domingo, 30 de marzo de 2014

LAS GUERRAS OLVIDADAS

Angola, Burundi, Sri Lanka, Sudán, Colombia... Cinco puntos lejanos del planeta que comparten un mismo destino: en ellos se libran, desde hace décadas, guerras sangrientas en medio de la indiferencia de la comunidad internacional. El filósofo francés Bernard-Henri Lévy ha viajado por todos estos conflictos en los que se mata con más salvajismo si cabe por tratarse de batallas sin razón ni proyecto alguno. Son las guerras en las que al horror de morir «se añade el horror de morir por nada».
En otro tiempo, las guerras tenían sentido. Guerras justas e injustas. Guerras bárbaras o guerras de resistencia. Guerras de religión. Guerras de liberación nacional. Guerras revolucionarias, donde se partía al asalto del cielo para construir en él un mundo nuevo. O incluso las guerras, todas las guerras contemporáneas de un marxismo que tenía, entre otras virtudes, la de darle a cualquier guerrillero de las Islas Molucas, del sur de la India o de Perú la seguridad, por así decir providencial, de que luchaba por algo, dado que formaba parte, aunque no lo supiese muy bien, de la gran lucha mundial.
Esos tiempos han pasado. Ya sea para alegrarse o para deplorarlo, el declive del marxismo, así como de todos los demás grandes relatos que conspiraban, junto a él, por darle un sentido a lo que no lo tenía, es decir al infinito dolor de los hombres, hizo saltar en mil pedazos este catecismo. Es como si una gran marea se hubiese retirado, dejando tras ella hombres y mujeres que se siguen batiendo, que lo hacen con una ferocidad redoblada, pero sin que, en sus enfrentamientos, se pueda leer la huella de las promesas, de las coherencias o de las epifanías de antaño.
Es cierto que sigue habiendo guerras pesadas, portadoras de sentido. Sigue habiendo, en Oriente Próximo por ejemplo, guerras en las que cada cual sabe bien que en ellas se juega el destino del mundo. Pero cada vez son más numerosos los otros conflictos que han abandonado la cuerda que los unía a lo universal y cuyos actores y testigos tienen perfectamente claro que el desenlace no cambiará en absoluto la suerte del planeta.
Durante mucho tiempo, en nuestros países, el sentimiento de lo absurdo o de lo trágico se había declinado en singular. Se creía en el absurdo, pero en la vida privada. Se pensaba en aquello de ser-para-la-muerte, pero en el ámbito de los destinos singulares. Se jugaba a ser viejo verde pero en la intimidad de la habitación del hotel. Y si llegaban los grandes impulsos de la especie, si entraba en escena la Humanidad en toda su majestad o convulsión, se rectificaba la posición, se entonaba otra música y otra fanfarria.
Los mismos que sólo juraban por la náusea a duras penas podían imaginar barbaries puras, violencias desnudas, y nos explicaban que el colectivo, por muy negro que fuera, es necesariamente el lugar de las trampas de la razón y de sus componendas obligadas.
Pues bien, también por esto tocan a muerto las guerras olvidadas del siglo XXI. Los angoleños, burundeses, srilanqueses, sudaneses y colombianos nos obligan a enterrar esta metafísica ingenua y, en el fondo, tranquilizadora. Con ellos, llega un mundo en el que, por vez primera en los tiempos modernos y dado que los grandes relatos portadores de sentidos se han callado, grandes masas de hombres se ven inmersas en guerras sin salida, sin objetivos ideológicos o políticos y sin memoria, a pesar de que duran décadas.
Guerras sin salida, en las que, a veces, es difícil decir quiénes de sus protagonistas, todos ellos igualmente ebrios de poder, de dinero y de sangre, son los buenos y los malos o los menos buenos. Es el triunfo, por así decirlo de Céline sobre Sartre. O del Sartre de la Náusea sobre el de la Crítica. Es un nuevo mundo que surge, en el que Job tiene el rostro no ya de un justo sufriente, sino de pueblos enteros, casi continentes, condenados a esta desolación radical.
El mismo sufrimiento inútil, el mismo vacío del cielo y de sentido y, entre nosotros, los mismos doctores en situaciones límite que, al igual que los «amigos de Job» en la Biblia, pero con el telón de fondo de la etnicidad o del neotercermundismo, se aplican a explicar una desgracia definitivamente inexplicable.
Sé, evidentemente, lo que la comparación puede tener de peligroso. Pero algo me dice que la suerte del montañés nuba, agonizando entre el barro de su aldea, la del buscador de diamantes angoleño enterrado en una mina cuya única razón de ser es enriquecer a los nuevos señores de la guerra, la del srilanqués enrolado a los ocho años en un ejército del que ya nadie sabe qué causa defiende, algo me dice que la suerte de estas muertes sin testigos y si un martirio es mucho más patética todavía que la de un Guy Mocquet muriendo en el esplendor de su heroísmo o que la del pequeño de Sarajevo que, unos minutos antes de subir por última vez a la trinchera, me dijo que, pasase lo que pasase, habría defendido una cierta idea de Bosnia y de Europa.
Al horror de morir se añade el horror de morir por nada. Y al horror de morir por nada el de morir en medio de la indiferencia de los hegelianos espontáneos que somos y que, de la irracionalidad de una situación, concluimos su cuasiirrealidad y de ésta desembocamos en la inutilidad de mezclarse con ella.
Porque aquí reside el problema. ¿No fue precisamente porque el enfrentamiento que lo anunciaba nos era ininteligible por lo que, por muy instruidos que fuésemos en lógicas genocidas, no vimos venir el genocidio ruandés? Y como las mismas causas producen los mismos efectos, ¿el mismo tipo de prejuicio, el mismo gusto por la idea encarnada no están ya haciéndonos ciegos a los avances del genocidio de Burundi o en los montes nubas de Sudán?
Por eso me fui a ver in situ las guerras olvidadas. Durante unos cuantos meses, con la complicidad de una ONG francesa, de un obispo burundés espantado por el eclipse de Dios en su país, entre los nubas, con el consentimiento de su jefe en el exilio, agonizando en una clínica londinense, quise pasar al otro lado, a la otra orilla, la orilla de las guerras intocables, que ocultan las demás guerras, las guerras nobles, las grandes guerras brahmánicas, en cuya silueta sigue flotando un perfume histórico-mundial.
Sin duda no he sido capaz de prescindir del todo de mis -de nuestros- antiguos reflejos: ¿Quiénes son los buenos? ¿Dónde están los malos? ¿Por dónde pasa la frontera? Quizá tampoco haya sabido llegar hasta el fondo de esta realidad nueva y, para nosotros, casi impensable de unas guerras terribles, sin fe y sin ley, no menos extrañas a la lógica de Clausewitz que a la de Hegel y cuyas víctimas, dado que ni siquiera cuentan con el pobre recurso de decirse que luchan por el advenimiento de las Luces, por el triunfo de la democracia y de los derechos humanos o por la derrota del imperialismo, parecen doblemente condenadas.
Pero al menos lo he intentado. Al menos, he intentado contar, lo más fielmente que puedo, lo que vi en esas zonas grises, en las que se mata tanto más y con tanto más salvajismo cuanto que se hace aparentemente sin razón ni proyecto alguno. Visitante comprometido. Informe sobre la banalidad de lo peor. ¿Podemos, so pretexto de que no nos dicen nada, lavarnos las manos ante estas matanzas mudas?

Por Bernard-Henri Lévy 

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