lunes, 17 de junio de 2024

el cristianismo llega a japón: de la tolerancia a la persecución

el primer contacto de los japoneses con el cristianismo se produjo en 1549, con la llegada del jesuita navarro Francisco Javier. Su labor misionera y la de sus continuadores hizo que el cristianismo arraigara firmemente en el país. Contribuyó a ello también la protección que le dispensaron señores feudales como Oda Nobunaga, que en las décadas de 1560 y 1570 fue el hombre fuerte de Japón. 

En las zonas del suroeste muchos señores feudales se bautizaron, por motivos espirituales y por el enorme interés que despertaba en ellos el comercio con los españoles y los portugueses. Según el informe de Alejandro Valignano, en 1583 existían en Japón 200 iglesias. Otro jesuita, Gaspar Coello, afirma que había 150.000 cristianos repartidos por todo el archipiélago japonés. 

Para entender por qué el cristianismo se extendió de forma tan rápida y profunda en Japón hay que tener en cuenta la crisis que vivió la sociedad japonesa en los siglos XV y XVI, un período de continuas guerras que afectaron duramente tanto al campo como a las ciudades. En las calles se hacinaban vagabundos, mendigos y huérfanos, y en la capital, Kioto, había tantos cadáveres que eran arrojados a los ríos desde los puentes. 

Ante esta calamitosa situación, muchos, desesperados, perdieron la fe en la religión predominante en el pueblo hasta entonces: el budismo, que parecía incapaz de proporcionar esperanza alguna en este ambiente de crisis aguda. El cristianismo apareció entonces como una alternativa que colmaba los anhelos de salvación de muchos japoneses. 

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Jesuitas y franciscanos predicando en Japón a inicios del siglo XVII. Pintura sobre biombo, por Kano Naizen. Museo Municipal, Kobe.

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La nueva religión se les presentaba como un pensamiento que aspiraba a la liberación del individuo, exponiendo la igualdad de todos los hombres ante Dios. Esta revelación atraía a un pueblo japonés oprimido por las convenciones feudales. Asimismo, la labor social y las acciones de caridad desarrolladas por los clérigos cristianos conmovieron a muchos y los incitaron a convertirse.

DESTIERRO Y PERSECUCIÓN

Este auge cristiano quedaría truncado en 1587, cuando Toyotomi Hideyoshi –que cinco años antes había conquistado el poder– promulgó, de forma inesperada, una «ordenanza para el destierro de los padres cristianos de tierras japonesas». Hideyoshi temía que la fraternidad y los lazos de unión entre los cristianos japoneses se erigiesen en un obstáculo para la consolidación de su poder.

El primer artículo de dicha ordenanza comenzaba así: «El Japón es un país divino. Por lo tanto, es absurdo que los padres cristianos vengan a este país para predicar enseñanzas heréticas». Se refería con ello a que, según el pensamiento sintoista, Japón fue creado por dioses que eran antepasados de los emperadores, idea que no podía ser cuestionada; en cambio, los cristianos postulaban que existía un único dios. Además, en esta misma época, un señor feudal, Omura Sumitada, donó la ciudad de Nagasaki a los jesuitas sin consultar previamente a Hideyoshi. 

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Imagen de Buda en un crucifijo de bronce. 1800. Museo de las Misiones Extranjeras, París.

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Tras la publicación de la ordenanza de destierro, Toyotomi Hideyoshi volvió a mostrar cierta benevolencia hacia los cristianos, seguramente motivado por su interés en proseguir los intercambios comerciales con españoles y portugueses. Pero poco después, un incidente provocó la cólera del gobernador. El 27 de agosto de 1596, el galeón San Felipe, que navegaba de Manila a Acapulco, se vio sorprendido por una tormenta y buscó refugio en la playa de Urado, en la isla de Shikoku, al suroeste del país. 

El capitán del navío, Matías de Landecho, envió un delegado a Hideyoshi para pedir protección. Uno de los servidores de Hideyoshi, Masuda Nagamori, acudió a investigar la situación del galeón; mientras interrogaba al capitán del navío, éste, al parecer, le habló de un plan para conquistar Japón a través de la evangelización. Cuando Hideyoshi lo supo, montó en cólera y mandó ejecutar a todos los religiosos que viajaban a bordo del San Felipe. 

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Durante la segunda mitad del siglo XVI, los portugueses, a partir de su base en Macao, tomaron el control del tráfico mercantil entre China y Japón; sus grandes carracas (como la representada arriba, en un biombo de 1600).

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A continuación, Toyotomi Hideyoshi dirigió su ira contra los franciscanos que predicaban públicamente en el archipiélago al margen de la ordenanza de expulsión. En total fueron apresados seis franciscanos y veinte cristianos japoneses, en las ciudades de Kioto, Osaka y Sakai, de donde fueron enviados a Nagasaki para su ejecución. En el camino, fueron detenidas dos cristianas más. El día 5 de febrero de 1597, en la ciudad de Nishizaka, en la provincia de Nagasaki, todos los detenidos fueron crucificados y alanceados hasta la muerte ante una multitud de cuatro mil personas.

Entre los católicos japoneses ejecutados figuraban gentes de muy diversa extracción social, como Miguel Kozaki, fabricante de arcos y flechas, y Cosme Takeya, forjador de espadas; Pablo Miki, miembro de una rica familia de Kioto, que fue educado por los jesuitas y se convirtió en catequista; León Karasumaru, un antiguo bonzo (monje budista) convertido por los jesuitas y que apoyó activamente la actuación de los misioneros franciscanos; o Pablo Ibaraki, un antiguo samurái. También los había de todas las edades, incluso niños, como Luis Ibaraki, de once años, sobrino de Pablo.

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Hideyoshi en una pintura japonesa contemporánea de autor anónimo. Museo Kodaiji Sho, Kioto.

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La noticia de la muerte de los Veintiséis Mártires de Nagasaki –como se conocería más tarde el episodio– llegó a todos los rincones del orbe cristiano. Pedro Martins, obispo de Japón, transmitía así lo acaecido en Nagasaki a sus compañeros franciscanos en Europa: «En este intermedio, pues [...], padecieron glorioso martirio por la predicación, enseñanza y confesión de nuestra fe, en la ciudad de Nagasaqui en cinco de febrero de 1597, en el tiempo del emperador Tayco [Toyotomi Hideyoshi], seys religiosos descalços de la Orden de San Francisco, que fueron los primeros mártires de aquel reyno, y otros veinte japoneses». 

EL CÓDIGO DEL HONOR

Las medidas represivas de Hideyoshi no cogieron a los cristianos japoneses por sorpresa. Desde finales del siglo XVI, los misioneros habían comenzado a explicar el significado del martirio y preparaban espiritualmente a los cristianos nativos para ese momento de máxima prueba de fe. Así, se redactaron algunos textos en los que se recomendaba padecer por amor a Jesucristo toda clase de sufrimientos antes que apostatar. En 1591 se publicó un libro titulado Santos no Omiwaza,  «Crónica de los Santos», en el que se relataban las historias heroicas de los mártires de la Iglesia a partir de los textos del escritor español fray Luis de Granada.

Además, los cristianos japoneses afrontaban la dura prueba del martirio seguramente influidos por el espíritu de las reglas de caballería japonesa, el llamado bushido, que se había fraguado desde el siglo XII. De hecho, la evangelización de Japón llevada a cabo por los religiosos europeos coincidió en el tiempo con el perfeccionamiento de este código caballeresco, que impregnaba poderosamente todas las facetas de la vida de los japoneses, inmersos en un sistema feudal. 

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Martirio de san Pablo Miki y otros jesuitas en un grabado de A. van Diepenbeeck.

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El bushido tenía como principio la fidelidad de los vasallos a sus señores, que podía llegar hasta el suicidio ritual, o seppuku; del mismo modo, los cristianos asumieron el martirio como una prueba de fidelidad a la palabra dada a Jesucristo, al que habían declarado vasallaje y sumisión en el momento del bautismo.

Pese al episodio de 1597, en los años siguientes las autoridades japonesas mostraron cierta tolerancia hacia los cristianos, circunstancia que tiene mucho que ver con las relaciones comerciales que Japón mantenía con España y Portugal. Esta situación se prolongó hasta 1614, año en que el hombre fuerte del país, el shogun o primer ministro Tokugawa Ieyasu, publicó una nueva ordenanza de expulsión contra los sacerdotes católicos.

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Asalto a un castillo cristiano durante la revuelta de Shimabara.

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Se desencadenó entonces una campaña de persecución total contra los cristianos japoneses. El jesuita Pedro Morejón narra la crueldad de los tormentos que sufrían quienes se mantenían fieles al cristianismo; en este caso, se trata de las torturas que padeció Miguel Yxida, de 62 años: «Saliendo esta vez al lugar del martirio, fui apaleado, desnudado en carne, atado y colgado en el aire, poniéndome una gran piedra en las espaldas: me cortaron todos los dedos de pies y manos, me pusieron la señal de la Santa Cruz con un hierro ardiendo en la frente y en fin me cortaron los nervios de las corvas». Yxida no renegó de sus creencias: «El poderío del Xogun de Japón quedó vencido a la fuerza de la santa fe, y yo alcancé la victoria. Esto hice escribir para que se sepa la verdad».

Muchas narraciones muestran cómo la extrema fidelidad a la fe de los cristianos japoneses les conducía al martirio voluntario. El jesuita Francisco Crespo refiere, en un relato sobre hechos acaecidos en 1624, durante este período de persecuciones, que cuando se prendieron las hogueras en que iban a perecer varios cristianos condenados, dos caballeros que presenciaban los hechos, y que eran cristianos aunque no se les conocía como tales, saltaron de sus monturas, forzaron el cordón de seguridad que rodeaba el espacio de la ejecución y «pasando por el mismo fuego» se abrazaron a dos religiosos, pereciendo con ellos. Un investigador japonés, Gonoi Takashi, ha contabilizado un total de 950 mártires desde 1614 hasta 1633. Sólo en 1622 murieron 128 cristianos; y en 1630, casi 200.

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Tras su ilegalización el Cristianismo no volvería a Japón hasta la caída del shogunato y la restauración de la autoridad imperial. En la imagen la iglesia de Oura en Nagasaki, construida por sacerdotes franceses en 1863.

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En 1637 estalló en la península de Shimabara, al este de Nagasaki, una gran rebelión cristiana que fue brutalmente aplastada y que contribuyó a que el shogun decidiera prohibir la entrada de occidentales en Japón (lo que dio inicio a una situacion de aislamiento que sólo se quebraría tres siglos después). Desde entonces, sólo subsistieron pequeñas células de católicos condenados a vivir en la clandestinidad.  

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