Publicado por Rafael Ruiz Pleguezuelos
En esa fantasía de género para adolescentes (y no tan adolescentes) que es Buscando a Alaska, novela de la que se acaba de estrenar en España una versión en formato de miniserie televisiva, el protagonista parece tener un único aliciente en su vida: memorizar las últimas palabras de grandes de la historia, sobre todo de la política. Por la serie circulan los mensajes postreros de Roosevelt, Jefferson, y otras grandes figuras de la memoria estadounidense.
Recordar el libro de John Green me trajo a la cabeza un encuentro hace más de veinte años en el que uno de esos escritores geniales en el papel pero difíciles en el trato (casi todos, para qué nos vamos a engañar) me confesaba sentir una curiosidad irrefrenable por conocer las últimas palabras de los escritores a quienes admiraba. Como además era un individuo sobrepasado por sus adicciones —que me temo arrastra hasta el día de hoy—, supongo que en cada ejemplo que encontraba jugaba a formular su propio mensaje previo al último instante. Quiero suponer que su ego le decía que, si como escritor había intentado siempre estar a la altura de sus ídolos, no podía desmerecer en esas últimas palabras que circularían entre los coleccionistas de últimos mensajes.
Hay que dar por supuesto que muchas de las expresiones últimas que nos han llegado son leyendas añadidas al escritor en cuestión. No me importa. Parafraseando esa broma que suele aplicarse al periodismo, nunca dejes que la historia te estropee una buena leyenda. Lo más curioso de estas últimas palabras de escritores es que muchas de ellas están construidas en la sintaxis y estilo que normalmente se le atribuyen al autor, como si constituyeran una obra más de su legado. La más breve y urgente. Quizá la más verdadera de cuantas han escrito.
Jane Austen, en su lecho de muerte, confesó no desear nada más que la expiración, cuando su hermana Cassandra —atentos al nombre de la chica y su significado cultural— le preguntó si necesitaba algo. En sus últimos instantes, con voz casi ininteligible, también pidió a Dios que le diera paciencia, algo insólito en un moribundo. ¿Para qué necesita paciencia quien muere? Como en sus escritos, en las últimas palabras Jane Austen ofreció una dosis de lo convencional y otra de lo peculiar. Abrazar la muerte cuando parece irremediable, y pedir paciencia sin que sepamos para qué. Sus personajes siempre tuvieron ese lado predecible que de pronto hacía algo sorprendente. Días después de la muerte de su hermana, Cassandra Austen escribió a un familiar, ofreciendo detalles de los últimos momentos de la escritora, que parecen extractados de una novela gótica: «Pude cerrar sus ojos yo misma, y fue una gran gratificación para mí prestarle esos últimos servicios. No había nada en su mirada que ofreciera la idea de dolor; al contrario, si uno obviaba los movimientos de la cabeza, parecía una bella estatua, e incluso ahora, en su ataúd, mantiene un aire tan dulce y sereno sobre su rostro que es muy agradable de contemplar».
En el otoño de 1922, un Marcel Proust enfermo escribía que «Todo lo que nos parece imperecedero tiene a la destrucción». Sus últimas palabras fueron menos atinadas. Apenas un «Sí, querido Robert» dirigido a su hermano. El escritor de las frases infinitas había dejado de encontrar las palabras. Su muerte fue precedida de unas visiones, en las que aseguraba que se le aparecía una mujer voluminosa y vestida de negro, que representaba a la muerte en su pensamiento.
Para demostrar que, en los buenos escritores, la frase final no puede desmerecer su producción y además tiene que definir su estilo, tomemos como ejemplo a dos dramaturgos bien distintos: uno que adoro (Henrik Ibsen) y otro al que no tanto (Antón Chéjov). El primero hace un teatro social, de confrontar al espectador y removerle de su butaca. Hacerle preguntas incómodas y zarandear conciencias. Sus palabras de lecho de muerte, si hay que creer la leyenda, fueron un airado e incomprensible: «¡Al contrario, muy al contrario!». Antes de cerrar los ojos para siempre, Ibsen parecía librar una última batalla verbal con la realidad que le rodeaba. Antón Chéjov, en tantos textos vaporoso e inconexo, con una poética errante y un argumento adelgazado, antes de morir tomaba un camino hedonista: «Hace mucho que no tomo champán», fueron sus últimas palabras.
Kant dijo «Es suficiente» antes de dejar este mundo, demostrando un elegante, pleno y filosófico hartazgo vital, lo que se espera de un pensador de esa talla. Le superó Jean Cocteau —nadie puede ganar a un francés en melancólica filosofía—, cuando reunió fuerzas para aquel: «Desde el día de mi nacimiento, mi muerte empezó su camino. Ahora se acerca a mí, sin prisa».
De Kafka tenemos que esperar un desarrollo opresivo, autoconsciente, de aire viciado y flagelante. Invocó la propia eutanasia cuando llamó a su doctor para decirle aquello de: «¡Mátame o de lo contrario serás un asesino!». No me digan que la decisión a la que sometió al médico no suena, eso, kafkiana.
Tolstói vivió sus últimos años convertido en una especie de gurú campesino. Con la celebridad del autor, la finca Yásnaia Poliana se convirtió en un lugar de peregrinación para los numerosos estudiantes y seguidores que veían al autor como un gran padre y casi referencia espiritual. Esta fama laica del gran novelista llegó a preocupar a los líderes religiosos, pues su creencia en una mezcla de pacifismo y anarquismo empapado en un ascetismo rural de resonancias cristianas no cesaba de ganar adeptos. Por esa galería de fieles pasarán personajes que dejarán un eco muy distinto en la vida de Yásnaia Poliana: Vladimir Chertkov, editor de los trabajos de Tolstói. El compositor Serguéi Tanéyev, quien llegó a residir con ellos en los veranos de 1895 y 1896 y cortejaba a la mujer del novelista. Porque había fundado una especie de fe basada en el amor a la tierra y la comunión con la naturaleza, cuando murió ofreció una frase que alejaba de sí toda egolatría, y que volvía a difundir esas ideas de ascetismo que tanto le interesaron en su última etapa. Dicen que protestó porque todo el mundo le cuidará a él. Sin duda había más cosas que hacer en el mundo que atender a un agonizante. Y después formuló esa pregunta entre cósmica y filosófica, que para mí guarda la clave de todo lo que Tostói quiso ser en sus últimos años: «Pero los campesinos, ¿cómo mueren los campesinos?», dijo. Lástima que no falleciera en su finca, en plena naturaleza, sino en una estación de tren llamada Astapoyo, que hoy ha sido renombrada con plena justicia como León Tolstói.
De una interpretación muy parecida es la muerte de Dickens. Como se sabe bien, la historia del novelista inglés es la de una existencia dedicada a contar la vida del pobre, del sufridor, del desfavorecido. Gozó de fama y gloria como pocos escritores lo han hecho, y disfrutó sin duda de la riqueza y posición que la literatura le otorgó, pero sin dejar de mirar a la gente que no tiene tanta suerte y que arrastra sus cuerpos por la Tierra. Cuando Dickens murió, también se había retirado a una finca enorme en Kent. Se había separado de su mujer y andaba en un idilio delirante con su amante, Ellen Ternan. Una apoplejía se lo llevó cuando cenaba con su cuñada. La frase que regaló antes de morir fue un grito de vuelta a lo mínimo, al humilde origen de toda vida: «¡Al suelo, al suelo!», pudo ser lo último que dijo, como si quisiera que su cuerpo mil veces laureado y consentido volviese a encontrar la verdadera tierra. Dickens intentó por todos los medios que se le enterrase de una manera modesta. En su testamento se pueden leer detalles al respecto. Aun siendo un documento legal, en la pluma del gran Dickens puede leerse como gran literatura: «Que se me entierre de manera económica, sin ostentación y de una forma estrictamente privada; que no se anuncie públicamente la hora ni el lugar de mi entierro; que no se empleen más de tres carruajes de luto sencillos; y que los que asistan a mi funeral no lleven pañuelo, manto, moño negro, sombrero de banda ancha u otro absurdo tan repugnante».
Díganme si no es un exceso romántico que Goethe muriese pidiendo «¡Más luz!». Si no es muy voltariano que Voltaire dijera antes de expirar: «Ahora, buen amigo, no hay tiempo para hacer enemigos». Parece un fragmento de Cándido. Bernard Shaw se preocupaba por los géneros dramáticos al exhalar el último aliento: «Morir es fácil. La comedia es difícil». Oscar Wilde se esforzó por reunir en una frase pose dandi, esteticismo y tono del gran aforista que era. Tenía ingenio de sobra para conseguirlo, así que nos regaló ese: «O se va ese papel pintado, o lo hago yo». James Joyce esbozó en el lecho de muerte la que será su gran condena como autor: la incomprensión. Parecía entender que su Ulises se convertiría en la novela más empezada y menos acabada de la historia de la literatura cuando ofreció estas últimas palabras: «¿Nadie entiende?». Entran ganas de responder que, al menos yo, no le entiendo, y que formo parte con orgullo del selecto club de los que piensan que el Ulises es un galimatías sin más legado que su dificultad.
Así que, querido lector, si se sabe o cree buen artista, ya puede ir pensando en unas últimas palabras bien elegidas, que hagan justicia a su biografía y que, sobre todo, conformen una pincelada postrera a la gran obra de su vida. O diga cualquier cosa pero asegúrese de que sus albaceas y seguidores difundan la mejor de las sentencias finales en este género.
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