Podría resultar sorprendente que alguien que pertenece a la religión judía, como es mi caso, se desvíe de su camino para escribir un artículo que defienda la libertad de expresión de Isabel Medina, la joven que vertió proclamas antisemitas en un homenaje a la División Azul, o de cualquiera que recurra a este tipo de retórica.
Seamos claros, yo no apruebo lo que dijo. De hecho, fue muy ofensivo y odioso, y más en Europa, con su trágica historia de persecución y exterminio de judíos y otras minorías. Es irónico pensar que, si bien como judío, ella no me tiene en muy alta estima, lo que a mí me preocupa es si procesar a Medina por sus comentarios públicos de odio es la mejor manera de abordar este tipo de discurso ofensivo, ya sea en España o en otros lugares.
Según un estudio realizado hace unos años por Pew Research Center, el 40% de los millennials cree que las declaraciones de odio u ofensas contra grupos minoritarios deberían estar penadas por ley.
Puedo comprender los argumentos a favor de limitar discursos como el de Isabel Medina. De verdad que me siento ofendido. De hecho, como profesor de Derecho de Derechos Humanos aquí en España, rara vez encuentro algún estudiante que piense que los principios de la libertad de expresión deberían proteger discursos generalizados contra un colectivo, bien sean los judíos, el grupo LGBTQI, inmigrantes o gitanos.
No consuma noticias, entiéndalas.
El Tribunal Europeo de Derechos Humanos sostiene, como hizo en el “caso de Norwood” contra Reino Unido, en el que desestimó la defensa de la libertad de expresión bajo el artículo 10 de la Convención Europea, que el discurso es censurable cuando es “incompatible con los valores proclamados y garantizados por la Convención, en particular la tolerancia, la paz social y la no discriminación”.
Me parece preocupante que tanto estudiantes como buena parte de la sociedad se inclinen de forma natural a apoyar la aplicación de la ley penal contra expresiones altamente ofensivas sin considerar si estas, incluido el discurso de odio, podrían tener un significado político o de cualquier otro tipo que mereciera protección legal. Los fiscales españoles parecen reflejar la prisa de la propia sociedad por condenar este tipo de manifestaciones.
Se tiende a utilizar el demasiado amplio artículo 510 y 578 del Código Penal de España y otros leyes de incitación al odio para enjuiciar una serie de casos relacionados con discursos que las Naciones Unidas y muchas ONG internacionales han denunciadoexplícitamente como un “uso indebido e interpretación restrictiva de las leyes en casos relacionados con expresiones protegidas por el derecho internacional de los Derechos Humanos”.
El modelo de Estados Unidos
Como probablemente opinará la mayoría de los profesores de Derecho, es conveniente considerar la situación en otros países para reflexionar sobre el propio sistema legal. Estados Unidos, cuyo enfoque permisivo de la libertad de expresión permite un rango casi ilimitado de manifestaciones, nos brinda una buena oportunidad para comprender lo complejo que puede ser interpretar los propios límites de esta misma libertad de expresión.
El uso de la ley para limitarla, excepto en los casos más extremos, como la difamación o la incitación directa e inminente a actividades ilegales, crea lo que la Corte Suprema de los Estados Unidos ha denominado un “efecto paralizante”, por el que las personas o los grupos temen expresarse por temor a violar la ley. Permítanme ofrecer un ejemplo sencillo de lo que quiero decir cuando me refiero “efecto paralizante”.
El efecto paralizante
Al decidir si escribía este artículo, le pregunté a un colega si podía incurrir en responsabilidad penal por ser percibido como defensor de un antisemita. Como sociedad, debemos reflexionar sobre si es mejor ignorar o entablar un debate sobre la retórica de odio de algunas personas. Si restringimos este tipo de expresiones, permitiremos que esta paralización comunicativa regule nuestras sociedades.
Además, la tendencia del Gobierno a etiquetar rápidamente muchas manifestaciones como discurso de odio o palabras que provocan a la incitación solo afecta a un público que, como la mayoría, ya no acepta expresiones consideradas hoy ofensivas o insultantes. Recuerdo una sentencia de la Corte Suprema de los Estados Unidos en Texas contra Johnson en la que la quema de banderas llegó a considerarse constitucional. La Corte manifestó que el Gobierno no debe “asumir que toda expresión de una idea provocadora incitará a un motín”.
El Gobierno debe estar por encima de las simples etiquetas, especialmente cuando consideramos la complejidad que conlleva la expresión. Es fácil etiquetar un discurso como de odio o incitación simplemente por su contenido repulsivo pero, como nos recuerda la Corte en Texas, “si hay un principio fundamental (…) es que el Gobierno no puede prohibir la expresión de una idea simplemente porque la sociedad encuentra la idea en sí misma ofensiva o desagradable ”.
Otro ejemplo ilustrativo es el caso de la Corte Suprema de los Estados Unidos de Snyder contra Phelps. En este caso estaban involucrados miembros de la Iglesia Bautista de Westboro que sostenían carteles con mensajes como “Dios te odia”, mientras los familiares de hombres y mujeres militares estadounidenses asesinados en el extranjero llegaban al cementerio.
Con gestos como este pretendían expresar su desaprobación de la política estadounidense con respecto a temas como el aborto y la homosexualidad. Los miembros de esta Iglesia creen que la muerte de los militares fue un castigo enviado por Dios en la lucha por una América impía. La Corte Suprema de Estados Unidos tuvo que decidir si un discurso como este está protegido por la Constitución.
Elementos políticos detrás del discurso del odio
Al conocer este caso, los estudiantes se apresuran a desestimar la defensa de la libertad de expresión de la familia Phelps, debido a su vil declaración. Pero entonces yo les pido que consideren si de alguna manera este discurso también podría tener elementos políticos.
La Corte Suprema de EEUU lo dictaminó así, sosteniendo que, “si bien estos mensajes pueden no ser un comentario social o político refinado, los problemas que resaltan, la conducta política y moral de los Estados Unidos y sus ciudadanos (…) son asuntos de importancia pública”. No debe permitirse la negación de la protección legal a la expresión simplemente por su contenido ofensivo o de odio, incluso si va dirigida a un grupo generalizado como los judíos, especialmente cuando nos cuesta discernir si dicha expresión contiene lo que la Corte Suprema de EEUU califica como de mínima “importancia pública.”
El filósofo John Stuart Mill sostiene que los derechos solo deben limitarse cuando ejercerlos podría causar daño, un concepto que no engloba el discurso ofensivo. Este es el criterio implícito en la jurisprudencia de la Corte Suprema de Estados Unidos. Está claro que bajo estos parámetros, un discurso de odio como el que manifestó Medina no estaría restringido. Aunque ofensivas, es poco probable que las palabras de Medina inflijan daño a la sociedad, más allá de provocar disgusto u ofensa.
Lenguaje inaceptable pero no ilegal
El problema radica en que, dado que nosotros, como mayoría, consideramos que su lenguaje es inaceptable, nuestra reacción inmediata es considerarlo ilegal e ignorar su “importancia política”, en lugar de entablar un diálogo constructivo sobre el antisemitismo u otras ideologías odiosas.
De hecho, el mismo acto de enjuiciamiento provoca un efecto pavoroso que impide un debate más fértil y productivo que podría sostenerse en contra de las ideologías ofensivas.
Las restricciones impuestas al discurso son siempre una imposición de valores subjetivos de un segmento de la sociedad a otro, generalmente de la mayoría a la minoría. La prueba de una democracia sana no es si defendemos a nuestros amigos, sino si estamos dispuestos a defender los derechos humanos de nuestros enemigos. Es por ello que el poder judicial debe actuar con extrema prudencia y emprender solo acciones legales en casos muy limitados.
Para terminar, me gustaría invitar a los lectores a reflexionar sobre las palabras de Mill, quien afirma que las limitaciones a la libertad de expresión provocan “una especie de pacificación intelectual” que repercute en “todo el coraje moral de la humanidad”.
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