Hace un año algunos pensábamos que una pandemia global podía contribuir a replantearnos las reglas del juego y propiciar nuevos modelos de contrato social. El confinamiento domiciliario nos daba ocasión de revisar nuestras preferencias y reparar en lo primordial. Pudimos redescubrir que la vida es algo sencillamente insustituible, al ser la condición de posibilidad para todo lo demás. Por eso las personas no tienen precio y poseen dignidad, para decirlo en términos kantianos. Ninguna cosa, por valiosa que sea en términos relativos, puede quedar por encima de un integrante del género humano.
Como cualquier otra crisis, la pandemia conocida en 2020 puede ser un vivero de oportunidades y podemos extraer muchas lecciones positivas, aunque nos lleve algún tiempo tomar buena nota de sus enseñanzas, porque las inercias tienden a mantener los viejos esquemas y cuesta renovarlos.
A la hora de hacer inventario, cabría reparar en los desaciertos y las decisiones que fueron manifiestamente mejorables. Pero puede ser mucho más útil y alentador fijarnos en la pizarra donde figuran los corolarios positivos. Falta nos hace, para combatir a los nuevos jinetes del Apocalipsis que van sumándose al cortejo tradicional y que ya campaban a sus anchas antes de Covid-19. Aunque tienen muchos nombres, cabria llamarlos Desigualdad e Insolidaridad, al englobarse ahí las reivindicaciones propias del feminismo, la injusticia intergeneracional o los problemas planteados por el cambio climático.
El Estado de bienestar sigue esperando
Tampoco ha mejorado la situación del personal sanitario y eso mismo sucede con los docentes y cuantos trabajan en el ámbito asistencial. El Estado de bienestar sigue aguardando su restauración. Pero con todo hay muchos aspectos positivos. Pues hemos vuelto nuestros ojos hacia la ciencia, la cultura y la educación. Hemos advertido que, sin el acceso a los bienes culturales, peligra nuestra baqueteada salud mental. Necesitamos más que nunca consumir cine, literatura y música para mantener en forma nuestro espíritu. El ayuno cultural nos expone a los mensajes tóxicos de las patrañas y la posverdad, mientras que la filosofía y su espíritu crítico fortalece, junto a la reflexión ética, nuestro sistema inmune cognitivo, capacitándolo para filtrar la desinformación y decantar los datos debidamente contrastadosInvertir en ciencia nos parece por fin algo que resulta incluso rentable, pues no hay mejor activo para un país, porque los avances científicos pueden mejorar nuestra vida cotidiana y ayudarnos a salir con bien de trances que requieren de su concurso. Los expertos no pueden ofrecer soluciones mágicas e instantáneas, pero por eso mismo son más de fiar. No necesitamos aprendices de brujo, sino gente seria que cuente con los recursos adecuados para llevar a cabo su labor y no se vea desacreditada por los demagogos de turno.
Estas consideraciones valen igualmente para una cuestión tan fundamental como la educación. Las reflexiones éticas deben impregnar el sistema educativo para contar con ciudadanos responsables que convivan pacíficamente sin mirar a nadie por encima del hombro, como hacen quienes padecen algún complejo de inferioridad. La pandemia nos ha recordado que somos frágiles por separado y que nos necesitamos unos a otros, como testimonia muy claramente nuestra infancia y nuestra vejez.
Por fortuna somos interdependientes y, lejos de ser este un punto flaco, quizá sea nuestra mayor fortaleza, como también lo es aprender a convivir con la incertidumbre. Si algo ha realzado la pandemia, es que con el altruismo ganamos todos a medio y largo plazo. Contra lo que sobrevuela sobre nuestro imaginario colectivo, nuestra evolución como especie no se cifra en la ley del más fuerte, como quiere hacernos pensar la mentalidad ultra-neoliberal.
¿Cuál es la clave de nuestro éxito?
Justamente la clave de nuestro éxito evolutivo es el altruismo, como subraya con toda lucidez Emilio Muñoz, compañero del IFS-CSIC, miembro del proyecto BIFISO y colaborador de nuestro Diccionario filosófico Covid-19. Esa cooperación que nos hace más fuertes al agruparnos y nos permite afrontar todo tipo de amenazas por descomunales que puedan ser con respecto a nuestro ínfimo tamaño individual. El mirar por los otros al tiempo que uno se ocupa de sí mismo nos hace más humanos y al parecer favorece nuestra conquista de la felicidad personal.
Tender a erradicar la miseria o vacunar a todos los habitantes del planeta cuanto antes no es algo filantrópico ni caritativo. Es lo que nos proporciona mejores resultados en el orden social y sanitario. ¿De que sirve alcanzar cierto bienestar material, si te ves rodeado de una enorme desazón ante la precariedad circundante? ¿Sirve de algo vacunar unas regiones dejando que el virus campe por otras, dando lugar a nuevas mutaciones con tales reservorios? ¿Es apropiado dejar esa compleja logística en manos de la lógica del mercado? ¿No resultaría más eficaz enfocarlo desde una óptica menos cortoplacista?
Nuestro altruismo nos ha hecho sobrevivir como especie y deberíamos preservar un principio que tanto ha hecho por nosotros. Quizá esto demande modificar algunas de nuestras costumbres actuales y destronar esa mentalidad hegemónica que predica lo contrario. Pero merecería la pena tomar nota de todo cuanto esta pandemia ha enfatizado sin dejarnos abducir por unas inercias que nos hacían olvidar cuestiones absolutamente primordiales.
Para robustecer nuestro altruismo necesitamos grandes dosis de cultura y educación. La idolatría de un éxito a cualquier precio, sin reparar en los daños directos o colaterales, debería dar paso a la moral del esfuerzo y al cultivo de un altruismo que nos hace ganar a todos desde siempre. Su solvencia está bien acreditada.
En cualquier caso, según escribió Leibniz en su Meditación sobre la noción común de justicia, el único modo de poder juzgar lo que sea o no justo es adoptar la perspectiva del otro (la place d'autrui). Tal como dice Kant en el parágrafo 40 de su Crítica del discernimiento, conviene “pensar poniéndonos en el lugar de cualquier otro”. Al conjugar el altruismo nos encontramos con los otros junto a nosotros mismos y eso nos hace mucho más fuertes que caminar en solitario sin reparar en los demás, multiplicando así mutuamente nuestras fuerzas y potencialidades. En el juego del altruismo no hay perdedores y todos ganamos. No cabe mejor apuesta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario