El
concilio de Florencia es el único que se ha celebrado con la intención de ser
un concilio de reunificación. Iniciado en Ferrara el 8 de enero de 1438, se
trasladó a Florencia en 1439 y a Roma hacia 1444. Al igual que ocurrió con el
II concilio de Lyon, relacionado también con la reunificación, las actas
oficiales de Florencia se han perdido, por lo que hay que basarse en textos de
discursos, bulas, actas no oficiales y datos indirectos. También aquí, como en
el II concilio de Lyon, un motivo determinante para la participación de Oriente
fue la necesidad de ayuda militar; en materias doctrinales los griegos tenían
la intención de probar que los latinos estaban en el error. Eugenio IV
(1431-1447), que fue quien convocó el concilio, vio en la unión un apoyo en su
lucha con el conciliarista concilio de
Basilea; en distintos momentos del concilio hubo condenas de este
concilio de Basilea, que se desarrollaba simultáneamente.
Las
causas del fracaso fueron complejas: los griegos consideraron la ayuda militar
como parte de acuerdo de unión, pero en esto se vieron defraudados; las
cuestiones étnicas y polémicas fueron también factores importantes. Sobre todo,
la unión fue el resultado de un proceso intelectual y espiritual de los que
asistieron al concilio; otros, que no habían hecho esta experiencia, rechazaron
sus conclusiones. Pero la unión no fue, como algunos afirmarían, ni comprada con
dinero y honores, ni impuesta por la fuerza y las amenazas.
El
éxito del concilio, por consiguiente, fue limitado. En Oriente su nombre
provoca todavía reacciones negativas. Pero en Occidente condujo a un renovado
interés por los Padres. Sus decretos sobre el papado sirvieron de freno al
conciliarismo. Su aspiración a la unidad sin insistir en la uniformidad sigue
siendo válida todavía. A diferencia del II concilio de Lyon, fue un encuentro
real de espíritus y no la aceptación pasiva de un documento pontificio
previamente elaborado. Su fracaso último se debió al hecho de que se
reconocieron dos modelos eclesiásticos, el escolástico y el patrístico, pero
ninguna de las dos partes aceptó el otro como complementario, por lo que no lo
integró dentro de su propia visión.
Nacho Padró
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