Entre
los años 726 y 843 el Imperio bizantino fue desgarrado por las luchas internas
entre los iconoclastas, partidarios de la prohibición de las imágenes
religiosas, y los iconódulos, contrarios a dicha prohibición. La primera época
iconoclasta se prolongó desde 726, año en que León III (717-741) suprimió el
culto a las imágenes, hasta 783, cuando fue restablecido por el II Concilio de
Nicea. La segunda etapa iconoclasta tuvo lugar entre 813 y 843. En este año fue
restablecida definitivamente la ortodoxia. No fue un simple debate teológico
entre iconoclastas e iconódulos, sino un enfrentamiento interno desatado por el
patriarcado de Constantinopla, apoyado por el emperador León III, que pretendía
acabar con la concentración de poder e influencia política y religiosa de los
poderosos monasterios y sus apoyos territoriales. Según algunos autores, el
conflicto iconoclasta refleja también la división entre el poder estatal —los
emperadores, la mayoría partidarios de la iconoclasia—, y el eclesiástico —el
patriarcado de Constantinopla, en general iconódulo—; también se ha señalado
que mientras en Asia Menor los iconoclastas constituían la mayoría, en la parte
europea del Imperio eran más predominantes los iconódulos.
Durante
la crisis iconoclasta, vivida en el siglo VIII, las relaciones entre Roma y el
Oriente estuvieron siempre en dificultades. Esta crisis fue, sin duda, una de
las razones de la ruptura de Roma con Bizancio. Hay que tener en cuenta que el
argumento más serio contra la iconoclasia formulada por el teólogo sirio y
Padre de la Iglesia Juan
de Damasco fue que se negó uno de los principios fundamentales de la fe
cristiana, la doctrina de la encarnación. Según los defensores de las imágenes,
el nacimiento humano de Cristo había hecho posible sus representaciones, que en
cierto sentido común en la divinidad de su prototipo. El rechazo de estas
imágenes, por lo tanto, automáticamente llevado a un rechazo de su causa con
las implicaciones que acarrea. Además de sus aspectos teológicos, el
movimiento iconoclasta afectó gravemente al arte bizantino.
A nivel de implicación cristológica, hay que
tener en cuenta que uno de los pilares de las guerras iconoclastas era la
concepción de Cristo que permitía o no su representación. Su punto principal es
que los iconoclastas son herejes cristológica, ya que negar un elemento
esencial de la naturaleza humana de Cristo, es decir, que puede ser
representado gráficamente. Esto equivale a una negación de su realidad y la
calidad del material, por el que Iconoclastas reviviría la herejía monofisita.
En relación con la imagen de Cristo hacen valer el siguiente razonamiento: Ya
que Jesucristo es al mismo tiempo Dios y hombre, pintando su humanidad, o bien
se la separa de la divinidad y entonces se defendería el nestorianismo y se
dividiría a Cristo; o bien, se caería en el monofisismo al tratar de
circunscribir la divinidad, cosa de todo punto imposible. Los iconoclastas
piensan que la única imagen autorizada, como verdaderamente digna de adoración,
es aquella que tiene lugar en la
Eucaristía, mediante la consagración del pan y del vino. Este
lenguaje está tomado de una antigua expresión patrística que se lee todavía en la Misa de S. Basilio y que
llama a las oblatas de la Misa
imágenes del Cuerpo y de la
Sangre de Jesucristo. El Concilio
celebrado en Nicea el año 787, que estableció la licitud de las imágenes y de
su culto, fue un acontecimiento histórico no sólo para la fe, sino también para
la cultura misma. El argumento decisivo que invocaron los Obispos para dirimir
la discusión fue el misterio de la Encarnación: si el Hijo de Dios ha entrado en el
mundo de las realidades visibles, tendiendo un puente con su humanidad entre lo
visible y lo invisible, de forma análoga se puede pensar que una representación
del misterio puede ser usada, en la lógica del signo, como evocación sensible
del misterio. El icono no se venera por sí mismo, sino que lleva al sujeto
representado. Es la verdad, definida en el Concilio de Calcedonia, de la encarnación
del Hijo en una única persona con dos naturalezas la que permite que la Palabra encarnada sea
representada en imágenes y reciba culto por medio de ellas. La adoración
corresponde sólo a Dios, pero las imágenes son veneradas con un honor que va
dirigido a la persona representada y, en última instancia, a Dios
Nacho Padró
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