Ahmad al-‘Alawî nació en Mostaganem en el año 1869, en el seno de una familia pobre pero que contaba entre sus antepasados a algún personaje de cierta eminencia cuyo nombre mereció ser mencionado entre los ulemas destacados de la ciudad. Nunca fue a la escuela, pero aprendió los rudimentos de la escritura y la lectura con su padre, quien lo inició en el estudio del Corán. No avanzó mucho porque las penurias económicas de la familia demandaban toda la atención de sus miembros. Esta falta de instrucción metódica fue suplida por la tenacidad de Ahmad, que de forma autodidacta fue satisfaciendo su inclinación innata por el estudio. Pronto tuvo que ayudar en la economía de la familia, empezando como zapatero remendón para abrir después, en asociación con un amigo, una pequeña tienda que permitió una mejoría en su situación. Por la misma época, siendo adolescente, comienza su asistencia a las sesiones de Dikr en algunas zâwiyas de los alrededores.También frecuentaba las mezquitas en las que se impartían clases sobre los fundamentos del Islam, y en las que el al-Muršid de Ibn ‘šir debía de ser el manual por excelencia. Su afición por el estudio y las reuniones sufíes le costaría al principio la oposición de su madre y, más tarde, incluso, algunos divorcios.
En primer lugar se afilió a la hermandad de los ‘isâwa, Tarîqa fundada en el siglo XVI por Sîdî Muhammad ibn ‘Isà, el Maestro Perfecto. En esta fraternidad sufí son usuales ciertas prácticas como comer fuego, el encantamiento de serpientes y los exorcismos. A al-‘Alawî le impresionaron el desapego y el intenso recogimiento de algunos de sus miembros y adquirió habilidad en el arte de encantar serpientes. Pero al poco se dio cuenta de que la realización de prodigios no implicaba un avance espiritual. Decidió entonces abandonar las actividades tendentes a la adquisición de carismas y se limitó a las letanías, invocaciones y recitación del Corán a la manera de los ‘isâwa. Cuando ya había empezado a distanciarse de la hermandad a la que se había afiliado tuvo lugar su encuentro con quien habría de ser su verdadero maestro, el Šayj Sîdî Muhammad al-Buzaydî (más conocido como Sî Hammû al-Buzîdî), de la escuela darqâwî.
Sîdî Muhammad al-Bûzaydî le transmitió el Wird -la serie de invocaciones que debía pronunciar cada amanecer y atardecer-, preparando al discípulo para la inmersión en los significados del Islam. Poco después lo inició en la práctica de la evocación del Nombre Supremo (Allah): ésta debe realizarse en soledad durante un retiro controlado por el maestro. Como carecían de un lugar adecuado, al-‘Alawî comenzó a realizarlo de noche en un cementerio próximo pero el miedo le impedía concentrarse en la Palabra.
La manera en que el Šayj guiaba a sus discípulos de etapa en etapa era variable. A veces se limitaba a formarlos en la teoría esperando que se suavizara su carácter. Pero el sistema que más a menudo seguía, y que también siguió al-‘Alawî y luego transmitiría a sus alumnos, consistía en ordenar al discípulo que invocara el Nombre acompañado de la clara visualización de sus letras hasta que éstas quedaban grabadas en su imaginación. Luego le decía que las extendiera y las agrandara hasta que llenasen todo el horizonte. El Dikr debía continuar de esta forma hasta que las letras se volvían como la luz. Luego el Šayj mostraba el camino a partir de este punto y gracias a esas indicaciones el espíritu del discípulo rápidamente se remontaba más allá del universo creado, en el supuesto de que tuviese suficiente preparación y aptitudes; de no ser así, habría necesidad de purificación y otras disciplinas espirituales.
Siguiendo esas indicaciones el discípulo se hacía capaz de distinguir entre lo Absoluto y lo relativo, y veía el universo como una bola o una lámpara suspendida en un vacío sin principio ni fin. Luego, a medida que iba perseverando en la invocación acompañada de meditación, la visión del universo iba perdiendo intensidad hasta que ya no parecía un objeto definido, sino una simple sombra. Más adelante incluso dejaba de ser eso, hasta que finalmente el aspirante se sumergía en el Mundo del Absoluto y su certeza era reforzada por su Pura Luz.
Durante todo este proceso el Šayj vigilaba al discípulo, le interrogaba acerca de sus estados y le fortalecía en el Dikr paso a paso hasta que llegaba a un término en el que era consciente de lo que veía por su propio poder y sin la ayuda de nadie. El Šayj no estaba satisfecho hasta que se alcanzaba ese punto. Cuando el discípulo había alcanzado este grado de percepción independiente, que era intenso o débil según su capacidad, el Šayj lo devolvía al mundo de las formas externas que había abandonado, y éste le parecía lo contrario de lo que era entonces, simplemente porque la luz de su ojo interior se había encendido.
Finalmente, el Šayj al-Buzaydî le aconsejó aminorar el tiempo que dedicaba a esta práctica reservando para ello el último tercio de la noche. Al-‘Alawî pasaba buena parte de la noche en estas prácticas y durante el día visitaba a su maestro. En esta época de su vida, al-‘Alawî escribió su comentario al al-Muršid al-Mu‘în y al que puso por título al-Minah al-Quddûsiyya, libro cuya primera parte traduciremos y analizaremos en este trabajo. Poco antes había redactado la obra Miftâh aš-Šuhûd, un tratado de astronomía mística. A causa del vértigo espiritual en el que vivía, el acto de la escritura suponía para él una válvula de escape que le permitía poner orden en sus pensamientos, pues su actividad intelectual se había desbordado.
Por entonces, una vez había avanzado en la Vía, el Šayj lo asoció a su misión ordenándole acoger e iniciar discípulos, en lo que tuvo un notable éxito. Su nueva labor le obligó a descuidar las necesidades de su familia, pero la ayuda de su compañero de negocio no le faltó. Quince años más tarde, poco antes de que su maestro muriera, Ahmad al-‘Alawî sintió la necesidad de emigrar e ir a oriente. La muerte del Šayj le hizo olvidar por el momento tal propósito. Cuando pensaba que ya era libre para realizar el viaje, y habiendo preparado todo para partir, una reunión de los fuqarâ’ lo nombró sucesor de al-Buzaydi. De nuevo tuvo que aplazar el viaje para dedicarse a reorganizar la Tarîqa.
Tras recibir el juramento de fidelidad de sus antiguos condiscípulos decidió visitar a algunos que estaban en los alrededores de Mostaganem. Una vez fuera de la ciudad, él y su acompañante pensaron que podrían seguir hasta Galizán. De ahí pasaron a Argel buscando un editor para los al-Minah. No lo encontraron y se les ocurrió que les sería más fácil conocer a alguno en Túnez. Allí se realizaría una primera edición. Durante su estancia en la capital tunecina contactaron con varios fuqarâ’ y se celebraron reuniones y conferencias. Uno de sus nuevos discípulos se hizo cargo de difundir con éxito la Tarîqa de al-‘Alawî por el país. De Túnez el Šayj embarcó hacia Trípoli para visitar algunos familiares. En Libia conoció a un sufí turco que ocupaba un cargo en la administración de aduanas. Con él sostuvo conversaciones de elevado nivel espiritual y su contertuliano le ofreció la zâwiya que había abierto en Trípoli. En ella residió al-‘Alawî durante un tiempo hasta que sus deseos de viajar de nuevo lo empujaron, esta vez hacia Turquía. Llegó a Estambul con la esperanza de encontrarse con grandes maestros pero eran tiempos de revueltas que culminarían con el acceso al poder de Kamal Ataturk. La impresión que recibió fue desoladora y nunca cesó de criticar el nuevo régimen que consagró la desmembración del Islam.
Comenzó entonces la época más oscura y misteriosa de la vida del Šayj. Durante varios meses viajó por Oriente Medio y realizó la peregrinación a Meca, pero se sabe muy poco sobre sus movimientos. Ello ha levantado una leyenda que lo conduce a lo largo de diez años hasta, incluso, la India. Martin Lings lo niega y cierra ese extraño paréntesis con la vuelta del Šayj a Argelia, decidido ya a retomar el gobierno de la Tarîqa. Contaba unos cuarenta años.
No sabemos cuándo, pero en el Šayj despertó la conciencia de ser un Muŷaddid, un renovador del Islam, alguien prometido por el Destino para reanimar a los musulmanes. El Profeta explicó que habría un Muŷaddid para cada siglo. El último habría sido, según los sufíes del Magreb, el gran Šayj ad-Darqâwî, a cuyo linaje espiritual pertenecía Sîdî Ahmad al-‘Alawî. Al-‘Alawî escribió en un verso: “Yo soy el escanciador, el renovador”, y también: “Proclama, oh cronista, el nombre de al-‘Alawî después del de ad-Darqâwî: Allah lo ha hecho su sucesor”. Su Dîwân -colección de poemas- no se publicó hasta después de la Primera Guerra Mundial, aunque ya habían tenido una gran difusión en manuscritos, y la pretensión del Šayj al-‘Alawî, junto a la deserción de algunos de sus discípulos, motivó los celos de los jefes de varias zâwiyas. Como era de esperar, la mayor oposición hacia él vino primero de los centros Darqâwîs de los alrededores. Esta oposición alcanzó su punto culminante cuando el Šayj, al cabo de unos cinco años, decidió independizarse de la zâwiya madre de Marruecos, formando así una rama distinta a la que denominó at-Tarîqa al-‘Alawîyya ad-Darqâwîyya aš-Šâdiliyya, mencionando en este nombre los ejes más importantes de su genealogía espiritual
Uno de los motivos de esta decisión fue que sentía la necesidad de introducir, como parte de su método, la práctica de la Jalwa, es decir, el retiro en la soledad en una celda aislada. De modo ocasional, se llevaba a cabo dentro de la tradición šâdilî en parajes naturales, a semejanza del Profeta que lo hacía en la cueva del Monte Hirâ. El Šayj al-‘Alawî quería hacer de la Jalwa una práctica metódica y regular y bajo la estricta vigilancia de un maestro, y esto tenía algo de innovación para los descendientes de Abû l-Hasan aš-Šâdilî.
Su acción de independizarse parece haber provocado en un principio una hostilidad desproporcionada. Todos los obstáculos posibles fueron puestos en su camino y no se ahorró ningún esfuerzo para apartar de él a los antiguos discípulos del Šayj al-Bûzîdî. Además, como no tenía tiempo para ganarse la vida, era extremadamente pobre, hasta el punto de tener que vender algunas veces los bienes de su familia. Pero, si bien algunos discípulos del Šayj al-Bûzîdî lo abandonaron, nuevos discípulos comenzaron a afluir de todas partes, incluyendo algunos jefes de zâwiya con todos sus seguidores. Los darqâwa que se le oponían debieron quedar desconcertados cuando el propio bisnieto de Mawlây al-‘Arbî ad-Darqâwî vino de la zâwiya madre de Marruecos y tomó al Šayj por maestro.
La hostilidad de las zâwiyas fue de corta duración, pero en lo sucesivo el Šayj tuvo que hacer frente a los enemigos del sufismo y pronto se convirtió en uno de los blancos principales de sus ataques. Por el mundo islámico se difundía el panislamismo que preconizaba la modernización y acusaba al sufismo de ser causa de la decadencia de los pueblos musulmanes. En Argelia arraigó el Reformismo (Islâh) que tuvo personajes de una gran talla, como Ibn Bâdis, uno de los ideólogos de la identidad árabo-islámica sobre la que los independentistas construirían posteriormente la noción de Argelia. Una publicación periódica, aš-Šihâb, fue la portavoz de los reformistas, que predicaban la necesidad de recuperar el Islam puro de las primeras generaciones musulmanas (el Salaf), por lo que recibieron también el nombre de salafíes. En 1920 el Šayj al-‘Alawî escribió su primera defensa del sufismo (al-Qawl al-Ma‘rûf) en respuesta a un panfleto editado en Túnez que arremetía contra los sufíes y sus practicas. Si bien las acusaciones eran burdas y mezquinas, Sîdî Ahmad al-‘Alawî comprendió que su alcance iba mucho más allá de su autor inmediato y que no eran sino la cristalización particular de una hostilidad general que no podía pasarse por alto.
Dentro del contexto anterior se comprende mejor la disposición del Šayj a adaptarse a los hechos y fundar en 1912 un semanario, Lisân ad-Dîn, que reemplazó en 1926 por otro de ámbito más general, al-Balâg al-Ŷazâ’irî. Ambos se publicaron en Argel. Al-Balâg en particular, que siguió apareciendo hasta algunos años después de la muerte del Šayj, perseguía la finalidad de dar en la mayor medida posible a sus discípulos una visión justa y objetiva acerca de todo. Más allá de sus discípulos, al-Balâg se dirigía al conjunto de la comunidad islámica. Para el Šayj era un medio de promover una renovación del Islam en todos sus aspectos, no a la manera de los puritanos restrictivos, sino tratando, por el contrario, de salvaguardar su amplitud y, por encima de todo, de restaurar lo que había perdido de su profundidad. Constantemente afirmaba que, de todos los peligros que amenazan al Islam, el mayor, con mucho, procede de ciertos musulmanes, y no ocultaba que se refería a los ‘ulamâ’ pertenecientes al salafismo y que se presentaban como ‘reformadores’. Al-Balâg sirvió para criticar duramente la adopción de las costumbres que los franceses introducían en Argelia y también para exhortar a los jefes de las zâwiyas a practicar lo que enseñan.
Al-Balâg fue atacado por los reformistas del salafismo. Aš-Šihâb perseveró en una hostilidad casi constante hasta 1931, fecha en la que su redactor jefe, Ibn Bâdis, tuvo ocasión de ir a Mostaganem y coincidió en una celebración con el Šayj al-‘Alawî. El encuentro cambió la opinión de Ibn Bâdis y a partir de entonces suavizó su postura contra el sufismo.
Entre tanto, la reputación del Šayj crecía y el número de sus discípulos aumentaba sin cesar. A pesar de su carácter reservado, acogía a quienes acudían a él y los iniciaba. Se construyó en Mostaganem una gran zâwiya capaz de recibir el incesante flujo de aspirantes atraídos por la fama del maestro. Nombró un gran número de muqaddam-s que lo representaban en distintas ciudades o pueblos, mientras otros viajaban de un lugar a otro. Según Martin Lings, la vida y actividad del Šayj habría podido inducir a Massignon a revisar su opinión según la cual Ibn ‘Arabi fue el último sufí capaz de irradiar el misticismo islámico sobre el conjunto de la sociedad7. Efectivamente, hacia el final de su vida, el Šayj al-‘Alawî tenía zâwiyas fundadas por él mismo -con ocasión de sus cortos y frecuentes desplazamientos- o por uno de sus muqaddam-s por todo el Norte de África, Oriente Medio e, incluso, Europa.
Rodeado de sus discípulos, finalmente el Šayj falleció el año 1934 en su zâwiya de Mostaganem. Le sucedió a la cabeza de la Tarîqa el Šayj ‘Udda ibn Tûnis, también autor prolífico que, sin embargo, no era conocido en las regiones más alejadas por lo que muchos muqaddam-s locales fueron desconectándose del centro común llevando una vida independiente (es el caso, por ejemplo, del Sîdî Muhammadi Belhach Tahir, muqaddam de Melilla, del que hemos hablado anteriormente). Hoy por hoy, la Tarîqa ‘Alawî consiste en un conglomerado amplio de personas iniciadas por antiguos discípulos del Šayj sin un nexo organizativo que las una, sin bien un espíritu de fraternidad las relaciona más allá de las circunstancias de la filiación personal de cada uno.
Nacho Padró
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