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La historia nunca ha sido justa con nadie, mucho menos con sus ladrones. El 18 de agosto de 1935 el suplemento Blanco y Negro de ABC despedía con coros y danzas a uno de ellos, retratado como «un Don Quijote honorario que iba por los llanos campesinos inventariando la riqueza de una patria que amaba acaso más que la patria de nacimiento». En el tono almibarado se podía casi masticar la gloria que parecía merecer Arthur Byne, el presunto experto en arte español:
Antes de morir en un accidente de tráfico en Ciudad Real y mucho antes de convertirse en el hombre que se llevó piedra a piedra monumentos medievales españoles a través del Atlántico, a Arthur Byne (Filadelfia, 1884) se le conocía como «el americano». Un hombre alto y bien parecido que viajaba fotografiando iglesias, palacios y conventos junto a su mujer, Mildred Stapley, inventariando la riqueza artística española para la Hispanic Society de Nueva York. Al menos, en teoría. El matrimonio invirtió dos décadas en encandilar a la alta sociedad de la capital —oficiaron de celestinas entre a Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí— , al Gobierno, a la Corona y a la comunidad artística como expertos en el patrimonio cultural instalados en España para glorificarlo. En realidad, este arquitecto que jamás construyó nada se valió de esa reputación para consumar uno de los mayores saqueos arquitectónicos del arte español, con la aquiescencia de todos ellos. Ante sus mismísimas narices, robó, sobornó y extrajo del país ilegalmente monasterios, artesonados y un sinfín de edificaciones que desmembró para trasplantarlas después en Estados Unidos, vendiéndolas al mejor postor. Que casi siempre era el mismo.
Byne, refinado, culto y amable, no era en realidad más que un perro de presa, aunque se enmascarara como marchante, agente o anticuario. Rastreaba piezas valiosas para alimentar la transatlántica voracidad de William Randolph Hearst, mucho más que un magnate de la prensa y mucho menos que un amante del arte. Byne vivió al servicio de la compulsividad del emulado ciudadano Kane, cuyo talonario emplazaba el límite en el cielo. «Nadie mostraba, simultáneamente, tal deseo voraz de adquirir y tan poca discriminación en hacerlo», decían de él. Si cuando Hearst quería una guerra no tenía más que llamar a un fotógrafo, cuando el antojo era un monasterio medieval para decorar sus mansiones de Florida o California, llamaba a Arthur Byne.
Santa María de Ovila y Sacramenia
En 1925, Hearst se encaprichó del monasterio cisterciense de Sacramenia (Segovia) y del de Santa María de Ovila (Guadalajara). Byne ya le había enviado un botín de más de ochenta artesonados hispano-musulmanes, y en su salón tenía instalada la sillería del coro de la catedral de Seo de Urgel (Lérida), por lo que no había razón para rebajar la avidez del quizá el más notorio robber baron de la historia. Hearst deseaba incorporar ambos monasterios a su mansión de California, que llamaría castillo Wyntoon y que reconvertiría las piedras medievales en puro delirio, mofándose de cualquier asomo de preservación histórica. La capilla de Ovila serviría de piscina y el coro de la iglesia, de trampolín. La parte norte de la edificación eclesial se transformaría en una playa con arena donde tomar el sol y el conjunto en general, en una monstruosidad de sesenta dependencias en mitad del desierto.
La correspondencia entre Byne y Julia Morgan, la arquitecta encargada de edificar el desvarío en tierras norteamericanas, da cuenta de la profusión de trapicheos que el experto en arte perpetró para conseguir sacar de España ambos monumentos. También, del sumo secretismo con el que se cocinaba toda maniobra, debido a la nada positiva imagen que el expoliador tenía de España: «Yo no estoy confiando, en este país hablador, a la discreción de cualquier mecanógrafa y enviaré todos mis informes con lápiz», alertaba en una misiva, creando el nombre en clave «Mountolive» para todo lo referido al desmembramiento de Santa María de Ovila.
Con el monasterio segoviano la operación fue sencilla y por apenas cuarenta mil dólares se hizo con él, lo desmontó y se llevó sus treinta y seis mil piedras a Nueva York en pequeños lotes, disfrazándolos de materiales de construcción. El destino que corrieron una vez atracados en el puerto neoyorquino es bastante más infame, porque quedaron paralizados en los muelles por miedo a la fiebre aftosa. Cuando comenzó la operación para trasladar Santa María de Ovila, la cosa también se complicó. En 1926 España aprobó la primera ley que prohibía la exportación de obras de arte, al calor de muchos de los atracones previos de Byne, que a pesar de ello nunca cayó en desgracia. Al contrario. Los trescientos mil dólares que Hearst ordenó desembolsar obraron maravillas en el débil Gobierno español, que se abrió de piernas ante la violación de las leyes de conservación cultural, las quejas del Ministerio de Bellas Artes y el recto sentido común. El gran saqueador untó y convenció a las autoridades de que además les hacía un favor, porque el desmontaje y embalaje del monasterio supondría una «solución parcial al problema del desempleo» que también por entonces acuciaba al país. Byne contrató a cien lugareños para echar abajo hasta la última piedra, e incluso logró reconstruir y resucitar líneas de ferrocarril de la Primera Guerra Mundial para poder transportarlo más fácilmente. Pero la construcción de un ferrocarril para la compra ilegal de un hombre rico solo fue el inicio de la afrenta, la crónica de un tiempo en el que el país hizo almoneda de su casa y la vendió al mejor postor.
Si Byne o Hearst se inquietaron en algún momento por los vaivenes políticos que podrían echar abajo su operación de expolio, fue en vano. La Segunda República fue casi tan ineficiente como la Corona y como la dictadura militar a la hora de proteger su acervo, y ni siquiera el estallido revolucionario detuvo el desmantelamiento del monasterio de Ovila: «Los trabajadores de Byne clavaron la bandera roja de la revolución en la iglesia que estaban destrozando ilegalmente y volvieron al trabajo», resumió la revista Time. Cuando Azañaquiso declarar los restos del monasterio de Sacramenia patrimonio nacional, no quedaba más que sombra y polvo de ruinas. Los barcos cargados de las piedras medievales de Ovila arribaron a San Francisco en 1931, y allí se quedaron. Lo único que puso freno a la ambición del magnate y la inoperancia española fue el tenaz azote de la Gran Depresión.
El fin del sueño medieval
No hubo piscinas en catedrales, ni soláriums medievales en California. El proyecto del castillo Wyntoon, presupuestado en más de cincuenta millones de dólares, se vino abajo tan pronto las piedras atracaron en suelo estadounidense y la Bolsa se estrelló. Los asesores financieros de Hearst lo disuadieron, y a resultas de esa renuncia el monasterio de Ovila quedó abandonado a su suerte en un depósito del puerto como un vestigio del capricho. Años después se arrumbó en el parque del Golden Gate, donde permaneció acumulando desidia unas décadas más, hasta hace prácticamente cuatro días. La travesía desde la estepa castellana concluyó en 2013, cuando la ciudad de San Francisco decidió regalárselo a los monjes de la pequeña comunidad cisterciense de Vina, al norte de California. Estos se las ingeniaron para reconstruir parte de la edificación del siglo XII —entre otras cosas, asociándose con una marca de cervezas que ahora se bautiza en su honor— y hoy la capilla gótica de Santa María de Ovila vuelve a estar en pie, aunque aún está acordonada de engaños. «Durante seis centurias el monasterio gozó de una poderosa influencia en los alrededores hasta que en 1935 el Gobierno español lo cerró, junto a otros novecientos que compartieron el mismo destino. Cayó entonces en manos privadas y en un estado de desidia», informa una placa al visitante, tratando de condensar la historia del monasterio en un espacio cuadrangular. Pero sin Hearst ni Bryne, es solo un pedazo de una historia más injusta.
Tampoco el monasterio de Sacramenia escapó al languidecimiento ni a los escombros. Después de pasar años retenido por el temor a la fiebre aftosa —España había vivido un brote en 1925 y las autoridades estadounidenses no querían asumir el riesgo, así que quemaron el embalaje original—, las 10 571 cajas recalaron en un almacén del Bronx. Pero, fruto de la quema, también se redujeron a cenizas los números de identificación de las piedras, convirtiendo el monasterio propiedad de Hearst en lo que la prensa de la época bautizaba jocosamente como «el mayor rompecabezas de la historia». El magnate lo consignó al olvido al ver diezmado su patrimonio, hasta que en 1937 empezó a liquidar masivamente sus posesiones artísticas, entre las que, además de una momia egipcia, armaduras y unas gafas de Benjamin Franklin se encontraban diez mil piezas de un monasterio medieval español que nadie quería. Veinte años después dos empresarios de Cincinnati, William Edgemon y Raymond Moss, atisbaron en el puzle maldito una posibilidad de negocio de playa. Compraron los restos del monasterio y se lo llevaron a Miami para reconstruirlo, convirtiéndolo en una opción de ocio para los turistas de costa en busca de «un viaje de retroceso en el tiempo de ochocientos años», situándolo como competencia de los parques de atracciones y las playas de arena blanca. No funcionó. Las pérdidas se acumulaban y los empresarios nunca recuperaron la inversión inicial de la reconstrucción, por lo que el monasterio de Sacramenia —allí bautizado como St. Bernard de Clairvaux— volvió a estar al borde del derrumbe, pero esta vez definitivo. El talonario de un filántropo y su posterior donación a la diócesis episcopal de la localidad lo impidieron, manteniéndolo hasta hoy como un resquicio de historia en mitad de Miami Beach, que recibe más de cincuenta mil visitantes al año y donde se celebran más de doscientos bodas. A la primera oficiada por el sacerdote actual, la estrella invitada fue Britney Spears.
La peripecia de Hearst es singular, pero no única. Testimonio de ello son las estructuras medievales que aún subsisten diseminadas al otro lado del Atlántico, en Nueva York, Filadelfia, Detroit, San Francisco, Miami o en mitad de la nada, como en Vina o Milwaukee. Todas ellas flores raras, desubicadas en su entorno fruto de una fiebre desatada entre 1914 y 1934, cuando la idea de comprar un edificio medieval, desmantelarlo, enviarlo a través del océano, almacenarlo y luego reconstruirlo en una nueva ubicación no era un propósito descabellado, ni una ambición (solo) de unas mentes podridas por el dinero y unas autoridades pusilánimes. Robar un monasterio solo era cuestión de sobornos. Como Hearst, otros magnates como John D. Rockefeller Jr. trasladaron una veintena de propiedades a EE. UU., aunque el recuento aún mantiene en liza a los historiadores. Y es que también los menos acaudalados de aquellos inicios del siglo XX pudieron celebrar su atracción por el pasado europeo adquiriendo saldos arquitectónicos medievales, muchas veces ruinosos tras las guerras de religión del siglo XVI: un diplomático estadounidense adquirió una casa señorial inglesa y la llevó, piedra por piedra, hasta Virginia. La hija de un magnate del ferrocarril se instaló una capilla gótica francesa en su finca de Long Island, junto a un castillo renacentista que había reconstruido anteriormente.
Ya decíamos que la historia es especialmente injusta con sus ladrones. Lo es aún más la gloria, que, aún hoy, sigue abrazando a Arthur Byne, que descansa en un cementerio de Carabanchel, como un «insigne hispanófilo, cuya muerte constituyó una verdadera pérdida para el arte español».
Y su vida, también.
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