente la vida en la Tierra. Aunque esta idea viola la navaja de Ockham (la explicación más simple suele ser la correcta), el autor admite que sigue siendo una alternativa "lógicamente abierta".

La inteligencia artificial. La IA ha tenido mucho que decir, ya que gracias a sus capacidades se ha podido estimar la complejidad algorítmica de la célula que originó la vida, dándonos la escala del problema. Y el autor apunta a que la IA también podría ser la clave para la solución, puesto que propone herramientas que podrían 'ayudar a aplicar ingeniería inversa a las vías candidatas'. Es decir, podría ser la que finalmente encuentre ese 'empujón' que de momento no conocemos.

 La pérdida no solo hiere: desordena el mundo. Después de una muerte, no desaparece solo una persona, sino el entramado de gestos y significados que sostenían la vida. El duelo es ese proceso que intenta recomponer el sentido.

Desde hace décadas, la psicología cultural ha mostrado que el duelo no es “superar”, sino reconstruir. En lugar de cerrar el vínculo, muchas culturas buscan seguir conversando con los muertos, mantenerlos presentes en los relatos y los objetos. Las mediaciones culturales –una tumba, una foto, un canto, un perfil digital– son los puentes que permiten seguir en relación con lo ausente, rehaciendo la historia desde la fractura.

Las muchas formas de acompañar a los muertos

El mundo está lleno de lenguajes para el duelo. En Madagascar, las familias celebran el famadihana o “vuelta de los huesos”, un reencuentro festivo en el que se desenvuelven los cuerpos de los ancestros, se les cambia la mortaja y se baila con ellos. 


















Celebración de la famadihana en Antsirabe (Madagascar). Vladislav Belchenko/Shutterstock

En Japón, muchas familias conservan en casa un butsudan, un pequeño altar budista con las tablillas de los antepasados –los llamados ihai se colocan en el altar con el nombre y la fecha de la muerte del difunto–. Allí se ofrecen flores o incienso como forma de mantener viva su presencia.


















Un butsudan en Goshogawara (Japón). Wikimedia CommonsCC BY

En Ghana, los funerales pueden durar días y reunir a cientos de personas; los ataúdes se tallan con formas simbólicas –un pez, una herramienta– que representan la historia o el oficio de quien ha muerto. 

En México, el Día de Muertos celebra el regreso simbólico de los difuntos al mundo de los vivos. En casas y cementerios se levantan altares con flores, pan, velas y objetos personales, mientras las familias se reúnen entre música, comida y calaveras literarias que, con humor, conversan con la muerte.


En los Andes, entre comunidades quechuas y aymaras, la muerte se entiende como regreso al territorio. Los cuerpos se confían a la tierra o al agua que los vio nacer, porque el vínculo entre persona y paisaje se transforma. Las cosmologías, silenciadas por la colonización, recuerdan que morir también puede ser volver a la trama que nos sostiene.

Estas prácticas muestran algo esencial: no existe una sola manera de llorar. Cada cultura ha inventado herramientas para transformar la ausencia en relación y la memoria en cuidado.

Europa y la pérdida del lenguaje del duelo

En gran parte de Europa, el duelo se ha vuelto más íntimo y menos visible. La muerte suele tener lugar en instituciones, lejos de los espacios domésticos, y muchos de los rituales que antes acompañaban la pérdida se han ido diluyendo. 

La discreción ha sustituido en gran medida a las formas colectivas de despedida. En España, como en otros países europeos, aún cuesta hablar del duelo y la muerte sin incomodidad. Iniciativas como el Festival Vida al final de la vidainvitan a la ciudadanía a participar en actividades artísticas y conversaciones abiertas sobre ello. 

Pensar el duelo desde una mirada decolonial implica también reconocer que no todas las muertes pesan lo mismo, ni todas las culturas han tenido el mismo derecho a elaborarlas. 

Las historias coloniales de desplazamiento, racismo o violencia estructural han generado duelos sin reconocimiento: migraciones forzadas, desaparecidos, pueblos enteros privados de sus ritos.

La modernidad colonial no solo administró cuerpos, sino también muertes: decidió cuáles eran dignas de luto y cuáles podían ser olvidadas. Frente a ello, muchas comunidades han hecho del duelo una forma de resistencia. 

Las madres de los desaparecidos que marchan con las fotos de sus hijos o los altares improvisados en las fronteras encarnan una práctica afectiva que no busca cerrar la herida, sino sostenerla en común para reconocer la violencia que la produjo y recuperar la capacidad de cuidar más allá del marco colonial.

Mediaciones nuevas, memorias viejas

En el siglo XXI, el duelo también se ha desplazado a los espacios digitales. Las redes sociales albergan memoriales, perfiles donde los vivos siguen escribiendo a los muertos, y los llamados deathbots –programas que reproducen la voz o los mensajes de una persona fallecida– prolongan esas conversaciones más allá de la vida.

Las pantallas, los rituales, los cuerpos, los paisajes… todos median la continuidad entre vida y muerte. En esa diversidad de mediaciones –ancestrales o tecnológicas– se manifiesta la misma necesidad: seguir hablando con lo ausente, aunque el idioma cambie.

Mirar el duelo desde la diferencia cultural y desde la herida colonial no significa idealizar otras prácticas, sino recordar que llorar también es un acto de conocimiento y de justicia. 

Cada cultura encarna una forma de relación con el tiempo y con la memoria, y todas reconocen que el dolor, cuando se comparte, reconstruye comunidad.

En un mundo que acelera el olvido, el duelo puede ser una forma de resistencia: una práctica que devuelve lentitud, vínculo y sentido. Morir no es igual en todas partes. Tampoco lo es recordar. 

En los modos en que cada sociedad acompaña la pérdida se revela su idea de vida, de justicia y de mundo. El duelo, lejos de ser una enfermedad del alma, es una mediación entre la memoria y el porvenir, entre la ausencia y la continuidad de la vida.