«Hay quienes creen en los fantasmas y hay quienes no. Si usted es de los que cree en ellos, esta historia es acerca de un fantasma, y si usted es de los que no cree en ellos, pues de todos modos esta es una historia sobre un fantasma. Su nombre es Casper y era, definitivamente, el fantasma más distinto que existió… O que no existió, de acuerdo a sus preferencias».
Así comienza el primer capítulo de Casper, el fantasma amigable, un personaje creado por Seymour Reit y Joe Oriolo a finales de los años treinta y cuyos derechos fueron vendidos a los estudios Famous por el módico precio de doscientos dólares, una auténtica ganga a la vista del exitoso y rentable recorrido que ha tenido este coqueto pero lastimero personaje desde entonces. Sus andanzas en busca de amigos, poco interesado en asustar a los humanos ni cometer las fechorías propias de su condición, han inspirado cómics, series de dibujos animados para televisión e incluso largometrajes, alguno de gran presupuesto y acompañado de estrellas de cierto caché como Christina Ricci o Bill Pullman, entre otros.
Volviendo a esas primeras escenas animadas y difundidas por la ABC hacia 1963, nos encontramos con una vieja mansión de estilo victoriano en la que todos los objetos están cubiertos por sábanas, intuimos que protegidos del polvo y a la espera de un hipotético regreso de los dueños de semejante fortuna, pues allí se acumulan grandes cuadros, mobiliario de estilo Luis XIV, ostentosos candelabros e incluso alguna que otra armadura de batalla, con su yelmo correspondiente, su escudo y su espadón a juego. El lugar parece tranquilo hasta que un viejo reloj anuncia la medianoche y aquellas telas blancas que lo cubren todo adquieren rasgos humanos y toman vida, volando de aquí para allá entre risas de ultratumba mientras el pequeño Casper, en sus inicios un tanto obeso y con una papada considerable que desaparecería en versiones posteriores, se entretiene leyendo un libro titulado Cómo hacer amigos. Salvo por el detalle de pionero lector de publicaciones de autoayuda, que tampoco es baladí, nos encontramos una vez más ante la representación prototípica de los fantasmas, al menos antes de que los ordenadores y las drogas comenzasen a inspirar otro tipo de diseños más vanguardistas: una sábana blanca que recubre un cuerpo humano, en el caso de Casper un cuerpo de niño, lo que de por sí ya nos instala ante una enorme tragedia.
¿Por qué lograron hacer fortuna estas representaciones tan simples como imagen popular de los fantasmas? Según algunos historiadores, el origen hay que buscarlo en la Edad Media y en las costumbres habituales a la hora de dar sepultura a los difuntos. Parece ser que fue a partir del siglo XIII cuando se generalizó la idea de que los fantasmas eran reproducciones exactas del cuerpo el mismo día del entierro, de ahí que conservasen el vestuario original de tan señalado momento. La sábana que envuelve a Casper y a sus compañeros de estancia es, por tanto, un sudario o mortaja, aquellos paños de lino o algodón con los que antiguamente engalanaban a los muertos, costumbre todavía hoy extendida en muchos lugares del planeta, en especial aquellos donde el islam dictamina el estilo de vida y hasta la forma correcta de morir, casi se podría decir.
Cómo fabricar tu propio fantasma
En primer lugar, y quizás sea este el paso más engorroso de todo el proceso, necesitamos un cadáver o difunto de cuerpo presente, a ser posible con todos sus miembros intactos pues de lo contrario corremos el riego de que, una vez haya regresado del obligatorio paso por el más allá para vagar alegremente por el mundo de los vivos, nuestro fantasma ofrezca una apariencia de masa informe, desaliñada y desagradable que debemos evitar en su propio beneficio, pues bastante duro resulta ser aceptado como espectro en el mundo actual como para, además, arrastrar algún defecto de forma que pueda provocar las críticas despiadadas de una sociedad obsesionada por la perfección y el culto al cuerpo.
La sábana que utilizaremos como mortaja debe ser de un tejido no transparente, un tejido sobrio, con empaque, evitando los estampados y otras licencias estilísticas que puedan restar credibilidad a nuestra creación, siendo el tono blanco lo más aconsejable. El ancho de la tela debe ser tres veces el ancho del cuerpo en cuestión y resulta conveniente que el largo supere en unos treinta o treinta y cinco centímetros la altura del finado. Como dice Dirk Diggler al final de Boogie Nigths, «treinta y tres centímetros no son para tomárselos a la ligera», y se refiere él a elementos vivos así que imaginen la importancia de ceñirse a las medidas aconsejadas tratándose de un muerto. También es importante fabricar una especie de pañal que absorba los fluidos que presumiblemente expulsará nuestro cadáver y que deberá ser colocado entre las piernas, en posición obvia.
Una vez envuelto el cuerpo y controlados los esfínteres, no queda más que perfumarlo por pura decencia y adornarlo con unos grilletes o cadenas de malla gruesa sujetas a los tobillos para que el sonido que produzca nuestro futuro fantasma al arrastrar los pies sea lo más inquietante posible. Es entonces cuando procederemos a enterrarlo en el jardín de nuestra propia casa contraviniendo cualquier legislación vigente, al menos en este país, y en menos de lo que tarda un hijo en comenzar a darnos serios disgustos ya tendremos a nuestro propio espectro personalizado asustando a la vecindad. ¿Verdad que resulta sencillo?
Las primeras sábanas
Según una leyenda más o menos aceptada, la historia de la sábana comienza su recorrido en Egipto, más exactamente en la ciudad de El Cairo y alrededor del año 1000 después de Cristo. El inventor de la popular prenda fue Rashid Sab-Anah, un comerciante local de telas y alfombras con ciertas inquietudes y un evidente espíritu emprendedor. Se cuenta que los primeros prototipos fueron confeccionados a base de lino tejido con doble hilo, lo que provocaba que la tela fuese demasiado gruesa y poco práctica, pues a las dificultades lógicas para su secado había que añadir las del correspondiente y aconsejable planchado, tarea penosa ya en aquellos tiempos. El siguiente paso de Sab-Anah consistió en fabricar dos tipos diferentes de lienzos: los encimeros, en ligera y vaporosa muselina, y los bajeros, en cálido y resistente algodón. Si las primeras estimulaban el buen dormir e incluso una cierta lujuria, por qué no, los segundos recubrían los colchones rellenos de lana de cabra y resultaban resistentes al roce y también a los fluidos corporales, de ahí que pronto comenzara el invento a granjearle fama y fortuna a su diseñador.
Su primer gran pedido, siempre según esta leyenda de difícil demostración, fue un encargo de la dueña del prostíbulo más grande de El Cairo, el Lilaz: doscientos cuarenta pares de sábanas de seda roja con diferentes posturas sexuales bordadas en color cúrcuma, ideales para alentar e instruir a los clientes en las diferentes posibilidades del acto amatorio más allá del salvaje encabalgamiento y el empotramiento simple acostumbrado. Pronto se sumarían a la demanda los demás burdeles de la ciudad, especialmente aquellos frecuentados por clientes de posibles y que preferían acostarse con sus rameras favoritas sobre camas mudadas y limpias, en un tiempo donde las buenas costumbres aconsejaban ducharse una vez por semana.
El resto de los datos que tenemos sobre la vida y obra de Sab-Anah, incluyendo los de su muerte repentina por asfixia mientras jugaba con una de sus esposas más jóvenes y una almohada, no hacen más que restar credibilidad al relato, pero tampoco conviene olvidar que vivimos en una época donde el Canal Historia produce y emite documentales sobre ovnis, esoterismo, homeopatía o el abominable hombre de las nieves.
En la hora de nuestra muerte
Sarah Sudhoff es una artista hawaiana que con diecisiete años tuvo que afrontar un duro trance: un amigo de la infancia decidió quitarse la vida de un disparo en la cabeza. En una visita posterior a la casa del horror, Sarah fue testigo de la labor de limpieza de los restos de sangre acumulados en la alfombra y comenzó a plantearse la necesidad de conservar las huellas físicas que las personas dejan tras de sí durante sus últimas horas de vida. Así comenzó su proyecto más atrevido como fotógrafa, que tituló At the Hour of Our Death («en la hora de nuestra muerte»), compuesto por macrofotografías de sábanas, alfombras y demás superficies sobre las que hubiera yacido un muerto, lo mismo un yonqui fulminado por una sobredosis que un suicida que se ha disparado, una mujer asesinada a golpes o un anciano al uso, víctima de un ataque al corazón. En especial destacan las fotografías de las sábanas blancas en que las morgues suelen todavía envolver los cuerpos antes de proceder a su enterramiento o la preceptiva autopsia en los casos que la aconsejan, lienzos perfectos para tan peculiar modo de expresión. Manchas de fluidos corporales, salpicaduras de sangre y residuos de todo tipo se convierten a ojos de Sudhoff en obras de arte que sacan de contexto la tragedia y obligan a reflexionar sobre la fisonomía de la muerte. «Las imágenes son mi intento de frenar los momentos, antes y después de la muerte, en un solo marco. Ello nos permite contemplar lo que generalmente es invisible y comprometernos con un proceso con el que hemos perdido la conexión. Todos moriremos algún día», dice la artista.
No cabe duda de que son muy pocas las cosas que ofrecen tantas garantías como la propia muerte, incluidos los electrodomésticos alemanes. La fría estadística asegura que en el caso hipotético de que la Señora Flaca nos alcance de forma violenta, sin mediar motivos naturales o una malintencionada enfermedad, las posibilidades de escribir el punto final a manos de un familiar, un amigo o algún conocido de nuestro entorno rondan el setenta por ciento. Quizás por esto mismo no me parece una idea tan absurda conservar un juego de sábanas del mejor paño en casa y sin estrenar, acompañadas de instrucciones precisas por si hubiese menester. Además, el dato también explicaría en gran medida la extraña obsesión de Casper por hacer amigos, al fin y al cabo, qué sabrá un niño muerto sobre estadísticas, homicidios y, en general, sobre la vida. El pobre no supo comportarse como un verdadero fantasma ni en aquel capítulo en el que se despertaba sobre su cama acompañado y fue incapaz de salir corriendo a presumir delante de los demás. Apenas se frotó los ojos y dijo aquello de «¿Es una niña? ¡Sí!».
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