martes, 25 de febrero de 2014

¿Qué aportan al pueblo de Israel y después al cristiano en su comprensión del Dios de la Biblia?

Para responde adecuadamente a la pregunta deberíamos primero ver cual es la imagen de Dios en la Biblia (AT) para poder ver la aportación que hacen y cuantos de estos rasgos característicos ayudarán y complementaran la aportación de la compresión de Diosl. Así empecemos con el pueblo de Israel:

La comprensión de Dios en el Pueblo de Israel
Cuando Israel habla de Dios no lo hace reflexionando sobre su naturaleza, sino que nos ofrece sus experiencias concretas, sus vivencias profundas. El pueblo tiene conciencia de que ha descubierto a Dios a través de su vida cotidiana, de sus luchas, fracasos y triunfos. Es en esa historia concreta de los hombres donde, trabajosamente, el pueblo va intuyendo el verdadero rostro de Dios. Unas veces acertadamente, otras atribu­yéndole rasgos que después tendrá que ir abandonando como inadecuados, en la medida en que vaya conociendo más a ese Dios que se les revela en su historia como un Dios que salva (en un primer momento a ellos solos, mientras que destruye al enemigo).
Israel recorre un largo proceso no sólo en el descubrimiento del rostro de su Dios, sino en el reconocimiento de que Yahvé, su Dios, es el único Dios. El pueblo hace estos descubrimientos ayudado por los profetas, que le van enseñando a leer la historia desde la fe y a reconocer las acciones salvadoras de Dios.
La más antigua profesión de la fe de Israel parece ser Dt 26,5-10, texto que recoge el núcleo central de su fe. En ella, se recapitulan los datos principales de su historia (opresión-libera­ción‑conquista), reconocida como historia de salvación. Es ésta una de las características más destacadas y originales de la fe de Israel en relación con la fe de los pueblos vecinos: su fe tiene su origen en lo histórico y no en lo mítico, su Dios no es el Dios de la naturaleza con el que hay que comunicarse a través de ritos mágicos, sino el Dios de la historia que se revela en lo cotidiano.
Hoy nadie pone en duda lo original de la fe de Is­rael al ser los primeros en descubrir el significado de la historia como epifanía de Dios. Una epifanía (revelación, manifestación) activa, eficaz, parcial, inclinada hacia el más débil.El Dios bíblico se revela en la historia de unos hombres oprimidos y despreciados, en sus es­fuerzos y luchas por alcanzar su liberación. (Sal 146,7‑10)
Dios llama siempre hacia adelante en la historia. La nove­dad del Dios bíblico es que entra en la historia humana, revela su nombre, establece una alian­za y ‑más aún‑ misteriosa pero realmente, es un Dios que El mismo se hace historia, se encar­na, “pone su tienda entre los hombres" (cf. Jn 1,14) y se hace "Dios con nosotros". La revelación de Dios en la historia, hecho historia, es la gran verdad que enfrenta a Israel pri­mero y a los cristianos hoy, con su propia historia. Es ahí donde los hombres tienen que bus­car los signos de su presencia e identidad.
La tradición yahvista, cuando en el siglo X hace la primera gran síntesis teológica, se recono­ce heredera de la fe de los padres y ese reconocimiento teológico lo expresa emparentando a Abraham, Isaac, Jacob entre sí y reconociéndolos como sus antepasados. En la fe de los Padres, Israel descubre el interes de Dios por el pueblo y descubre al Dios que toma la iniciativa, que busca al pueblo. A diferencia de la religión de los pueblos vecinos, Is­rael no vive la "relación" con su Dios como una conquista por parte del pueblo, como un in­tento de alcanzar a su Dios o aplacarle, sino como un pueblo que se siente interpelado a dar respuesta a una palabra que le ha sido dada, como una elección de la que ha sido objeto. "Tú eres mi pueblo, yo te he elegido" es una constante en toda la historia de Israel. Esta iniciativa en la elección la remonta el pueblo a Abraham, Isaac... (cf. Dt 7,6‑7).
Como dice Von Rad: "Israel reconoce que los patriarcas y su clan viven "ante" Dios y "con" Dios y se convierten así en portadores de la promesa". Su fe está anclada en algo que está por venir: la tierra, la descendencia, y una relación de comunión entre Dios y esta descendencia. (Gen 17,7). Sin embargo, las promesas de Yahvé a Israel nunca se verificaron totalmente en el presente. Los patriarcas nunca poseyeron a tierra en exclusiva; los cananeos la habitan con ellos (Gen 12,6). Tampoco Moisés entrará en la tierra prometida.
La lectura atenta del Antiguo Testamento nos aporta un dato repetido a través de toda la his­toria de Israel; el éxodo, el paso de la esclavitud a la libertad, fue para Israel la gran situación de revelación de Dios. Este hecho le permitió contemplar la presencia benevolente y activa de Dios como algo más hondo que el conjunto de los factores históricos desplegados en aquella situación y perceptibles como un todo. En este "todo" podía discernirse "el paso" de Dios.
El punto de partida de la revelación de Dios a Moisés es una situación de miseria y opresión. En este contexto, Moisés se siente llamado por Dios a actuar como profeta y como guía para la liberación de los oprimidos. Será el hombre que "escucha" la Palabra de Dios y lucha por hacerla verdad.
"El Señor le dijo: He visto la opresión de mi pueblo en Egipto, he oído sus quejas contra los opreso res, me he fijado en sus sufrimientos. Y he bajado a liberarlos de los egipcios, a sacar­los de esta tierra para llevarlos a una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y miel, el país de los cananeos, hititas, amorreos, fereceos, hevaceos y jebuseos. El clamor de los israelitas ha llegado a mi y he visto como los tiranizan los egipcios. Y ahora anda, que te envío al Faraón para que saques de Egipto a mi pueblo, a los israelitas" (Ex 3,7‑10). Este texto nos muestra a Yahvé como aquél que conoce los sufrimientos del pueblo, se deja afectar por ellos y toma la iniciativa para liberarlo,
Moisés será el mediador y, junto con el pueblo, el realizador de esa liberación; pero hay un profundo convencimiento: iYahvé es el liberador!. Israel tiene conciencia clara de que Yahvé se ha revelado como su Dios. En esta situación, Dios los hace "su propiedad personal'' (Dt 7,6‑8)
Así es como descubren que Dios es un Dios parcial, Dios de los pequeños, pobres y vencidos. Su Dios los libera de la dominación egipcia para hacerlos un pueblo y darles una tierra; para permitirles ser un pueblo santo que practique la justicia y la equidad; para que ese pueblo sea fiel; le rinda culto a El como a su único Salvador.
En la dura marcha por el desierto, Dios, a través de Moisés, les irá educando lentamente en una liberación que va más allá de la posesión de las cosas, pero que pasa necesariamente por la conquista de su libertad y dignidad. El desierto será para el pueblo el símbolo del lugar del despojo, de la purificación y, al tiempo, el lugar del encuentro. Encuentro con su Dios que hizo posible la solidaridad entre ellos, de modo que pasaron de ser un grupo disperso y esclavo a ser un pueblo con identidad y libre.
En la tradición del Éxodo queda reflejado el asociar el nombre de Yahvé con los orígenes de la Alianza. Yavhé es el Dios que se ha revelado a Israel que se ha justificado por sus obras salvíficas. Ha establecido una relación de Alianza con el pueblo.
Israel tiene conciencia de que Dios ha tomado la iniciativa, de que esa elección no se debe a las cualidades del pueblo, sino que tiene su origen en el amor fiel de Dios. "Si el Señor se enamoró de vosotros y os eligió no fue por ser vosotros más numero­sos que los demás -porque sois el pueblo más pequeño- sino por puro amor vues­tro, por mantener el juramento que habla hecho a vuestros padres..." (Dt 7,7-8)
La relación bipolar de la alianza es: Dios‑pueblo. No se trata de una relación individual sino de una comunidad y en ese ir haciéndose pueblo, en ese sentir las relaciones mutuas, en ese ir comprometiéndose en cumplir y respetar sus leyes, caen en la cuenta y descubren que su Dios hace alianza con ellos, si ellos hacen alianza con los otros. Así surgirán los distintos decálogos que nos muestra el Éxodo (Ex 20,2‑17; Dt 5,6‑8; 6,4‑7).
La Alianza del pueblo con Dios implica una relación de fraternidad entre ellos. La alianza in­troduce un factor de solidaridad del pueblo entre si y con Dios. En este compromiso mutuo que se establece con la Alianza, el pueblo no se siente pasivo, sino que se sabe interpelado a dar una respuesta, a elegir y responder (Dt 30,15‑20). Israel se compromete a ser fiel a la alianza guardando el Decálogo, es decir, entrando en una dinámica de fraternidad, de justicia, benevolencia y ayuda mutua. Israel, pueblo liberado, debe actuar como liberador (Dt 24,22; Dt 17‑18).
Posteriormente nos encontramos con el Dios de los Profetas. La profecía surge con fuerza en Israel durante la monarquía, en una época difícil para la fide­lidad del pueblo a la fe de los padres. Israel se ha hecho un gran pueblo, su poderío con David llega a su máximo esplendor. Esto llevó consigo, además de un desarrollo económico, generador de desigualdades sociales e in­justicias, un progresivo abandono del culto a Yahvé siguiendo a los "baales", (los dioses de los pueblos vecinos). Ya no confían en Yahvé sino en los pactos y alianzas con las grandes poten­cias. Ya no son un pueblo misericordioso que practica la justicia sino el fraude, el robo, el ase­sinato. Incluso en ese contexto se observa el amor de Dios a su pueblo. Un amor de Dios que  supera al amor materno: "¿Puede una madre olvidarse de su criatura, dejar de querer al hijo de sus entrañase Pues aunque ella se olvide, yo no te olvidaré. Mira, en mis palmas te llevo tatuado, tus muros están siempre ante mi” (Is 49,15‑16)
Todo el capitulo 11 de Oseas es un canto al amor tierno y solícito de Dios con el pueblo: ''Yo enseñé a andar a Efraín y lo llevé en mis brazos, y ellos sin darse cuenta de que yo los cuidaba. Con correas de amor los atraía, con cuerdas de cariño. Fui para ellos como quien levanta el yugo de la cerviz; me inclinaba y les deba de comer”. (Os 11,24)
La imagen más audaz y la más empleada por los profetas es la imagen conyugal. Por eso, cuan­do los profetas denuncian al pueblo su pecado, la acusan de adulterio, de infidelidad.
Oseas describe magistralmente esta bella imagen en el capitulo 2. Igualmente y con un lengua­je aun más realista, lo hace Ezequiel en el capítulo 16.
El descubrimiento de que el Dios en el que creen es fiel, a pesar de la infidelidad del pueblo y ésta no deroga la alianza y el amor, llega a su plenitud en el destierro. El pueblo se encuentra allí sin templo, sin ciudad, sin rey, en medio de un pueblo paganizado, pluralista, hostil. En este momento viven en la angustia de creer que Dios ya no está con ellos. Es entonces cuando los profetas levantan de nuevo su voz para mostrarles la gratuidad del amor de Dios, para des­velar un rostro de Dios presente y cercano al pueblo en la situación en la que éste se encuen­tra. El vive también con sus hijos en las orillas del río Quebar en Babilonia. (Ex 3,10‑23; Jer 20,11‑12) ''Aunque se retiren los montes y vacilen las colinas, no se retirará de ti mi misericor­dia ni mi alianza de paz vacilará -dice el Señor, que te quiere"  (Is 54,10)
Junto a la experiencia de la cercanía y el amor de Dios, los profetas resaltan que Yahvé es un Dios inmanipulable (zarza ardiendo sin consumirse, ''soy el que soy"). Cuando la tradición elohista narra el acontecimiento del Horeb (Ex 20,18‑20) pone en boca del pueblo esta fra­se: "Háblanos tú y te escucharemos, que no nos hable Dios que moriremos". Y la tradición, que no duda en hacer esta audaz afirmación ''El Señor hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con un amigo" (Ex 33,11), no por eso pierde de vista la abso­luta trascendencia de Dios, su santidad y la radical incapacidad humana para encerrar a Dios en sus conceptos, imágenes y visiones (Ex 33,22‑23). La grandeza de Dios, su santidad y pureza está especialmente subrayada por Isaías (29 veces nombra a Yahvé como el Santo de Israel). El capitulo 6 es, todo él, un cántico a la santidad absoluta de Dios.
También el pueblo teme a Yahvé, el Dios terrible que "habla" entre truenos y relámpagos. Un Dios que castiga, que se enciende su ira, que juzga (Núm 11,15). El esquema infidelidad‑cas­tigo es frecuente en los profetas. La cólera de Dios expresa su visión crítica sobre la historia y su voluntad irrenunciable de li­berarla del pecado. Es un aspecto del amor.
Pero también es un Un Dios "justo" que quiere justicia. La justicia de Dios tal como aparece en el Antiguo Testamento, tiene poco que ver con nues­tro concepto de justicia de "dar a cada uno lo suyo". La noción semita de justicia implica siempre una relación entre personas. Es una acción más que un estado. "Sedegah'' ("justo") es aquél que satisface las exigencias de una relación comunitaria. Es el que establece la relación adecuada.
En el Antiguo Testamento, Dios es justo a causa de su fidelidad a las exigencias de la Alianza y su justicia está encaminada a favorecer al débil.
Las normas civiles se consideraban consecuencia de la justicia de Yahvé que de manera espe­cial se manifestaba como defensor del oprimido y pequeño, del huérfano y la viuda.
Justicia que en el fondo es gracia e intervención salvadora. "Inminente, cercana está mi justi­cia, como la luz saldrá mi liberación'' (Is 51,5).
Junto a esta concepción "salvadora" de la justicia está el convencimiento de que Yahvé es un Dios celoso que quiere justicia. Conocerle, ofrecerle un culto agradable, es convertirse, practi­car la justicia, la piedad, la liberación de los oprimidos, eliminar la opresión (ls 58,25; Jer 22,13; Os 2,21...)
Si Yahvé es el Dios parcial, protector de los pobres, el hombre que le "conoce" tiene también que ser un hombre de y para los pobres y oprimidos.

 

La comprensión de Dios a los cristianos
Una vez vista la aportación al pueblo de Israel, veamos cual es la aportación al cristianismo. Nos encontramos ahora ante el Nuevo Testamento y nos preguntamos por el rostro de Dios que se nos revela en Jesús. Para el desarrollo seguiremos teniendo como línea conductora, la que nos ha parecido más adecuada para intentar aproximarnos al Dios de la revelación: descubrirle en la  historia. En Jesús acontecerá la gran novedad. No sólo descubriremos al Dios que "actúa" en la historia sino hecho Historia, poniendo "su tienda entre nosotros" (Jn 1,14).
La cercanía de Dios que la primitiva comunidad percibió en Jesús no invalida lo que hemos dicho varias voces sobre la dificultad de hablar de Dios. Acerca de esto González Faus nos dice: "Hablar de Dios es siempre un poco blasfemo o un poco idólatra. Siempre tiene algo de tomar el nombre de Dios en vano... Santo Tomás decía que la última palabra que el hombre puede pronunciar sobre Dios consiste en afirmar que son mentira todas sus palabras anteriores, aún las más profundas, o que no se ha dicho nada con ellas".
Las primeras comunidades cristianas, después de la experiencia de Pascua, expresan, cada una desde su contexto y cultura, una fe común: Jesús es el valor supremo: "El Señor" "El Cristo", "El Mesías", "La imagen de Dios" .. De muy diversas maneras confiesan su fe en que, en Jesús, Dios mismo se ha revestido de Historia, "se ha hecho carne" (Jn 1,14). Por eso, cuando la comunidad primera reconoce en Jesús la singular ''epifanía" (manifestación) de Dios no duda en poner en su boca: "El que me ha visto a mi ha visto al Padre" (Jn 14, 9).
La vida de Jesús se convirtió de hecho en una escandalosa revelación de Dios. Las polémicas de Jesús con los representantes "oficiales" de Dios, (que acabaron con la condena y muerte) muestran que hay, de hecho, una cierta ruptura o "una puesta al revés de la imagen de Dios del Antiguo Testamento".
Jesús parece que comienza su predicación anunciando una buena noticia: "El Reino de Dios está cerca, convertios y creed esta buena noticia" (Mc 1,14). Dios mismo ha salido al encuen­tro del hombre y está ya próximo. El Dios próximo que anuncia Jesús es el Padre que acoge, sale al encuentro, perdona (Lc 15). Toda la vida de Jesús fue eso: hacer visible esta proximidad de Dios, ser "samaritano", próxi­mo a cualquier hombre en necesidad y a más necesidad más cercanía.
Pero el anuncio y, más aún, la realización de esta desconcertante proximidad no se realiza im­punemente. Y Jesús pagó por ello un alto precio.
Después de la Resurrección, Pablo dirá a sus comunidades que Jesús es la "imagen del Dios in­visible" (Col 1,15) y Juan, cuando intenta expresar con la mayor verdad y concisión posible quién es Dios, nos dice magistralmente: "Dios es amor" (1Jn 4,8).
Desde Jesús esa expresión se hace concreta e histórica. Pero anunciar y hacer verdad la cercanía de un Dios amor, en un contexto donde no se vive el amor sino la división y la injusticia es algo peligroso, "sub‑versivo" o por lo menos produce un profundo escándalo.
El Dios que Jesús anuncia y hace visible es un Dios que hace salir el sol sobre justos e injustos, que no tiene acepción de perso­nas, que no acepta nuestras clasificaciones, diferencias y anatemas. Creer en un Dios "parcial" no es negar sino afirmar una predilección que la tradición judeo­cristiana ha puesto repetidamente de relieve. El Dios revelado en la Biblia no es un Dios sin propiedades. Se caracteriza por una clara solidaridad y predilección por los pobres, pequeños y marginados El Dios reve­lado en Jesús es el mismo y único Dios de Abraham, Isaac, Jacob. El Dios que salva, liberador, protector de los pobres y viudas, el Dios que llama "propiedad personal" a un pueblo esclavo y oprimido.
Esa imagen de Dios queda ratificada en Jesús a quien domina "una inédita pasión por lo per­dido" (Dodd). El Dios cristiano es un Dios de los hombres, de todos. Pero en Jesús se nos reve­la especialmente como Dios de los pobres, los desheredados, los sin ley, los víctimas del egoísmo. Si hay algo unánimemente repetido por todos los estudiosos de Jesús es que éste se puso de parte de los desfavorecidos de este mundo. "Habló y actuó en su favor y por ellos murió y resucitó" .
No sólo proclamó bienaventurados a los pobres sino que puso gratuitamente todas sus posibi­lidades al servicio del enfermo, necesitado, pecador... Los milagros de Jesús, hechos siempre para remediar alguna necesidad, son el modo cómo Jesús simbólicamente expresaba y antici­paba la salvación total del hombre "en necesidad".
Su predilección por los pequeños y sencillos la proclama Jesús como expresión de esa misma predilección de su Padre: "Bendito seas, Padre, Señor de cielo y tierra, porque si has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, se las has revelado a la gente sencilla; si Padre, bendito seas por haberte parecido eso bien" (Mt 11,25‑26) Jesús mostró con su acción que "El Dios a quien invocó como Padre no es un Dios que opri­me, sino un Dios que libera Eso es lo que Jesús reprochó a los escribas y fariseos: encadenar a Dios a sus propios intereses, y hacer de su acción liberadora una razón para oprimir a los de­más... Para ellos el sábado es el día del honor de Dios, no el de la libertad de los hombres. Si los evangelistas han consagrado tantos episodios a estas oposiciones sobre el silbado, es por­que Jesús considera fundamental poner en claro que a Dios se le honra en donde se hace li­bres a los hombres. Por consiguiente, si el día consagrado a Dios es aquél en que precisamente resulta imposible trabajar por la liberación del hombre, el Dios al que se honra de esa forma no es Dios" ( C. Duquoc, Dios diferente).
Otro aspecto llamativo y diferencial es sobre su trato personal con Dios. Los datos que nos trasmiten los evangelios dan pie para pensar que Jesús se dirigió siempre a Dios llamándole ¡Padre!, más aún invocándole como ¡Abba! El llamar a Dios Padre no es exclusivo de Jesús, pues ya en el Antiguo Testamento aparece el término padre para nombrar a Dios. Palabra aramea que las primeras comunidades, asombradas por esta singular invocación, no se atrevieron a traducir y optaron muchas veces por transmitirla en el lenguaje original en que fue pronunciada. “¡ABBA! “Padre, todo te es posible, aleja de mi este cáliz; más no sea lo que yo quie­ro, sino lo que quieres tú” (Mc 14, 36)
Esta palabra es de origen infantil, familiar. Expresaría nuestro "papá" o "padre mío" con to­nos de especial ternura y afecto "querido papá". Esta designación aplicada a Dios no tiene paralelo en toda la literatura religiosa, ni ambiental ni judía, ni bíblica. Para una mentalidad judía habría sido irreverente y por ello impensable llamar a Dios con esta palabra tan familiar. Lo inaudito de esa expresión, hecha oración habitual en Jesús, de alguna manera nos adentra en el misterio ultimo de Jesús. Allí donde es más el mismo, donde se sabe hijo en referencia al singular modo de experimentar la paternidad de Dios. Esta experiencia del "Abba" no es con­quista de Jesús, es Dios mismo que se hace "sentir" así en él. Es una experiencia que es reve­lación.
González Faus en su libro Acceso a Jesús pone ésta como una de las notas más singulares de Jesús. "Jesús cree y predica que no hay acceso a Dios fuera de la búsqueda dolorosa del Reino... y también que no hay Reino posible sino en la paternidad de Dios, porque el Reino, en última instancia, no es reino "mío" o "nuestro" sino "del otro". Porque Dios es ¡Abba! el anuncio de la cercanía del Reino es un anuncio liberador y ese anun­cio brota de la cercanía y el modo con que Jesús experimenta a Dios como ¡Abba!. Esta fue su pasión y la polarización de su vida: anunciar y hacer verdad la venida de un Reino donde todos somos hijos de un Padre común. Esta unión indisoluble Abba‑Reino es también una manifestación de Dios. Es la revelación de que es posible la "experiencia de Dios en la humanidad del hombre que se realiza, en la escla­vitud que salta, en la prostituta que llega a ser mujer... en el inhumano que se hace humano. Lo que el mismo evangelio llama "alegría en el cielo" o "máxima alegría en el cielo". Y "Dios es alegría".
Es verdad que invocar a Dios como Padre es un don, un regalo, pero también es una tarea. Je­sús invoca al Padre y lo desvela en su forma de ser y vivir liberador y fraterno. Es un contrasentido invocarle ¡Padre! con los labios si la vida no revela el esfuerzo por vivir como hijos y, por tanto, por crear fraternidad allí donde no la hay, haciéndola crecer allí don­de brota, revelándola donde no se conoce, proclamando la alegre noticia de que tenemos un Padre común.
En cambio, hablar de un Dios "entregado" y "pasible" (que "sufre") parece romper con la idea que normalmente se tiene de Dios. Quizá a muchos nos resuenan aún dentro, las definiciones de Dios que hemos aprendido de niños. Un Dios eterno, inmutable, todopoderoso, infinito. No es ese el lenguaje bíblico. A Dios lo podemos "conocer" por su "actuar", en la historia y en su Hijo. En el Nuevo Testamento nos encontramos dos frases muy semejantes -en contextos cultura­les y cronológicamente muy distantes- que nos remiten, sin duda, a algún rasgo original del acontecimiento Jesús: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo” (Jn 3,16) “El que ni siquiera escatimó darnos a su propio Hijo sino que nos lo entregó”  (Rm 8, 32)
En el Antiguo Testamento aparecía clara la imagen de Dios "protector" de los suyos. Si uno es fiel acude a Dios y El le salva. La dura crisis de la imagen de Dios, que hemos visto expre­sada en Job, se resuelve con la "intervención salvadora" de Dios. Este "desvela" su rostro y cura a Job, le devuelve la salud, los hijos y las posesiones y "justifica" así al hombre fiel. Esta profunda convicción del Antiguo Testamento es la que, de alguna manera, queda puesta al revés en Jesús.
El Dios silencioso y oculto, ese desconcertante rostro de Dios que no es una ventaja para el que cree en El, llega a su máxima revelación en la cruz de Jesús. Dios no solamente no acude a salvar al justo sino que éste ni siquiera encuentra "su rostro, sino su silencio que suena a abandono: Dios mío ¿Por qué me has abandonado? (Mt 27,43‑46 y Mc 15,32‑ 34). Dios no acude a salvar de la muerte a su propio Hijo.
Después de la muerte de Jesús en la cruz, ante el aparente "desentendimiento" de Dios Padre, ya no se puede hablar de Dios sin experimentar el desconcierto de un Dios "a merced del hombre", de un Dios que “padece” la injusticia en su propia "carne" en su "propio Hijo".
En Jesús, muerto injustamente en la cruz, nos sale al encuentro Dios como Aquel que está a merced del hombre en la historia. El poder de Dios pasa por la impotencia de la cruz. El "Dios es amor" puede también expresarse como "Dios es pasión". Porque sólo sabe de amor quien sabe de dolor. El Dios en el que creemos es un Dios que "sufre" y ésta es la posibilidad de que en el Nuevo Testamento pueda verse el dolor de la historia como dolor hecho a Dios. "A mí me lo hicisteis" (Mt 25). "Saulo, Saulo por qué me persigues". Estos textos del Nuevo Testamento no son fundamentalmente una consideración moral sino una revelación de Dios. Dios está en el dolor del hombre.


Nacho Padró

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