El 31 de marzo de 1492 los Reyes Católicos firmaron en Granada la expulsión de los judíos. Según el texto de los edictos –hubo varias versiones y múltiples copias–, el pueblo judío tenía hasta finales del mes de julio de ese mismo año para abandonar los territorios de las coronas de Castilla y de Aragón.
“Por ende Nos, con consejo y parecer de algunos prelados y grandes y cavalleros de nuestros reynos y de otras personas de sciencia y consciencia de nuestro Consejo, haviendo havido sobrello mucha deliberacion, acordamos de mandar salir todos los dichos judios y judias de nuestros reynos, y que jamas tornen ni vuelvan a ellos nin a alguno dellos; e sobrello mandamos dar esta nuestra carta, por la qual mandamos a todos los judios y judias de qualquier edat que sean (…) que fasta en fin del mes de julio primero que viene (…) salgan todos de los dichos nuestros reynos y señorios”.
Los Reyes Católicos, buscando la unidad religiosa de sus dominios, seguían la estela de otras potencias europeas que también habían expulsado a los judíos con anterioridad, como era el caso de Inglaterra en 1209 o Francia en 1306.
El antijudaísmo en la península ibérica
Pero el movimiento antijudío no era nuevo en la Península. En junio de 1391, el arcediano de Écija, Ferrán Martínez, había promovido el asalto a la judería de Sevilla. En los meses siguientes, la misma suerte corrieron otras comunidades judías, como las de Córdoba, Jaén, Valencia, Toledo o Barcelona. Miles de judíos tuvieron que elegir entre la conversión o la muerte.
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Estas conversiones suscitaron durante todo el siglo XV un gran recelo por el ascenso social de los nuevos cristianos. Muchos de ellos fueron acusados de judaizar en secreto y de ahí surge la instauración de la Inquisición en 1478. Aun así, los Reyes Católicos estimaban que la presencia judía era una mala influencia para los conversos, por eso decretaron la expulsión.
La diáspora sefardí
En torno a cien mil judíos se dispersaron por el norte de África, los Países Bajos, Italia y, en especial, el Imperio otomano. Allí fueron muy bien recibidos por el sultán Bayaceto II, cuyo imperio estaba en plena expansión. La población judía –ducha en el comercio, la incipiente industria, la artesanía, las ciencias, la medicina, etc.– supuso un revulsivo para la consolidación del Imperio otomano. Se cuenta que el propio Bayaceto II se burlabade la falta de ingenio de Fernando el Católico, que había empobrecido su reino al expulsar a un grupo social de tanto provecho.
El destacado papel de los sefardíes en el Imperio otomano quedó reflejado en la Historia Pontificial y Catholica, de Gonzalo de Illescas:
“Lleuaron de aca nuestra lengua, y toda via la guardan, y vsan della de buena gana, y es cierto que en las ciudades de Salonique, Constantinopla, Alexandria, y en el Cayro, y en otras ciudades de contratación, y en Venecia, no compran, ni venden, ni negocian, en otra lengua sino en Español. Y yo conosci en Venecia Iudios de Salonique hartos, que hablauan Castellano, con ser bien moços, tambien y mejor que yo”.
Según esta crónica, a comienzos del siglo XVII el español servía como lengua franca del comercio mediterráneo. Por paradojas de la historia, 1492 se recuerda como el año del “descubrimiento” de América, pero cayó en el olvido colectivo que también fue el año de la expulsión de los judíos. Al mismo tiempo que la lengua española viajaba a Occidente en las carabelas de Colón, también hubo un viaje clandestino menos conocido en nuestra historia: los judíos llevaron nuestra lengua a Oriente y la continuaron empleando y transmitiendo en las florecientes comunidades sefardíes del Imperio otomano.
La expulsión olvidada
Salvo casos aislados, como Illescas, durante varios siglos apenas hubo referencias a la expulsión de los judíos. En 1860, con la toma de Tetuán por parte del general O’Donnell, se dio un primer contacto con las juderías marroquíes. Pero habrá que esperar hasta comienzos del siglo XX para que la opinión pública española conociera la existencia de las comunidades sefardíes de Oriente.
El senador Ángel Pulido Fernández, por azar, entró en contacto con los sefardíes en uno de sus viajes. A partir de ahí, comenzó una campaña filosefardí en la prensa nacional. Se ponía el foco de atención en esos “españoles sin patria” que habían sido injustamente desterrados. Pero esta campaña no llegó a tener el respaldo social deseado y se quedó en buenas intenciones por parte de unos pocos idealistas.
La nacionalidad española para los sefardíes
La restitución de la deuda histórica con el pueblo judío es reciente. Con la promulgación de la “Ley 12/2015, de 24 de junio, en materia de concesión de la nacionalidad española a los sefardíes originarios de España”, los judíos descendientes de los expulsados en 1492 tienen la posibilidad de que se les reconozca su origen español. Pero los trámites son complicados y costosos, de ahí que no sea fácil obtener la nacionalidad. La ley tiene más valor simbólico que práctico.
A pesar de todo, la expulsión de los judíos sigue siendo un episodio poco conocido en la historia de España. El 31 de marzo debe ser un día de recuerdo en el que conmemorar la expulsión de una parte importante de la población española. Así, con la restitución de la memoria, podremos sumarnos a las palabras pronunciadas por el rey Felipe VI: “¡Cuánto os hemos echado de menos!”.
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