Fabrizio De André, el famoso cantautor italiano, solía presentar su canción «La balada del amor ciego» con este breve parlamento: «El amor es un malentendido de la razón. Es un momento de gran borrachera que con el paso del tiempo se transforma, se apacigua y nos hace conscientes de que solo es un malentendido». Las palabras del gran Faber contradicen su biografía (siempre se declaró enamorado de las dos mujeres con las que compartió su vida) y su obra, cuajada de maravillosas canciones de amor. No es fácil hablar ni escribir sobre el amor; es más, suele resultar bastante penoso hacerlo. De hecho, la contradicción observada en De André hace más de veinte años se reproduce cíclicamente con otros intérpretes y otras motivaciones.
En la actualidad, mientras la literatura, el cine y la música se inundan de románticas historias de amor, las parejas se separan cada vez con más frecuencia. Más de ciento cinco mil parejas españolas se separaron en el año 2014, por ejemplo. O sea, que más de la mitad de los matrimonios acaban por romperse. La supervivencia media de las parejas españolas es de quince años, entre las más bajas de la Unión Europea. Y las cosas no van mejor en los sucesivos intentos. Las separaciones se incrementan hasta un sesenta por ciento en los segundos matrimonios y llegan a un setenta y cinco por ciento si se celebran unas terceras nupcias. Y esta situación es extrapolable al mundo occidental aunque la resolución de las rupturas aparezca muy tamizada por la idiosincrasia nacional en cuanto a la gestión de la infidelidad, causa principal de la mayoría de divorcios y separaciones. Estas cosas no se digieren igual en un estómago francés que en uno inglés o italiano…
Tal vez sea Eva Illouz la socióloga que más ha estudiado el «amor romántico». Y lo ha hecho revisando concienzudamente la influencia recíproca entre el capitalismo y las emociones, tan estrecha que han acabado por fundirse entre sí. Pero para lo que nos ocupa tal vez tenga más interés la observación apuntada por Illouz de que el «amor romántico», con sus rasgos de imprevisibilidad, altruismo y desinterés, es para muchas personas la mejor manera de luchar contra el frío y descarnado mundo capitalista: la «utopía romántica» sería la última barricada contra las frías aguas del ruin capitalismo. De ahí que lo tengamos hasta en la sopa a través de las Cincuenta sombras de Grey, las novelas de Elena Ferrante, los cuentos de Alice Munro, los candados de Federico Moccia, las películas de Sorrentino e incluso la celebración en Teruel, capital del amor, de una reunión auspiciada por la Cadena Ser bajo el reclamo de «El Amor, con mayúsculas».
Dejando a un lado —por su perfil meramente descriptivo— el documentado trabajo de Illouz, sorprende que la vanguardia en la lucha por la recuperación del amor como ideal e incluso de las relaciones de pareja estables —¡incluso del matrimonio!— provenga de dos psicoanalistas lacanianos: la francesa Julia Kristeva, autora con su marido Philippe Sollers de El matrimonio considerado como una de las bellas artes (Fayard, 2015); y el italiano Massimo Recalcati, que publicó Ya no es como antes. Un elogio del perdón en la vida amorosa (Anagrama, 2015). Y sorprende que este intento de restauración de este «antiguo régimen» venga del psicoanálisis porque fue Freudquien con más dureza atacó el concepto tradicional de amor romántico vigente hasta los inicios del siglo XX: primero, escindiendo el amor del deseo, al señalar que ambas instancias están condenadas a vivir separadas porque la llegada de uno (amor) supone la salida del otro (deseo) del juego. Más adelante, Freud remataría la faena, ya apoyado por psicoanalistas de todas las escuelas, al puntualizar en su Introducción al narcisismo que «el amor es un engaño que nos lleva a confundir al Otro con nuestro Yo ideal». O sea, que cuando decimos «te amo», en realidad estamos diciendo «me amo a través de ti». No hay mejor decantación del narcisismo que esta frase. Fue en los alrededores de mayo del 68 cuando el pensamiento psicoanalítico acabó contactando con el marxismo. Y no costó apenas que, tras haber explotado el «teorema del amor libre» hasta lo permitido por la biología, el taimado capitalismo cargase con la responsabilidad clave en la liquidación del ideal del amor, ya bien recubierto del egoísmo narcisista freudiano.
¿Qué mejor coartada que afirmar que es el discurso capitalista el que nos obliga a actuar así porque lo que quiere el Amo es que consumamos y cuanto más mejor? ¿Quién si no es el responsable del cinismo hiperhedonista que nos empuja en manos del consumo y de que hayamos puesto a lo nuevo a la cabeza del tranvía llamado Deseo, demandando nuevas parejas, nuevas emociones, continuas sensaciones basadas más en la novedad que en la calidad de las mismas? Es lo que, cuadrando el círculo, algunos teóricos han llamado «el nihilismo del deseo» porque siempre se busca algo que nunca se conseguirá por cuestión de concepto. Y es que ese presunto nihilismo que asoma pareja tras pareja es difícil aprehenderlo. Entiéndaseme…
¿A quién puede extrañarle que, tras haber acabado con el concepto clásico de amor romántico, el psicoanálisis pretenda ahora rehabilitarlo como último dique de resistencia, como dimensión absoluta, frente al discurso cínico e hiperhedonista del capitalismo canalla? Al psicoanálisis le ha acabado pasando lo que según Fernando Fernán Gómez le sucedía a Felipe González: que era «capaz de convencerte de algo y también de todo lo contrario». Esta cualidad para un político puede ser útil, pero para un pensamiento que aspire a dirigir la vida social no sirve para nada.
La prestigiosísima intelectual francesa Julia Kristeva ha recopilado cuatro largas conversaciones mantenidas con su esposo Phillipe Sollers entre 1990 y 2014 en el citado libro. Kristeva y Sollers se casaron en 1967 y pronto cumplirán cincuenta años juntos. Se casaron porque ella necesitaba un matrimonio de conveniencia al ser una refugiada búlgara y evitaba así el convertirse en una sin papeles, matiza Kristeva. Este texto que señalo no puede decirse que sea un libro nacido en vano. Al tratarse de una conversación entre dos espectadores de la vida cultural francesa durante tantos años y en primer plano, hay reflexiones curiosas e interesantes, sobre todo cuando se desprenden del asfixiante lenguaje psicoanalítico y se dedican a comentar sus pequeñas anécdotas respecto a lo que ha sido su vida en común. Ahí es donde está la sustancia: en sus opiniones sobre el casanovismo de Hollandeo sobre la doble vida familiar de Mitterrand, o en su percepción de que el paso del tiempo se acaba convirtiendo en el director de ese duetto al que ellos dos, bellas almas, se resisten a llamar «pareja». Por lo demás, para ser un libro importante en cuanto a su teoría sobre las relaciones conyugales se echa en falta alguna referencia al papel de las hormonas en el enamoramiento o a los datos duros que brinda la estadística sociológica (el papel de la crisis económica, de la incorporación de la mujer al mercado laboral, etc.). No debemos seguir tratando con pensadores que, sin que se note, nos quieren colar aquella frase que tanto gritaba san Agustín de Zamora en el Ateneo madrileño: «¡En el genoma no hay nada!, ¡en el genoma no hay nada!».
Massimo Recalcati es un reputado psicoanalista e intelectual italiano. Su último trabajo es un rotundo alegato (ai, qui ho diría…) en favor del amor estable, de la relación de pareja duradera, de lo que Paul Éluard, bendecido por Jacques Lacan, citaba como «el duro deseo de durar». Recalcati comienza su libro con una exhibición de las tropelías conceptuales acerca del amor difundidas por Freud y los psicoanalistas, incluidos algunos lacanianos muy actuales, y de las que se ha dado cuenta previamente. También aprovecha para alertar de los riesgos que para el «amor eterno» suponen el consumismo capitalista y lo que él llama «cientificismo», que viene a consistir en el paso de la embriaguez del enamoramiento causada por un pico de dopamina a la calma y tranquilidad amorosas que supone la activación de los receptores de oxitocina. El resto del libro es un confuso tráfico de reflexiones acerca de las promesas de amor, del duelo tras la ruptura de la pareja y del adulterio, difícilmente comprensible para el profano. Los capítulos finales sostienen la aportación más novedosa del texto: su solicitud de que la posibilidad del perdón pase a formar parte de la dialéctica de una pareja en crisis tras una infidelidad. O sea, la indicación de que hay que luchar por la permanencia de la pareja a través incluso de un acto tan infravalorado hasta ahora como la petición de perdón y, a través de él, intentar la reconquista de la confianza de la persona amada antes que el rápido cambio de pareja.
Recalcati lleva razón en que hay poco escrito sobre el perdón de la infidelidad en la relación amorosa. Es cierto, por ejemplo, que ni en el cine ni en la literatura se nos muestran demasiados ejemplos de parejas que le den una segunda oportunidad a una relación torpedeada por el adulterio. Pero se vuelven a echar de menos, ahora en Recalcati, las aportaciones de la psicología evolucionista al respecto. El perdón es uno de los mecanismos psicológicos incorporados más recientemente en nuestra ontogenia. Y un mecanismo muy poderoso en lo interpersonal. «El perdón libera el alma y disipa el temor. Por eso es un arma tan poderosa», decía Nelson Mandela en la aclamada película Invictus de Clint Eastwood. Y Recalcati se comporta como un pensador astuto al recuperar este concepto para jugar al amor en nuestro tiempo.
Contra Recalcati se ha alzado la filósofa Michela Marzano para señalar que hay traiciones que nunca prescriben y que la infidelidad es una de ellas. Para Marzano es relativamente sencillo hacer creer a la persona engañada que nada ha cambiado cuando las más de las veces tras una traición de ese tipo ya nada será lo mismo. Y una relación mantenida así estaría condenada al vacío. Nada hay rescatable cuando uno de los dos no quiere ser sincero. Marzano sostiene que muy pocos valores podemos rescatar del pasado en este aspecto, que no se puede condenar a una parte de la pareja al sufrimiento de fingir que mantiene una relación duradera por salvar las apariencias. Marzano, que señaliza el autismo narcisista y la dificultad para compartir con los demás como pecados capitales de nuestro tiempo, sostiene que tal vez el problema radique en la idealización del amor y haya que aceptar que no existe un «amor perfecto», que nuestra pareja puede no estar muchas veces a la altura de las circunstancias y que, a veces, incluso puede hacernos daño. Pero que todos estos desencuentros no son nada al lado de la traición imprescriptible que es el adulterio. Y que el «sin perdón» de dicha traición es la única posibilidad de salvar una subjetividad del falso ídolo de las apariencias.
Aunque las tesis expuestas por los textos de Kristeva y Recalcati sean incompletas y discutibles, al obviar aportaciones de otras disciplinas que tienen mucho que decir al respecto, está claro que han servido para poner sobre el tapete uno de los debates sociales más apasionantes: ¿por qué duran tan poco las parejas actuales? ¿Por qué ya no hay amores eternos? ¿Se deben perdonar las infidelidades? Y poner un tema en el candelero siempre es un éxito para un intelectual que se precie de serlo. Cuenta Recalcati que T. W. Adorno señaló en su Minima Moralia (1979) que, en el teatro familiar, la camiseta blanca del padre fue el símbolo para generaciones enteras. Y que los lazos familiares se han deteriorado hasta el punto de que la imagen de la familia ha sido sustituida por una pareja de autistas ante el televisor que pasan la vida embebidos en sus iPhone. Está claro que hay que buscar algún punto de equilibrio entre estos extremos para evitar que muchas parejas vean su vida en común inundada por el vacío ante la irrupción de lo cotidiano y la ausencia de lo nuevo. Y para que el tiempo y la intimidad no acaben lanzando al ruedo social tantas vidas «llenas de nada».
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