martes, 10 de diciembre de 2019

Jesus de nazaret: La divinizacion


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Jesús de Nazaret (1977). Imagen: ITC Films / RAI Radiotelevisione Italiana

Los cobardes, los descreídos, los abominables, los asesinos, los lascivos, los magos, los idólatras y los embusteros, todos ellos irán a un lago que arde con fuego y azufre. Esa será su segunda muerte. (Libro del Apocalipsis).
La salvación
En el Imperio romano, como en todas las naciones del mundo antiguo, la vida del ciudadano humilde era muy dura. Las recompensas al trabajo, la honradez y la bondad eran escasas. Muchos hombres y mujeres debían de sentir honda indefensión ante una existencia miserable cuyas circunstancias no podían controlar, indefensión agravada por la mentalidad politeísta que describía un universo amoral donde no importaba el destino de un ser humano anónimo. No es que los romanos no creyesen en la existencia de dioses bondadosos; los había, pero no eran los únicos dioses en los que creían. También había dioses caprichosos e incluso malvados, así como demonios y demiurgos. En las esferas celestes se libraba una guerra entre fuerzas divinas que no tenía en cuenta los intereses del ser humano, cuya posición en la escala de la dignidad estaba solo por encima de la posición de los animales. Todo esto aplastaba la autoestima de los sufridos habitantes de la Tierra, quienes sentían una desesperada necesidad de protección.
Las religiones politeístas del antiguo Mediterráneo no eran mecanismos para la salvación eterna, sino herramientas de autodefensa para la vida cotidiana. Se basaban en la constante negociación: mediante ofrendas, sacrificios y ceremonias, las personas pedían favores a los dioses esperando que estos se molestasen en responder otorgándoles cierto grado de protección frente a los males del mundo. Ofrendas concretas para pedir favores concretos. El ateísmo era casi inexistente y se daba por hecho que las divinidades, aunque invisibles, no eran distantes y se ocupaban de manera activa en el funcionamiento de todo lo que el universo contenía: el clima, los ciclos agrícolas, los nacimientos, la salud, etc.
Esta visión utilitaria de los dioses facilitaba cierto tipo de apertura religiosa pues cada persona, en función de sus necesidades concretas, tenía derecho a elegir a qué dioses realizar ofrendas. Los romanos del siglo I rezaban a los grandes dioses del panteón olímpico, pero también a pequeñas divinidades locales y familiares, incluso a otras procedentes de religiones extranjeras. Cualquier divinidad era válida si se le podía pedir algo. El culto activo, el acto de realizar ofrendas y sacrificios, constituía el motor de la vida religiosa. En el Imperio también formaba parte de la vida pública y política, aunque la fusión entre religión y Estado era sobre todo ceremonial. En Roma, y en los politeísmos en general, no había creencias homogéneas ni dogmas firmes. Tampoco había una moralidad religiosa inmutables, pues la moral provenía sobre todo de la ética secular y de conceptos cívicos y terrenales.
El judaísmo del siglo I era otro tipo de religión. Se suele hacer énfasis en su carácter monoteísta como principal peculiaridad, aunque esto es una media verdad. Podría decirse que el judaísmo era de carácter henoteísta, una monolatría; esto es, una religión en la que se rendía culto a un único dios (Yahvé), pero donde se concedía la posibilidad de que pudiesen existir otros dioses. El judaísmo prohibía adorar a otros dioses que no fuesen Yahvé, pero no existía una posición única sobre la existencia o inexistencia de esos otros dioses. Esto se debía a la preponderancia del cumplimiento de las leyes mosaicas, de la moral, sobre la fe. El judaísmo, al contrario que los politeísmos, sí era una religión dogmática y contenía un sólido cuerpo de normas morales de origen divino. Aunque los israelitas realizaban sacrificios y ofrendas, no correspondían a un proceso de negociación, sino al cumplimiento de un pacto que habían firmado con Yahvé. Un pacto con un objetivo concreto: el establecimiento de un reino paradisíaco en Israel. Las leyes mosaicas, comunicadas por Yahvé a su pueblo elegido, conformaban la moral porque eran la parte del trato que los israelitas debían cumplir para aspirar a ese prometido reino. Los judíos debían cumplir aquellas leyes para hacerse merecedores del cumplimiento de las profecías sobre el Reino de Dios. Nada de esto concernía a quienes no eran judíos, que podían interesarse por estas cosas, pero no participar en ellas. Hasta que apareció Pablo de Tarso en escena.
La buena noticia
Según la tradición, Pablo de Tarso se dedicaba a la confección de tiendas y artículos de cuero. Si no fue esa su profesión, debió de ser una muy similar, artesanal o comercial, que le permitía ponerse a trabajar por cuenta propia en cada ciudad a la que iba para predicar. Se establecía con su negocio, como él mismo decía en sus cartas, para no suponerles una carga a sus seguidores.
Pablo empezó a viajar por diversas ciudades del Imperio propagando la noticia de que el dios de los judíos, Yahvé, acababa de intervenir de manera espectacular en los asuntos terrestres. Había sucedido en aquella misma generación, en Palestina. Un enviado de Yahvé, llamado Jesús de Nazaret, había prometido acoger en el futuro reino de Israel a todos los que creyesen en su mensaje. A todos, no solo a los judíos. Esto contradecía lo que defendían los seguidores originales de Jesús, pero estos se encontraban relativamente aislados en Palestina y no tenían influencia sobre las afirmaciones que Pablo realizaba en otros puntos del Imperio. Pablo insistía en que Jesús había obrado el mayor de los milagros: regresar de la muerte. Sus seguidores habían encontrado vacío su sepulcro y después Jesús se les había aparecido en visiones. El propio Pablo aseguraba haber visto a Jesús resucitado también. Dado su celo misionero, es muy posible que de verdad creyese haberlo visto.
Pablo no siempre tenía éxito. Trabajo debía de costarle hacer nuevos conversos. Encontraba especiales dificultades a la hora de intentar convencer a los judíos en las sinagogas porque, como vimos en partes anteriores, para los judíos carecía de sentido la idea de un mesías crucificado. Solo los judíos que pertenecían al círculo más cercano de Jesús y aquellos que como Pablo no fueron cercanos, pero sí tuvieron visiones, creían en el carácter mesiánico de Jesús. Entre los gentiles Pablo consiguió más adhesiones. No muchas, pero las suficientes como para crear pequeñas comunidades que perduraron y prosperaron. El motivo de la conversión era simple: quien creía en las palabras de Pablo, creía que la resurrección demostraba que Jesús era el enviado de un dios muy poderoso, lo cual podía llamar la atención de cualquier romano. La gente no resucita. Y el balance de poder, la comparación entre lo que unos dioses podían hacer y otros no, era un elemento importante a la hora de decidir a cuáles rendir culto. Además, como los romanos paganos no compartían la idea preconcebida que los judíos tenían sobre lo que debía ser el Mesías —esto es, un rey triunfante—, pudieron aceptar que dicho Mesías hubiese sido crucificado. Cierto, era una muerte vergonzosa a ojos de un romano, pero los propios romanos podían entender que alguien con la pretensión de ser el «futuro rey de Israel» acabase clavado en unos maderos. Así, los judíos centraban la mirada en la crucifixión y eso los volvía escépticos hacia el mesianismo de Jesús; los paganos, en cambio, centraban la mirada en la resurrección como demostración de poder del dios que lo había enviado a la Tierra. Eso explica la rápida implantación del cristianismo en pequeñas comunidades grecorromanas y su posterior expansión, progresiva pero imparable, por todo el Imperio.
Jesús de Nazaret (1977). Imagen: ITC Films / RAI Radiotelevisione Italiana.
Los primeros seguidores de Jesús, incluido Pablo, no pensaban que Jesús ofrecía una salvación que tendría lugar después de la muerte. La muerte es incierta y nadie sabía lo que hay después. El mensaje de Jesús había sido otro: la salvación de sus seguidores iba a ser un suceso físico y no exclusivamente espiritual. El Reino de Dios sería un reino paradisíaco, pero terrenal, donde los justos vivirían por siempre. Según Jesús, iba a suceder en aquella misma generación. Así pues, Jesús había resucitado, pero sus seguidores no necesitarían resucitar porque nunca llegarían a morir. Esta idea no fue desmentida por los primeros Evangelios, escritos cuando aún cabía la posibilidad de que quedasen vivos algunos de los primeros discípulos de Jesús. En esos textos se recoge esta idea cuando se narra que Jesús les dice a sus discípulos «no conoceréis la muerte antes de que se cumplan estas cosas». En la década de los setenta del siglo I, la Parusía o segunda y definitiva venida del Mesías era una esperanza todavía inmediata y tangible, algo que debía suceder en pocos años. La perspectiva de librarse de la muerte y ser recompensado con una vida plena y feliz en el reconstituido reino de Israel, el «Reino de Dios», se convertía en un gran aliciente para reconocer a Jesús como un verdadero profeta. Y Pablo, el apóstol o «mensajero» a quien conocían los grecorromanos, aseguraba que ese reconocimiento de Jesús como enviado de Dios era requisito suficiente para formar parte de su reino. No hacía falta ser judío ni cumplir con las leyes mosaicas.
La segunda venida de Jesús, sin embargo, no se produjo. Las primeras generaciones de seguidores empezaron a morir y el Mesías no había retornado para impedirlo: la promesa de que «no conoceréis la muerte» había sido incumplida. Para los nuevos conversos, sin embargo, esto no fue un problema insalvable. Su idea de un «Reino de Dios» era mucho más flexible que la idea que habían tenido los cristianos judíos. Encontraban fácil concebir una salvación posterior a la muerte. Los creyentes ya no habitarían un reino de Israel paradisíaco y terrenal, sino otro reino igual de paradisíaco, o más, pero espiritual y situado en alguna dimensión celestial. La modificación de la promesa contradecía el mensaje evangélico original, pero no de manera flagrante. En el fondo, se seguía prometiendo una vida eterna y feliz; eso era lo importante.
Otro aliciente para la conversión de paganos grecorromanos era el orden y armonía de la teología judeocristiana tal y como era expresada en bellos escritos que no encontraban parangón en las religiones politeístas. También, y sobre todo, un sistema moral con el que manejarse en la vida cotidiana. Esto era algo que solo había ofrecido el judaísmo —al que los romanos no podían convertirse con facilidad, como ya explicamos—, pero que no estaba presente en las religiones politeístas, donde la confusión cosmogónica y teológica impedía la formulación de preceptos duraderos. La moral romana era, sobre todo, una ética cívica y terrenal. Pero a finales del siglo I ya estaba muy extendida la opinión de que el Imperio había perdido su integridad moral. En el recuerdo permanecían los ecos de la Roma de los inicios, cuando la ciudad había heredado valores sencillos y honestos propios del entorno agrario. Esta nostalgia de un pasado más decente circulaba desde los estertores de la República, pero fue agudizada en el siglo I por la inestabilidad política y el negro historial de algunos emperadores. Hoy los historiadores afirman que no todo lo que se contaba sobre aquellos emperadores tenía por qué ser cierto, pero muchos romanos de entonces sí creían las peores habladurías. De Tiberio se decía que en su retiro se había entregado a toda clase de aberraciones sexuales, incluidas prácticas sadomasoquistas y pederastia. De Calígula se decía que practicaba el incesto, cometía asesinatos y otras cosas terribles, algunas de las cuales, para colmo, resultaron innegables incluso para sus antiguos partidarios porque ellos mismos habían sido testigos de ellas. Ambos emperadores habían muerto asesinados. Otros emperadores se suicidaron o fueron depuestos mediante la fuerza, como Nerón. La incertidumbre política se sumaba a la incertidumbre vital.
La figura de Jesús, aunque todavía generaba un culto minoritario, ofrecía una salida. Primero, ofrecía la posibilidad de adoptar ese sistema moral que los romanos siempre habían visto como superior, el judío, pero sin la necesidad de circuncidarse ni de cumplir sus más fastidiosas normas. De hecho, y siguiendo el ejemplo de Pablo, los cristianos podían despojar al judaísmo de todo aquello que no les gustaba para adaptarlo a su propia mentalidad. El neojudaísmo de Pablo se convirtió en pseudojudaísmo y más tarde en una secta tan diferenciada ya no podía ser considerada una secta judía. El título de Mesías, el «ungido», fue traducido al término griego equivalente Χριστός (Xristós) y después al latín Christus. Los seguidores de Jesús el Cristo empezaron a ser conocidos como «cristianos», cuyo significado literal es «seguidores del Mesías».
Como contrapartida a este abandono de ciertas leyes judías, se empezó a endurecer un aspecto: el del castigo. Los judíos no creían en el infierno o, más bien, albergaban conceptos difusos sobre un inframundo común para justos y pecadores, el Sheol, o sobre una especie de purgatorio punitivo, el Gehena. Pero no eran elementos centrales de su religión, pues no existía una idea unitaria sobre la otra vida. No era el castigo tras la muerte lo que más les preocupaba, sino el castigo en vida, pues en la Biblia hebrea Dios suele aplicar su castigo en la esfera terrenal (incluyendo, cosa no desdeñable, los propios castigos religiosos aplicados por las autoridades). Jesús no había insistido en los castigos terrenales. Los cristianos, no obstante, tardaron poco en idear castigos aterradores y eternos en el infierno. Si la salvación se había vuelto fácil, pues bastaba la fe, también fácil se volvería la condenación eterna ganada por la falta de fe. El concepto de infierno se haría más sólido al mismo tiempo que otro concepto nuevo: la idea de que Jesús era Dios.
De Jesús el hombre a Jesús el dios
Jesús de Nazaret (1977). Imagen: ITC Films / RAI Radiotelevisione Italiana.
En el mundo antiguo no existía una frontera clara entre lo humano y lo divino, no había un abismo abrupto, sino toda una escala de diferentes gradaciones de divinidad. Un ser podía ser divino en su totalidad, divino a medias, o ser humano con unas trazas de divinidad.
Había dioses inaccesibles, inmateriales o misteriosos, pero lo divino también podía manifestarse en dioses intermedios, ángeles, demiurgos, demonios y espíritus de toda índole. Algunos seres divinos descendían a la esfera terrenal; era la encarnación que les permitía cumplir determinadas misiones o satisfacer ciertos caprichos. Si, por ejemplo, un dios se encaprichaba de una mujer humana y se encarnaba en cuerpo terrenal para mantener relaciones sexuales con ella, el hijo engendrado por ambos sería un semidiós a medio camino entre lo humano y lo divino. Un semidiós también podía nacer de una madre virgen a la que un ser divino hubiese impregnado sin acto sexual, mito que se le aplicaría a Jesús en los Evangelios de Mateo y Lucas.
El proceso inverso a la encarnación era la exaltación. Un ser humano era elevado a la categoría de dios en atención a circunstancias o cualidades extraordinarias. Se podía divinizar a reyes, faraones y emperadores, así como a profetas y otros personajes importantes. Otras personas podían ser exaltadas debido a su inteligencia, su sabiduría, su valentía, su belleza o alguna otra cualidad. Todo esto variaba según culturas y épocas, pero la ausencia de una frontera delimitada entre lo humano y lo divino era común en todas las mitologías, incluso en la israelita. El que un individuo humano tuviese una faceta divina no lo convertía siempre en el equivalente de un dios. Sí le concedía una dignidad superior o poderes extraordinarios. El Mesías que esperaban los judíos no era una encarnación de Yahvé, sino un enviado humano cuya faceta divina podía manifestarse en su visión profética y la capacidad para realizar actos prodigiosos. De hecho, en el siglo I no solamente esperaban los judíos que el Mesías fuese humano, sino que debía descender de una estirpe humana concreta que se remontaba mil años hasta el rey David. Por supuesto, también se esperaba que su parte divina lo hiciese capaz de cumplir con las grandiosas profecías bíblicas; esa parte divina se la concedería Yahvé a modo de arma o herramienta para cumplir sus fines. Pero el Mesías no era Dios, esa idea no hubiese tenido sentido para los judíos.
Los cristianos grecorromanos se basaban en las escrituras de la Biblia judía, pero las interpretaban de otra manera, ayudados por la creciente circulación de textos nuevos que reinterpretaban esa mitología judía desde una perspectiva más acorde con su mentalidad. Eso sí, los cristianos todavía no concebían usar la cruz como símbolo, porque hubiese sido como usar una bala para rendir homenaje a Martin Luther King. La cruz solo tenía sentido como símbolo conceptual en los textos teológicos, pero no como signo visible que emplear en la vida cotidiana, donde se hubiese considerado una exhibición de muy mal gusto (la cruz como símbolo visible solo se haría omnipresente después de que el imperio aboliese la crucifixión). Los cristianos primitivos preferían otras maneras de referirse a Jesús. Como el famoso pez, pues es sabido que la palabra «pez» en griego, ΙΧΘΥΣ, servía como anagrama de Ἰησοῦς Χριστός Θεοῦ Υἱός Σωτήρ, «Jesús el Mesías, hijo de Dios y salvador». Esto no se hacía al principio, por cierto, como una manera de ocultarse porque el cristianismo estuviese proscrito, pues las persecuciones generalizadas tardarían tiempo en llegar.
La rápida divinización de Jesús tenía sentido en el mundo grecorromano. Se hacía continuamente con personas ilustres. Aunque no todos los cristianos lo divinizaban por igual, división que se percibe en los cuatro Evangelios que contiene el Nuevo Testamento. En Marcos, Jesús es un Mesías humano, aunque dotado por Yahvé con capacidades sobrenaturales (capacidades procedentes de la divinidad y por tanto, en cierto modo, rasgos de divinidad en sí mismas). En Mateo y Lucas, Jesús es más parecido a un semidiós, incluyendo la virginidad de su madre y otros prodigios relacionados con el nacimiento. En Juan, Jesús es ya una encarnación divina con todas las letras. Estos cuatro Evangelios fueron escritos en el transcurso de una o dos décadas, lo cual da idea de la rapidez con que cambiaban las ideas según eran interpretadas por cada comunidad o autor. Hubo otros Evangelios y textos cristianos que se quedaron fuera del Nuevo Testamento, pero que ofrecían versiones muy diferentes del grado de divinidad atribuible a Jesús.
Al final, cuando la Iglesia se centralizó, se impuso la versión de que Jesús era una encarnación de Yahvé, pero hubo muchas otras ideas que tuvieron popularidad en épocas y regiones concretas. Los debates (como los que tuvieron lugar en el Concilio de Nicea sobre si Jesús estaba subordinado a Dios o si era un igual a Dios o si era Dios mismo) fueron cerrados con el tiempo más por efecto de ejercicios de autoridad que de una verdadera demostración incontestable en el campo de la teología. La idea victoriosa fue la de que Jesús es un igual a Dios y no un subordinado de Dios. Quienes discrepaban, como los arrianistas o los marcionitas, tenían sus buenos motivos para no estar de acuerdo. Por ejemplo, el concepto de la Trinidad era tan incomprensible que muchos cristianos lo rechazaban de manera abierta por considerarlo absurdo. La mera identificación de Jesús con Yahvé presentaba muchos problemas de índole lógica e intelectual. Por eso, aunque la divinización de Jesús comenzó de manera temprana, durante siglos hubo muchos cristianos que no quedaron convencidos por lo que hoy consideramos la ortodoxia. Hasta que los discrepantes fueron perseguidos como herejes, esas herejías fueron, de hecho, la ortodoxia en determinados ámbitos geográficos y temporales.
La idea de que Jesús fuese Dios era discutida, pero poderosa desde el punto de vista mitológico. En especial porque los cristianos empezaron no solo a abandonar el culto a otros dioses, sino a convertir la fe, la creencia en Jesús, en una virtud principal. Como tal virtud principal, esa creencia en Jesús no solo condujo a su identificación con Dios, sino que empezó a requerir exclusividad, llevando al rechazo de la noción de que pudiese haber otros dioses. Sin embargo, como sucedía en el judaísmo, el cristianismo tenía (y aún tiene) mucho de henoteísmo. Figuras como los ángeles, los santos o la propia Virgen María se encuentran en estadios intermedios de la escala de divinidad y la barrera infranqueable entre lo divino y lo humano existía más en la mente de los cristianos que en sus prácticas religiosas. Aún hoy se le ofrecen sacrificios a santos y vírgenes para pedir favores o la intercesión ante Dios, reconociendo que esas figuras ocupan un lugar intermedio entre la esfera humana y el Dios supremo, pero habiéndoles retirado la divinidad más de manera nominal que conceptual. Incluso Satanás es un ente que, en lo funcional, pertenece a la esfera divina, aunque de manera nominal no se lo considere una divinidad. El monoteísmo cristiano es, como poco, ambiguo. Y el obstáculo para que el cristianismo admitiese ser una monolatría plagada de divinidades intermedias era la concepción del universo como una monarquía absoluta. Si Jesús-Dios reinaba sobre toda la Creación, nada podía escapar a sus designios. Todos los mecanismos de lo natural y lo sobrenatural, antes repartidos entre un sinnúmero de dioses que los manejaban según intereses dispares, estaban ahora bajo el mando único de Jesús-Dios. Las contradicciones, como la creencia en elementos angelicales o diabólicos que ejercían sus propias acciones sobre partes del universo, eran resueltas con piruetas teológicas o simplemente nominales.
La divinización de Jesús también condujo a una visión más esclerótica y dogmática de su biografía. Jesús ya no podía compartir los pecados e imperfecciones propias de los seres humanos. Cabe aclarar que no es cierto que se ocultasen supuestos hechos biográficos como que Jesús estuviese casado o tuviese hijos, ya que no hay rastro de esos hechos ni siquiera en la tradición más temprana. Pero sí pasó a considerarse blasfema, por ejemplo, la mera insinuación de que Jesús hubiese podido tener una vida sexual o por lo menos un interés en el sexo como se le presupone a casi cualquier persona. Un Jesús divinizado debía estar libre de todo pecado, incluyendo el pecado original. Se asumió una biografía tradicional que era una combinación de los cuatro Evangelios canonizados —pese a que estos se contradicen entre sí numerosas veces— y ciertas presunciones teológicas. La figura de Jesús, tan distinta según el Evangelio que se lea (en especial si se compara Marcos con Juan), fue reinventada según las necesidades de cada época y grupo concreto. Durante más de mil quinientos años, el análisis de los textos evangélicos se limitó a lo teológico. Esos textos no serían tratados desde una perspectiva histórica y crítica hasta el siglo XVIII, cuando se empezó a pensar que quizá la información tradicional sobre Jesús no era fiable. Este enfoque, claro, había sido impensable durante los largos siglos en que nadie podía osar poner en duda la ortodoxia de Jesús como Dios.

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