Cuando era niño, me mudé a una nueva escuela a los 10 años y todos teníamos que ir a la capilla cada mañana a una hora intempestiva. Odié casi cada segundo. Excepto dos o tres veces por semana, cuando se recitaba la misma oración de san Francisco de Asís. Incluso mi joven mente podía reconocer una revelación absoluta, de esas que aquí llamamos verdades como puños… Y bueno, este fue el enganche. No suficiente para convertirme, pero sí para que más de 30 años después todavía recuerde cada palabra y siga experimentando el mismo sentimiento de consuelo cuando la recito. Aún no he hallado ningún argumento en contra.
“¡Señor, haz de mí un instrumento de tu paz! /Que allí donde haya odio, ponga yo amor; / donde haya ofensa, ponga yo perdón; / donde haya discordia, ponga yo unión; / donde haya error, ponga yo verdad; / donde haya duda, ponga yo fe; / donde haya desesperación, ponga yo esperanza; / donde haya tinieblas, ponga yo luz; / donde haya tristeza, ponga yo alegría. / ¡Oh, Maestro!, que no busque yo tanto / ser consolado como consolar; / ser comprendido, como comprender; / ser amado, como amar. / Porque dando es como se recibe; / olvidando, como se encuentra; / perdonando, como se es perdonado; / muriendo, como se resucita a la vida eterna”.
Resulta agotador ser agnóstico. Buscar la razón en un mundo sin sentido en medio de la noche, cuando algunos de nosotros parecemos mostrarnos capaces simplemente de desconectar la mente seguros, sabiendo que, sea lo que sea aquello que te mantiene despierto y empapado en sudor, tiene que ver, simplemente, con la voluntad de Dios.
Cuánto más fácil y tranquila sería la vida si pudiera encarnar día a día esas palabras de san Francisco. Aunque solo lo hiciera durante una o dos horas al día. Cuán maravillosamente me sentiría libre de ego; qué liberador. Cuánto más brillante se vería el mundo si reemplazara mis zapatos enojados por un par de los mejores que calzaba descalzo Asís. Las relaciones fluirían sin esfuerzo, las amistades florecerían, mi cabeza golpearía la almohada y caería felizmente inconsciente en un instante.
Escribo esto a las cuatro de la madrugada. Cuanto más envejezco, menos duermo. Más me preocupo por quedarme sin tiempo y no encontrar las respuestas. Cumplí 46 años la semana pasada, y cuando entro en lo que será (probablemente) el último tercio de mi vida, me siento consciente de la urgencia con que ando buscando un significado antes de caer sepultado con arena en el fondo del reloj de arena.
Qué irónico experimentar esta angustia adolescente al estilo de Bukowski durante la presente etapa de mi vida. Y lo que daría por poder abrazar esa oración. Para que todos seamos lo suficientemente fuertes, lo suficientemente desinteresados, para adoptar esa forma de vida.
El tipo de fe que me parece la más auténtica no es algo que deba predicarse, venderse o publicitarse. Es más un susurro que un grito. Exactamente lo que necesito en mitad de la noche cuando las voces aparecen de modo estridente. A medida que se acerca la Pascua y trato de hacer las paces con mi lugar en el mundo, no quiero que siempre se libre una lucha así.
“No hay nada más poético y terrible que la batalla de los rascacielos con los cielos que los cubren”, escribió Lorca. Qué gloriosa metáfora.
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