nuevos fragmentos de manuscritos del mar Muerto acaban de ser descubiertos en la que se conoce como Cueva de los Horrores, situada en el desierto de Judea, en Israel. La cueva, que recibe este nombre porque en su interior se hallaron cuarenta esqueletos humanos, está situada en la reserva natural de Nahal Hever, aproximadamente a 80 metros por debajo de la cima de un acantilado y flanqueada por profundos desfiladeros. A ella solo se puede acceder haciendo rápel y escalada por el escarpado acantilado. Se trata de los primeros fragmentos nuevos de manuscritos hallados en el desierto del sur de Jerusalén en 60 años y son el resultado de una ambiciosa campaña de excavaciones que está llevando a cabo en la zona la Autoridad de Antigüedades de Israel (IAA), que cuenta con la ayuda de drones para supervisar unas quinientas cuevas, abrigos y oquedades.
Los nuevos fragmentos de manuscritos del mar Muerto descubiertos en la Cueva de los Horrores son el resultado de una ambiciosa campaña de excavaciones que está llevando a cabo en la zona la Autoridad de Antigüedades de Israel (IAA).
"Este es definitivamente un momento emocionante, ya que presentamos y revelamos al público una pieza importante y significativa en la historia y cultura de Israel. A finales de la década de 1940, nos dimos cuenta de los restos del patrimonio cultural de la antigua población de Israel con los primeros descubrimientos de los rollos del mar Muerto. Ahora, se han descubierto y desenterrado nuevos hallazgos y pruebas que arrojan aún más luz sobre los diferentes períodos y culturas de la región", ha afirmado Hananya Hizmi, directora de personal del Departamento de Arqueología de la Administración Civil en Judea y Samaria.
EL LIBRO DE LOS DOCE PROFETAS MENORES
De hecho, los arqueólogos han podido identificar en estos fragmentos líneas en griego antiguo del Libro de los doce profetas menores, en concreto once líneas del profeta Zacarías 8: 16-17, que dicen lo siguiente: "Estas son las cosas que haréis: hablaos la verdad unos a otros, haced justicia verdadera y perfecta en vuestras puertas. Y no traméis el mal unos contra otros, y no améis el perjurio, porque todas esas son cosas que yo aborrezco, declara el Señor". Los fragmentos de los rollos también contienen versículos del libro de Nahum 1: 5-6: "Los montes tiemblan a causa de Él, y los collados se derriten. La tierra se eleva ante Él, el mundo y todos los que en él habitan. ¿Quién podrá enfrentarse a Su ira? ¿Quién puede resistir su furor? Su ira se derrama como fuego, y las rocas se hacen añicos a causa de él".
Los arqueólogos han podido identificar en estos fragmentos líneas en griego antiguo del 'Libro de los doce profetas menores', en concreto once líneas del profeta Zacarías y versículos del libro de Nahum.
Los investigadores también han hallado pruebas de la mano de dos escribas diferentes en los fragmentos: "Al comparar el texto preservado en los fragmentos recién descubiertos con el que conocemos de otras versiones, incluidos los versos conocidos en el texto masorético, se notan numerosas diferencias, algunas de las cuales son bastante sorprendentes. Estas diferencias pueden decirnos bastante con respecto a la transmisión del texto bíblico hasta los días de la revuelta de Bar-Kokhba, documentando los cambios que ocurrieron a lo largo del tiempo hasta llegar a nosotros en la versión actual", explican los investigadores, que creen que los fragmentos fueron guardados en la cueva durante la revuelta judía que tuvo lugar entre los años 132 a 136 d.C. "Otro aspecto interesante de estos rollos es que, a pesar de que la mayor parte del texto está en griego, el nombre de Dios aparece en la escritura hebrea antigua, conocida desde los tiempos del Primer Templo de Jerusalén", apuntan.
MOMIAS, CESTAS Y MONEDAS
Pero estos fragmentos de texto no son los únicos descubrimientos hechos por los arqueólogos durante las excavaciones en la zona. Por ejemplo, en la misma cueva destaca el hallazgo del cuerpo de una niña, de seis mil años de antigüedad, envuelto en una tela, parcialmente momificado a causa del seco clima de la gruta y dispuesto en posición fetal. También en la Cueva de los Horrores se ha localizado un tesorillo de monedas de hace casi dos mil años "con símbolos judíos como un arpa y una palmera datilera". En otra cueva cercana, la de Muraba’at, en Nahal Darga, se ha descubierto una cesta neolítica de unos 10.500 años, que podría ser, según los investigadores, "la más antigua del mundo", además de restos de "flechas y puntas de lanza, tela tejida, sandalias e incluso peines para eliminar piojos", explican los arqueólogos.
También en la Cueva de los Horrores se ha localizado un tesorillo de monedas de hace casi dos mil años "con símbolos judíos como un arpa y una palmera datilera".
Hasta ahora, tres equipos dirigidos por los arqueólogos Oriah Amichai, Hagay Hamer y Haim Cohen, de la Autoridad de Antigüedades de Israel, acompañados de un equipo de voluntarios accedieron a cuevas que hasta ahora se consideraban "inalcanzables". Israel Hasson, director de la IAA, que ha dirigido la operación, se ha mostrado sumamente satisfecho de los resultados obtenidos: "El equipo del desierto mostró un valor excepcional, dedicación y devoción, descendió en rápel hasta las cuevas ubicadas entre el cielo y la tierra, cavó y tamizó la tierra en ellas, soportó un polvo espeso y sofocante y regresó con objetos de un valor incalculable para la humanidad", ha declarado con orgullo
la región de Kachchh, en el estado de Gujarat, es la península situada más al oeste del subcontinente indio. Rodeada por el mar Arábigo, cómo si se tratase virtualmente de una gran isla, y por las llanuras de las Rann, unas extensas marismas salobres conocidas también como el Gran Desierto Blanco por su acumulación de sales naturales, en esta zona el paisaje es cambiante, alternando épocas de exhuberancia con períodos de sequía extrema. De hecho, la palabra kachchh, en el dialecto local, hace referencia a este caprichoso medioambiente. Estas oscilaciones climáticas, que a veces son dramáticas para los habitantes de Kachchh, vienen marcadas por la errática variabilidad de las lluvias del monzón estival. Durante milenios, el monzón ha marcado el desarrollo del pastoreo seminómada y de la agricultura tradicional que aún se practican en la región, si bien en los últimos años el avance de la agricultura mecanizada y una fuerte apuesta por la industria han convertido Kachchh en uno de los grandes motores económicos de la India.
KACHCHH Y LA CIVILIZACIÓN DEL INDO
Hace 4.500 años, la región de Kachchh jugó un papel fundamental en el desarrollo de una antigua y avanzada cultura, la Civilización del Indo, que llegó a extenderse a lo largo de más de un millón de kilómetros cuadrados por el noroeste de la India, el valle del río Indo en Pakistán y el noreste de Afganistán. La Civilización del Indo, también conocida como Cultura Harappa por el homónimo yacimiento en Pakistán, perduró dos milenios (entre 3300 y 1300 a.C.) y fue la más extensa de las grandes civilizaciones fluviales de la Edad del Bronce, que surgieron al amparo de grandes ríos como el Indo, el Tigris y el Éufrates, el Nilo y los ríos Huang He y Yangtsé en China. En el Kachchh florecieron las ciudades amuralladas recorridas por grandes avenidas, con áreas comerciales y ciudadelas, en un mundo urbano conectado y proyectado al exterior, por ejemplo hacia el golfo Arábigo. Sin embargo, sabemos relativamente muy poco sobre la fase justamente anterior al auge de esta cultura, conocida como Early Harapan (Harappa Temprano, hacia 3300 y 2600 a. C.).
La Civilización del Indo, también conocida como Cultura Harappa, perduró dos milenios (entre 3300 y 1300 a.C.) y fue la más extensa de las grandes civilizaciones fluviales de la Edad del Bronce, que surgieron al amparo de grandes ríos.
De este modo, y con el objetivo de estudiar el papel que jugó esta región en el devenir de la Civilización del Indo, ha nacido el Proyecto Arqueológico en el Kachchh, que pretende dar un contexto histórico a las excavaciones a nivel macrorregional, aportando datos que arrojen nueva luz sobre los factores sociales y ecológicos que condujeron a la integración de la región de Kachchh en la órbita cultural de esta sofisticada cultura hacia finales del cuarto milenio antes de nuestra era.
COMERCIO Y RIQUEZA
Como en el caso de las primeras investigaciones en Mesopotamia o Egipto, el estudio de la Civilización del Indo se ha centrado, tradicionalmente, en los grandes centros urbanos con el objetivo de dar respuesta a cuestiones relacionadas con el urbanismo, la estructura social y los aspectos sociales, ambientales y climáticos que llevaron a su desintegración. Pero hoy en día también se reconoce la relevancia de las zonas rurales en el desarrollo de esta civilización. Estudios recientes en regiones como las llanuras de Haryana o Gujarat (India) han puesto de manifiesto trayectorias socioeconómicas independientes que subrayan la importancia del estudio de las comunidades locales para comprender el modo en que se intregraron en el mundo del valle del Indo.
El estudio de la Civilización del Indo se ha centrado, tradicionalmente, en el estudio de los grandes centros urbanos para dar respuesta a cuestiones relacionadas con el urbanismo, la estructura social y los aspectos sociales, ambientales y climáticos que llevaron a su desintegración.
Uno de los elementos básicos en torno al que se desarrolló la Civilización del Indo fue el comercio. El desarrollo urbano, tecnológico y comercial característico del valle del Indo y las regiones colindantes, como Haryana y Gujarat, en la India, no se puede explicar sin tener en cuenta el papel fundamental que jugó el Kachchh en el aprovisionamiento de materias primas (como cornalina y conchas empleadas en la producción de abalorios) y, en especial, en la distribución de productos manufacturados desde el delta del Indo (en la cercana región de Sindh, en Pakistán) hacia el Gujarat continental por vía terrestre y marítima. Pese a esta indudable posición estratégica para la distribución de recursos, mercancías e ideas, el origen de las relaciones culturales y económicas entre el Kachchh y el valle del Indo sigue siendo una incógnita para los investigadores.
A pesar de los muchos avances arqueológicos de los últimos años, aún existen muy pocas evidencias de asentamientos y necrópolis del Harappa Temprano en el Kachchh, con la excepción quizá de las necrópolis de Juna Khatiya, donde en 2019 el equipo del proyecto empezó a excavar y donde se han documentado más de cincuenta fosas de enterramiento, y Dhanetti. Estas necrópolis son distintas a las que aparecen en fases más avanzadas: presentan estructuras con largos bloques de piedra arenisca a modo de cubierta, y la cultura material denota una opulencia sin precedentes. ¿Quiénes fueron las personas allí enterradas, de dónde procedían y cuándo fueron enterradas? para responder a estas preguntas se han planteado dos hipótesis principales: o bien estas necrópolis fueron utilizadas por poblaciones locales, que se hicieron enterrar con gran cantidad de bienes de prestigio procedentes del vecino valle del Indo, o tal vez se trate de comunidades de pastores nómadas del valle del Indo que comerciaban con las poblaciones locales en el Kachchh.
NUEVOS MÉTODOS DE ESTUDIO
El Proyecto Arqueológico en el Kachchh pretende complementar y enriquecer los estudios actuales con nuevos enfoques metodológicos centrados en el estudio de las necrópolis, los espacios domésticos y los paisajes culturales. Para ello, el proyecto integra, entre otros ámbitos, el uso de la arqueobotánica, las nuevas dataciones por radiocarbono, el análisis de cálculo dental en individuos y la identificación de biomarcadores lipídicos en cerámicas y sedimentos de niveles arqueológicos. A nivel regional, se realizarán análisis multitemporales con imágenes de satélite de alta resolución para entender las dinámicas de cambio y uso del paisaje, así cómo para detectar posibles zonas arqueológicas de interés. Además, y en paralelo a las prospecciones arqueológicas y los trabajos de teledetección, se llevará a cabo un nuevo enfoque geoetnoarqueológico basado en biomarcadores moleculares de plantas modernas (es decir, muestras de plantas actuales) y sedimentos de niveles arqueológicos para obtener reconstrucciones de paisajes antiguos. Este estudio completará la documentación de los paisajes culturales del Kachchh.
A nivel regional, se realizarán análisis multitemporales con imágenes de satélite de alta resolución para entender las dinámicas de cambio y uso del paisaje, así cómo para detectar posibles zonas arqueológicas de interés.
La duración del proyecto será de tres campañas (2021-2023), durante las cuales los arqueólogos realizarán, además de teledetección, prospecciones de campo. También se estudiará la identidad, procedencia y cronología de los restos humanos y la cultura material tanto de necrópolis como de lugares de habitación. En este sentido, durante la campaña de 2021 está previsto excavar un sector de la necrópolis de Juna Khatiya junto al equipo arqueológico de la Universidad de Kerala. En paralelo, se llevarán a cabo prospecciones arqueológicas en el oeste del Kachchh y en la región pastoral de Banni se documentará y estudiará in situ posibles nuevos yacimientos. Todos estos datos servirán también para crear el primer mapa de patrimonio arqueológico del Kachchh. Por último, está previsto que los resultados de las excavaciones y el día a día del proyecto puedan ser accesibles vía online a todos los amantes de la arqueología y las antiguas civilizaciones.
los mitos nórdicos se cuentan entre los que despiertan mayor fascinación y deseo de imitación. Desde el rico mundo de la Tierra Media nacido en la mente de J.R.R. Tolkien o la gran saga operística de WagnerEl anillo del nibelungo hasta la cultura popular actual -cómics, cine, videojuegos y un largo etcétera-, la mitología nórdica es una fuente inagotable de inspiración por su variedad y por una cierta sensación de proximidad que produce: dioses, criaturas sobrenaturales y magia son parte integral de esos mundos en vez de algo separado de ellos como ocurre en el concepto occidental de la religión. Así era también para el pueblo que más asociamos a estos mitos, los vikingos. Parte del imaginario que tenemos sobre su mitología está influida por la visión de los misionerios cristianos, quienes la interpretaron en base al patrón de la tradición grecorromana con la que estaban familiarizados. Pero al contrario que estos, para los pueblos nórdicos su relación con los seres intangibles fue de conveniencia más que de supeditación.
Parte del imaginario que tenemos sobre la mitología nórdica está influida por la visión de los misionerios cristianos, quienes la interpretaron en base al patrón de la tradición grecorromana
Tampoco existía una palabra en el antiguo idioma nórdico que significara “religión”: los vikingos se referían a su corpus de creencias como forn siđr, “las viejas costumbres”, un término que en sí mismo denota lo opuesto a las “nuevas costumbres”, es decir, a la fe traída por los misioneros cristianos. Pero el mundo sobrenatural nórdico era algo orgánico e integrado en su propia realidad, si bien de una forma invisible que no podían ver pero con la que sí creían que se podía interactuar.
EL MUNDO INVISIBLe
Los dioses eran considerados seres poderosos con los que convenía congraciarse, pero no necesariamente adorar: esta concepción es distinta a la de otros pueblos, principalmente del Mediterráneo antiguo, que consideraban a sus divinidades como entes a los que debían respeto y obediencia. Los vikingos en cambio creían que los dioses se ocupaban de sus propios asuntos, así como los humanos se ocupaban de los suyos.
De hecho, la propia concepción de estos seres como dioses está influida por la idea de los panteones mediterráneos y mete en una misma categoría entidades que los vikingos consideraban distintas: los aesir, asociados a la guerra, como Odín; y los vanir, asociados a la prosperidad, como Freya. Hay criaturas de gran poder pero que no son consideradas divinidades como los jotun o gigantes, mientras que otros personajes tan conocidos como Loki tampoco son seres divinos aunque vivan entre ellos.
El criterio para clasificar a estos entes sobrenaturales parece haber sido a cuál de los Nueve Mundos -en los que la cosmología nórdica dividía el universo- pertenecían. Estos mundos pendían del árbol Yggdrasil, un inmenso fresno en cuyas ramas y raíces vivían todas las criaturas del universo. En el mundo de los humanos o Midgard habitaban los humanos, mientras que los otros ocho estaban poblados por los aesir y los vanir (los que llamaríamos dioses), los elfos, los gigantes, los enanos y unos seres infernales que podríamos equiparar a demonios: los múspellsmegir y los rjúfendr.
PUERTAS ENTRE MUNDOS
La relación de los humanos con estos seres debería considerarse más de negociación que de veneración. Para convencerlos de que actuaran a favor de uno o en contra de sus enemigos había que “sobornarlos”, con presentes como objetos de metal -la mayoría de ofrendas encontradas son de metal, como armas o anillos-, bienes de lujo como barcos o, en algunos casos, sacrificios tanto de animales como de personas. La naturaleza de estos regalos variaba según el tipo de criatura, por lo que las ofrendas encontradas pueden dar pistas sobre a quién estaban destinadas.
No solo las divinidades eran adoradas. Se sabe que una parte del culto era doméstico e iba dirigido a criaturas sobrenaturales próximas a la vida cotidiana, como los elfos, a los que había que contentar para que brindaran prosperidad al hogar. Una particularidad es que se veneraba también a criaturas que se consideraban en cierto grado malvadas o problemáticas, para contentarlas y que no provocaran desgracias. Especialmente reverenciadas eran las nornas Urd, Verdandi y Skuld, que vivían en las raíces del Yggdrasil y tejían en tapices los destinos de todos los seres.
Los vikingos no tenían una figura que se pueda equiparar a un sacerdote, como los druidas en la cultura celta. Lo más próximo sería lo que hoy llamaríamos hechiceros o brujos: personas con un don especial para comunicarse con el mundo oculto, pero sin un cargo oficial dado por la comunidad, y que intercedían con las criaturas sobrenaturales por encargo y a cambio de dinero. Existían “especialistas” entre ellos, como profetas, adivinos o magos; y a juzgar por la imagen que nos dan los textos literarios no parece que fueran especialmente apreciados por la comunidad, al contrario, más bien aparecen a menudo como una especie de parias.
Aunque no había espacios cerrados que pudieran ser considerados como templos, en las excavaciones de residencias de la élite vikinga se han encontrado zonas con una considerable densidad de ofrendas enterradas, lo que hace pensar en áreas dedicadas específicamente al culto que podrían considerarse una especie de capillas privadas. En espacios al aire libre las zonas de culto aparecen como plataformas de piedra rodeadas por una especie de cercas, lo que hace pensar que recreaban un espacio sagrado donde pudiera tener lugar el contacto con los otros mundos.
Separado pues de la lente del cristianismo, el particular mundo nórdico de lo sobrenatural aparece tal y como lo entendían quienes creían en él: una parte invisible de la realidad cuya existencia se podía tan solo rozar. Y tal vez, considerando que sus “dioses” tenían la fea costumbre de engañarse entre ellos, a menudo con terribles consecuencias, era mejor dejarles que se ocuparan de sus propios asuntos.
Yo sé que, de primeras, hablar de la inmortalidad parece un tema obsoleto, de un tiempo pretérito en el que los dragones campaban por los límites del espacio terrestre y Dios por las alturas. Pero, quizás, lo que pasa es que se trata de uno de esos temas de los que no hablamos porque ya otros se encargan de hacerlo, y nosotros disfrutamos con placer culpable (perdón por la redundancia) al espectáculo del más allá desde la comodidad de un sofá pasadero, pero con una manta mullida como deben serlo las alas de los ángeles.
Un breve paseo por las series que ofertan las plataformas de streaming será suficiente para que todos estemos de acuerdo en la problemática que sigue suponiendo en la actualidad: desde The Good Place hasta Upload, pasando por Devs, AlteredCarbon y, por supuesto, BlackMirror, que consiguió varios premios con su soberbio capítulo «San Junipero». Justamente, el encargado de explorar los prejuicios, ventajas e inconvenientes de una inmortalidad optativa y virtual; capada pero potencialmente bella.
Y a pesar de estar entre los temas de series y películas del momento, también sé que, en estos tiempos que corren, evocar la inmortalidad, sin sustantivos edulcorantes ni como ficción literaria o cinematográfica, es el camino más rápido y eficaz para que el idealismo deje de ser una «doctrina filosófica que afirma que la realidad es de algún modo un correlato de la mente» y se convierta en arma arrojadiza para invalidar lo que luego pueda ser dicho. Y lo entiendo, porque no es (ni debe llegar a ser) lo mismo el júbilo desbordante de vida que siente aquel a quien se le propone sacarse una foto para «inmortalizar el momento», que el arrebato del presente seguro que experimenta quien es obligado a pensarse como no existiendo. Pero, y permítanme la perogrullada, si lo que nos molesta de la inmortalidad es su contrario, más debiera perturbarnos que el objeto de lo pretendidamente eterno sea el momento y no el sujeto, un segmento de mi cuerpo mutilado en el tiempo que pone de manifiesto lo fútil que es la memoria y lo traidora que es la percepción. Y, sin embargo, no lo hace, y a nadie parece ya preocuparle que las cámaras le roben el alma, porque no se puede sentir como sustraído aquello que desconocemos tener o, mejor dicho, aquello de lo que anteriormente hemos decidido desprendernos. A lo mejor incluso ha sido la sobreexposición remedada de nosotros mismos, que nos permite mostrar solo la porción material deseada —posteriormente convertida en principio deseable, esforzándonos por adecuarnos a él, y no a la inversa—, la que nos ha dejado sin el más mínimo rescoldo de esperanza y de alma. Eso sí, a cambio nos paga con la moneda de estar para los otros en el mundo, y eso basta.
Resulta, entonces, que lo único imperiosamente importante no es solamente el momento como recuerdo digno de ser apresado entre cuatro ángulos rectos, sino que este nos llena la noción de que existir es ser percibido, y que el idealismo subjetivo (no el idealismo lanzado como descalificativo peyorativo) campa a sus anchas para gloria y gracia del obispo Berkeley. Quién se lo iba a decir. Quién nos lo iba a decir.
El alcance de esta concepción fue conocida y engrosada por nuestro filósofo Miguel de Unamuno, gran aficionado a los retratos fotográficos (no perdía ocasión cuando se trataba de recursos para inmortalizarse, por si las moscas) y, últimamente, gran mortero disparado a ciegas en nuestro panorama político. Durante sus primeros pinitos filosóficos, coqueteó con el idealismo subjetivo, algo que sabemos gracias a la publicación póstuma de su proyecto inacabado Filosofía lógica. Personalmente, cada vez que hojeo ese libro tengo la sensación de que, de haber recordado el autor que se encontraba entre sus archivos, lo habría quemado antes de que llegase a las manos de alguien, como defendió Carolyn Richmond de los Selected papers of Francisco Ayala encontrados en Princeton en 2014. Pero ahí están, y nos sirven para comprobar la volubilidad del pensamiento previo a la preocupación radical de la muerte personal, cuando la filosofía deja de ser un juego para convertirla en remedio, tanto de la noia leopardiana como de la abulia de Ganivet.
Por cierto, hablando de esto siempre recuerdo aquella vez que fui invitada, recién salida de la carrera, a contarles a los alumnos de primero del grado en Filosofía algunas nociones de Miguel de Unamuno. Tras la exposición, una chica me esperó en la puerta de la clase para preguntarme, algo desconcertada y preocupada, que qué pasaba si no se pensaba en la muerte como problema, si el pensamiento matriz del que brota el sentido trágico de la vida no se manifiesta. «No pasa nada», le dije. «Dentro de unos años lo verás distinto». Ni ella quedó conforme con la respuesta, ni yo tampoco, porque, para empezar, ni siquiera había tantos años de diferencia entre una y otra, y, después, porque más que un argumento parecía que le había conjurado una maldición. Lo cierto es que yo había llegado a aquella clase absolutizando mi estar en el mundo, suponiendo que todo ser viviente se preocupa por la muerte («¿de qué se iban a preocupar si no como para estar allí?»), e iba dispuesta a arrastrarlos más hasta el fondo del abismo para después, en una voltereta magistral con doble tirabuzón y salto de fe, enseñarles la salida de emergencia, la inmortalidad. Un poco lo mismo que estoy haciendo ahora, pero habiendo ya aprendido que sí que pasa algo, que claro que pasa, que hay que agitar/se la conciencia hasta que duela la muerte, porque, estar, está ahí, aunque a veces sea un huésped silencioso; porque sin diagnóstico de la enfermedad no hay posibilidad de revulsivo.
Volviendo a Unamuno, aunque relacionado con la anécdota, expone en otro (¡otro!) libro póstumo, este titulado Mi confesión, dos experiencias gráficas del modo de responder a la Esfinge: por un lado, el «ver desfilar al olvido de la historia», como consecuencia del erostratismo, de la visión cinematográfica del mundo, del goce estético enardecido y anonadante, es decir, conducente al nadismo y a la nonada (términos usados por él como adecuación española al nihilismo nietzscheano). Sería la propia de quien se queda en el juego, en la apariencia, y la vanidad; por otro lado, el concentrarse en la extrañeza devuelta por el espejo al mirarnos durante largo tiempo el rostro, como único ejercicio viable de imaginarnos y sentirnos como no siendo. Encontramos un relato idéntico proporcionado por Cioran, el 17 de enero de 1958, en uno de sus cuadernos (nuevamente, un escrito íntimo publicado póstumamente, sin voluntad expresa del autor, que nos hace sentir invasores de la privacidad de un muerto):
Hace unos días… Estaba a punto de salir cuando, para arreglarme el fular; me miré en el espejo. Y, de repente, un indecible pavor: ¿quién es ese hombre? Imposible reconocerme. Por más que identificara mi abrigo, mi fular, mi sobrero, no sabía, sin embargo, quién era; porque yo no era yo. Duró unos treinta segundos. Cuando conseguí encontrarme, el terror no cesó de inmediato sino que se fue desvaneciendo lentamente. Conservar la razón es un privilegio que nos puede ser retirado.
A lo que Unamuno seguramente respondería que más privilegio es conservar el Ser.
La experiencia frente al espejo, al contrario que la del remedio estético, conduce a la conciencia de la propia muerte, posteriormente transmutada en conciencia de sí en tanto que facilitadora del conocimiento de quien se quiere llegar a ser, de bulto, sin la costra impuesta por la mirada cosificante de los otros, de espaldas a los imperativos prohibitivos gritados por la razón; ser cada uno el que es y serlo para siempre como volición cumplida en el acto que desencadena.
[«Me desconozco», dices; mas mira, ten por cierto
que a conocerse empieza el hombre cuando clama
«me desconozco», y llora] Unamuno, «Veré por ti».
El deseo de inmortalidad va de suyo, porque ser por tiempo limitado sería como ser nada. Ahora bien, dado que desde hace tiempo nos encontramos a las puertas del infierno dantesco, a un paso de dejar atrás toda esperanza y a medio de perder cualquier resquicio de sentido comunitario de Dios, cada uno lucha con lo que puede. Unamuno apostó casi todas sus cartas a la fe en la inmortalidad literaria, al uso de la palabra cordial apoyada en el lenguaje misterioso y novelado, cuanto menos susceptible de ser representada cinematográficamente, mejor, para no agotarse en sus lectores contemporáneos ni ser disecado en el museo de las leyendas muertas. Si él supiera lo que se hizo el año pasado…
Y, a pesar de la vigente tendencia al alza de la imagen sobre la palabra, todavía usamos esta última en sentido unamuniano: narración vivificante de aquello que nos es entregado como acta de defunción del momento, fijo, tan idéntico a sí mismo que ya ha alcanzado su actualidad, muerto, en resumen. Un selfi no parece justificado si no lleva al pie de la publicación una frase inspiradora, la estrofa de una canción o un aforismo, por muy descontextualizado que esté. El éxito de la fotografía de guerra es el mismo que el de los cuadros abstractos, que nos permiten recrearnos en los sentimientos intuidos para referir el mundo.
Así que, volviendo al principio, se puede decir que lo muerto y los muertos (a los textos póstumos referidos me remito) nos interesa mucho más que la muerte, y lo hacen, precisamente, porque mientras pensamos en lo primero, postergamos ocuparnos de lo segundo, que es lo agónicamente radical. Pero, aun con todo, y sin saberlo, la impugnación de nuestra inmortalidad es favor a la de los otros. Extensión de la existencia percibida más allá de los límites corporales, al fin y al cabo. Desde luego, es una inmortalidad recogida dentro del tiempo humano, y ante la objeción fatalista de la extinción de la especie no se puede sostener. O sí, si para entonces hubiéramos conseguido implantar en las máquinas la idea de que el mundo está hecho para la conciencia humana (como en el relato «Mecanópolis» de Unamuno), y todos ¿vivimos? dentro de un dispositivo inteligente como en la serie Years and Years.
«¡Utopía!», oigo desde el palco. Ya. Pero ¿cuál? ¿La de la inmortalidad auto creada mediante la palabra y la obra, o la de pensar que es una preocupación del pasado? ¿Qué es, si no deseo de inmortalidad, de reconstrucción del garante de vida eterna, la esperanza y el miedo volcados, a partes iguales, en la tecnología? El transhumanismo inmortalista, el proyecto mesiánico de Dmitri Itskov, el de Eternime, el de HereAfter IA, la patente frustrada del chatbot de Microsoft para hablar con los muertos recopilando la huella digital de aquellos (ocho años después de la emisión de «Be Right Back», el primer capítulo de la segunda temporada de Black Mirror), la teoría de la resurrección o inmortalidad cuántica de Pickover y Freese… ¿Adónde, si no, iba a llevar el ansia de querer ser percibidos en la virtualidad desbordante antes que en la realidad cerrada?
Quien no se sueña siendo inmortal, es porque ya se siente como si fuera eterno
El latín es una lengua familiar y extraña al mismo tiempo. Si a alguien que hable español se le pone por delante un párrafo escrito en latín, podrá adivinar parentescos entre buena parte de las palabras ahí presentes y muchas palabras de su lengua nativa, y todavía más si tiene competencias en otras lenguas romances. Ahora bien, si esta persona no ha estudiado latín con una mínima profundidad, es casi imposible que pueda dar con el significado del párrafo.
Con algunas lenguas hermanas nos basta un trato más o menos superficial para entender a grandes rasgos qué quieren decirnos: no sólo venimos de la misma familia sino que, sobre todo, pertenecemos a la misma generación. Pero nuestra anciana lengua madre pertenece a una generación remota. Su modo de razonar y de hacer las cosas es muy diferente al nuestro, y además nos cuesta comprender el mundo al que se refiere.
El latín como lengua antigua
Efectivamente, el mundo que de inmediato se asocia al latín, el de los antiguos romanos, no es ya –¡afortunadamente!– el nuestro. Los filólogos clásicos siempre han entendido como una parte fundamental de su trabajo entender el mundo cultural de las sociedades antiguas. “Pasar del idioma a los hechos materiales e ideales que en ese idioma se expresaron”, según las palabras de Menéndez Pidal en su presentación de la revista Emerita (1933).
Lo que escribieron los antiguos no es cristalino, incluso cuando parece serlo, y por eso el mejor aprendizaje que se extrae de la filología es la necesidad de someter cualquier texto a un escrutinio profundo antes de darlo por comprendido –si es que esto último es posible.
“Tal era el verdadero significado de las palabras "theos” y “deus” (“dios”) para todos los griegos y latinos antiguos, pero nosotros, cambiando el significado de sus palabras, hablamos de forma corrupta sus lenguas".
De manera análoga a cuando un filólogo explica que, por ejemplo, “cálculo” significa originalmente “piedrecita”, Newton quiere decir aquí que la palabra “dios” significa originalmente “dueño”.
El latín como lengua europea común
Pero Newton escribió esas palabras… en latín. En el primer tercio del siglo XVIII, esa práctica estaba empezando poco a poco a abandonarse, pero hasta entonces, escribir en latín había sido la primera opción razonable para quien escribía sobre ciencia o filosofía.
El latín había sido hasta entonces la lengua europea de cultura, incluso la lengua práctica de comunicación internacional en muchos contextos y regiones. En latín se escribió más que en ninguna otra lengua europea durante toda la Edad Media y la primera Edad Moderna, cuando hacía siglos que no quedaba vivo ningún hablante nativo.
Además, fue la lengua que más influyó en la estandarización de las vernáculas europeas –no sólo de las lenguas romances, sobre las que el latín ha ejercido un efecto doble, el “genético” o etimológico y también el sincrónico (semejante a la influencia actual del inglés sobre el español, por ejemplo).
Teniendo en cuenta todo esto, el latín ha llegado a calificarse como “la lengua con más éxito del mundo”. Las cifras que habitualmente se manejan para esbozar sus dimensiones resultan apabullantes: en la estimación –muy conservadora– de Jürgen Leonhardt, el 95% de los textos conservados en latín se escribieron después de la Edad Media y casi todo el 5% restante en la propia Edad Media. Sólo una proporción muy inferior al 1% procede de la Antigüedad. Es una cantidad comparativamente exigua que, además, está constituida en sus cuatro quintas partes por literatura cristiana.
Estos números generan una mezcla de asombro y suspicacia en el auditorio, incluso –o sobre todo– cuando está compuesto de clasicistas. Aquí el latín se muestra de nuevo como una lengua familiar y extraña al mismo tiempo.
Nuevos documentos en latín
Dichas consideraciones rara vez se mencionan a la hora de insistir en la necesidad de estudiar latín. Por supuesto, siempre será necesario que exista alguien capaz de leer a Tácito –y a Spinoza– en su latín original, pero también será imprescindible que exista siempre alguien capaz de leer cada nuevo documento latino que a diario se rescata de los archivos. De estos últimos, no existirá con seguridad ninguna traducción a la que recurrir.
Existe el “mundo clásico”, cuya relevancia para nuestros horizontes culturales cabe reivindicar en muchos aspectos –y que en otros resulta muy saludable cuestionar. Pero el mundo clásico no es el único mundo del latín.
El mundo de los cronistas y amanuenses, profesores y filósofos, experimentalistas y teólogos, inquisidores y herejes, librepensadores y censores, son también mundos legítimamente latinos. Comparten sin duda la Antigüedad como referente ineludible, pero no pueden entenderse sin más como mera prolongación o “pervivencia” de ésta.
Como “signo europeo” –mucho más que como signo de los antiguos romanos–, el latín es rico en luces y sombras que nos ayudan a comprender nuestro pasado y aun nuestro presente.
“Es la primera vez en 30 años de experiencia que no tenía ganas de volver al trabajo después de las vacaciones”.
Laura M., médico de una unidad de cuidados intensivos
“La experiencia de la primera ola de la Covid-19 fue apocalíptica. Me planteé pedir un año de excedencia”.
Miguel G., enfermero de un hospital comarcal
“Cuando estaba en la situación no fui consciente de lo que estaba ocurriendo. Ahora, con el tiempo, me doy cuenta de que no actué tan profesionalmente como siempre lo he hecho. No me veo capaz de volver a vivir una situación similar”.
Consuelo S., auxiliar de enfermería con 27 años de experiencia
¿Qué les ocurrió a nuestros profesionales sanitarios?
La relación de ayuda implica una interacción entre dos o más personas, con los roles bien definidos. Una parte solicita ayuda y la otra la presta. Como cualquier relación, implica una interacción emocional.
Pues bien, la exposición a pacientes en situación de trauma, sufrimiento y malestar emocional que demandan ayuda puede representar una fractura emocional difícil de gestionar por parte del personal sanitario. Estamos hablando de la fatiga por compasión, también denominada desgaste por empatía.
Se estima que cuando finalice la pandemia de covid-19 se duplicará la prevalencia de trastornos mentales y emocionales en el colectivo de profesionales de la salud. No olvidemos que, a excepción de las unidades de cuidados paliativos, los profesionales han estado muy preparados para curar. Pero quizás no lo suficientemente dotados de herramientas personales para la gestión de las propias emociones cuando el objetivo terapéutico se debe centrar en cuidar, en vez de “luchar” contra una enfermedad, siendo el paciente el campo de batalla.
Las circunstancias de la pandemia de covid-19 han hecho que los equipos sanitarios hayan tenido que priorizar. Es una situación de emergencia por alud de demandas y riesgo de alto contagio, y lo primero que ha “caído” de la estructura del engranaje “Equipo sanitario – Paciente – Familia”, ha sido esta última: la familia.
El sistema sanitario, tensado más allá de sus límites, también ha tenido que dejar de lado el cuidado a los propios profesionales de la salud. Incluso en muchos equipos, este cuidado ha sido inexistente en situación de normalidad previa a la pandemia.
¿Qué es la fatiga por compasión?
La fatiga por compasión es una forma de estrés secundaria de la relación de ayuda terapéutica. Se presenta cuando se desborda la capacidad emocional del profesional sanitario para hacer frente al compromiso empático con el sufrimiento del paciente.
El término fatiga por compasión fue acuñado por Joinson en 1992. Se refirió a un síndrome observado en el personal de enfermería que atendía a pacientes con enfermedades potencialmente amenazantes para sus vidas.
El síndrome de fatiga por compasión afecta en mayor medida al personal sanitario que está en lo que se denomina popularmente “primera línea” de atención. Afecta a aquellos que más contacto humano tienen con el paciente que sufre y que teme por su vida a causa de la enfermedad.
En este contexto, se entiende por compasión el sentimiento de gran simpatía y pesadumbre por otra persona afectada por un gran sufrimiento. Un sentimiento muy humano que se manifiesta junto a un deseo personal de aliviar el malestar emocional del enfermo, o de eliminar su causa.
La ayuda a los demás satisface necesidades altruistas. La satisfacción por compasión proviene de una motivación (vocación) intrínseca y aporta plenitud en el plano espiritual del profesional sanitario. Poder llegar a sentir la satisfacción por compasión implica dotarse de fuerza y esperanza para hacer frente al sufrimiento ajeno.
La satisfacción por compasión dota al profesional de una gran resiliencia. Por el contrario, no conseguir sentirla deriva en desesperanza y frustración, llegando incluso a incapacitar al profesional para el ejercicio de sus funciones.
Factores de riesgo
La investigación sobre lo que desencadena la fatiga de compasión apunta a cuatro factores principales:
Autocuidado nulo o insuficiente.
Traumas no resueltos en el pasado, frecuentemente parecidos a la situación del paciente.
Dificultades para gestionar la presión asistencial y el estrés.
Los síntomas psicológicos de la fatiga por compasión son varios, y a menudo son inadvertidos o no relacionados con este síndrome. Se manifiestan en forma de ansiedad, disociación, ira, trastornos del sueño y pesadillas, y sentimiento de impotencia.
En cuanto a los síntomas somáticos, se manifiestan en forma de dolor de cabeza, aumento o disminución de peso, náuseas, mareos, pérdidas de conocimiento y, en algunos casos, dificultades auditivas.
Son frecuentes también los síntomas psicosociales tales como el abuso farmacológico, abuso de sustancias, sobrealimentación, evitar o dedicar menos tiempo a los pacientes y la aparición de sarcasmo, cinismo e irritabilidad.
Abordaje terapéutico
La primera medida que hay que tomar contra la fatiga por compasión es la prevención. En el momento en que se publica este artículo, la pandemia del Covid-19 ha sacudido casi todos los sistemas sanitarios del mundo. Por lo que ya no es posible aplicar medidas preventivas.
El primer objetivo psicoterapéutico debe ser el reconocimiento del fenómeno emocional y la conciencia plena sobre los síntomas y los factores de riesgo individuales.
El autoconocimiento no evitará sentir las emociones naturales por exposición al intenso dolor y malestar emocional de los pacientes, pero tendrá una mayor capacidad de afrontamiento de la situación.
En una supervisión clínica también se aprenderá a tener los límites profesionales bien definidos. Ello no implica en absoluto la más mínima pérdida de humanidad en la relación con el paciente, sino todo lo contrario. Autopercibirse más estable y seguro en un encuadre terapéutico adecuado, hará al profesional más humano con los pacientes y compañeros.
La autoconciencia, la aceptación de la situación, los hábitos de autocuidado (incluido el compromiso de uno mismo con su propia supervisión) y el fomento de unas redes de apoyo personal y profesional sólidas también serán objetivos terapéuticos de la supervisión clínica.
En definitiva se trata de algo tan sencillo y tan complejo a la vez como el hecho de poder disfrutar de un equilibrio balanceado entre la vida personal y la profesional.