Todo el mundo tiene una idea del amor, su idea del amor. Incluso las personas menos reflexivas la tienen, y aunque hay algunos aspectos en el amor que observados desde fuera pueden parecernos algo cómicos, en el fondo todo el mundo, y en todas las culturas, se lo toma muy en serio, como la muerte también. Son las dos únicas cosas que los seres humanos nos hemos tomado en serio siempre, y las dos más importantes que habrán de sucedernos. El amor y la muerte son también los dos únicos temas que existen de verdad en la literatura desde el principio de los tiempos (la Ilíada nace de un amor fatal y lleva fatalmente a muchos a la guerra y a la muerte). Junto al asunto peliagudo del tiempo, tan relacionado con el amor y la muerte, como el puente que los une, no hay otros a los que el ser humano haya prestado tanta atención.
Del amor se han dicho y escrito muchas páginas, y se seguirán escribiendo, pero lo que hacemos al respecto no son más que variaciones. ¿Por qué? Nuestros abrazos en esencia no son diferentes de los que trabaron las vidas y las muertes de Paris y Elena, y cada vez que abrazamos a alguien verdaderamente enamorados, el mito de Paris y Elena renace de nuevo. Nadie en su sano juicio cambiaría uno solo de sus abrazos reales con la persona que ama por ninguna cosa material, ni siquiera por la inmortalidad, la menos material de las quimeras. La inmortalidad es ese abrazo, ese abrazo es el que nos hace creer que estamos viviendo aquí la misma eternidad, un «amor constante más allá de la muerte», por decirlo con el título de un poema célebre, y más allá incluso de la vida. ¿No decimos a menudo, estando enamorados, «me siento morir» o «parece como si fuese a morirme de amor»?
En el amor, lo frecuente es que a lo largo de nuestra vida se nos mueran uno o varios amores, pero al cabo de un tiempo volvemos a enamorarnos, y eso lo celebramos como una verdadera resurrección, pues comprendemos que sin amor la vida estaría devaluada, disminuida.
Yo no tengo ninguna idea original sobre el amor. En realidad las ideas sobre el amor, si nacen de la experiencia, son todas originales e intransferibles; ninguna es propiamente original, y todas lo son. Cada cual ama a su manera, por lo mismo que la huella de nuestro dedo, llegado el caso, solo nos haría culpables a nosotros mismos. Quiero decir que cada cual es responsable si no de la manera en que lo aman, sí de la manera en que ama él.
Cuando leemos los escritos sobre el amor de Stendhal, no podemos dejar de pensar que esas confesiones son las de un hombre que amó sobremanera a las mujeres, principalmente jóvenes, distinguidas y aristocráticas, pero también las de alguien que no tuvo mucha suerte con ellas. Algunas a las que hizo la corte, pocas, le correspondieron, pero ninguna durante mucho tiempo. Y como no acabamos de saber muy bien qué importancia tenían en época de Stendhal algunas de estas cuestiones, no nos queda claro hasta dónde llegaban sus cortejos, hasta dónde eran galanteos platónicos o unas relaciones libres y satisfactorias, porque todo en esa época estaba confuso y manga por hombro. Sabemos también por él mismo dos cosas: tenía podridos los dientes (cosa muy frecuente en la época) y fue un amante atenazado por el terror a los gatillazos (cosa bastante frecuente también en esta). Así que es normal que nos digamos: las ideas que Stendhal tiene sobre el amor están condicionadas por estas dos circunstancias. Quizá las mujeres lo encontraban desagradable sobre todo cuando sonreía, y eso le convirtió aún más en un hombre cínico. Hoy, tal vez, Stendhal habría sido más feliz, pero ni un buen dentista ni el Viagra habrían resuelto «su» problema: «¿Por qué quiero yo más de lo que me quieren a mí o, dicho de otra manera, por qué solo me enamoro de aquellas mujeres que prefieren a otros?».
Baroja, tan stendhaliano, cuando aborda en sus memorias el asunto de las mujeres y del amor, lo hace de una manera sesuda y a su modo romántica: «las mujeres no me han encontrado interesante… he e tado condenado a la soledad». Unas veces dice que no se había casado (como si el amor tuviese que ver solo con ese asunto) porque en su época no era fácil encontrar mujeres como a él le gustaban, emancipadas, generosas, inteligentes. Era una manera elegante de decir que la inmensa mayoría de las que conocía le parecían superficiales, caprichosas y egoístas. Otras veces aducía una razón muy barojiana, o sea, bastante mezquina, para explicar por qué no se había casado: decía que no había tenido dinero para mantener una familia. Teniendo en cuenta que Baroja fue uno de los escritores que más dinero ganó en su tiempo, se ve que eran excusas de mal pagador. A veces daba otra clase de explicaciones: que las mujeres españolas no se cultivaban en absoluto ni tenían una conversación chispeante y culta, como las damas francesas, que él frecuentaba en los hoteles modestos donde paraba.
Como no sabemos qué clase de mujeres le gustaban a Baroja, ni siquiera si le gustaban mucho o poco, no adelantamos nada hablando de ello. Pero Baroja, como Stendhal, tiene ideas originales sobre el amor, en muchas de sus novelas salen unas heroínas como las que le gustan a él, que llegan, están un tiempo y se van, sin que nos enteremos de qué clase de relación mantuvieron con él, excepto si los personajes pasan en una frase, como en las novelas de Stendhal, de tratarse de usted a tratarse de tú, dejándolo todo a la imaginación de los lectores. En Juventud, egolatría creo que dice, con cierto abatimiento, que en el sexo acaba apareciendo siempre «el mono, el cerdo». El mono, el cerdo, a Baroja, en el sexo, no le parecen bien. En vista de ello ni se casó ni habló jamás de ninguna relación sexual propia o literaria. A diferencia de tantos hombres de su tiempo, tampoco buscó en el burdel expansiones sexuales ni sucedáneos sentimentales, seguramente porque siendo médico no podría quitarse de la cabeza el contagio, las bubas, las lavativas mercuriales. Aunque le hubiesen puesto delante a Ofelia, a Julieta, a Andrómaca, Baroja les habría encontrado algún defecto. Pese a ello, como digo, tenía sus ideas sobre el amor. ¿Pero qué importancia les daremos? Eran sus ideas, y con ellas trató de resignarse a la soledad en que vivió casi siempre por la falta de amor, sin tener que envidiar a todos aquellos que vivían casados. Al fin y al cabo estos, en su mayor parte, le parecían incluso más desgraciados que él, precisamente por vivir casados, faltos, según él, de la libertad que él gozaba. Al fin y al cabo, Baroja, y muchos de sus héroes y heroínas, encontraban un poco ridículo el amor.
Decía Pessoa que todas las cartas de amor eran ridículas, pero que más ridículos eran aquellos que no habían escrito cartas de amor. Yo no estoy de acuerdo. Las cartas de amor, si están escritas con emoción y sinceridad, aunque lo estén con faltas de ortografía, como a menudo sucede, o estén llenas de lugares comunes y frases de repertorio, son emocionantes.
Al final casi todo el mundo se las arregla para dar a conocer su amor por escrito o de viva voz, incluso los más tímidos. Si lo logró Emily Dickinson, todos podrían lograrlo. Bastaría seguir el consejo de Cervantes: «Lo que se sabe sentir, se sabe decir».
La directora de Jot Down, al encargarme este artículo, me sometió a un pequeño examen. Quería saber qué idea tenía yo del amor, para saber si valía o no la pena ponerla por escrito y si mis ideas eran originales. Hablamos un buen rato. Le dije lo que he dicho hasta aquí: todo el mundo habla del amor ateniéndose a su experiencia personal y a su manera de sentir, y aunque las cosas que sepamos del amor sean las mismas desde hace veinticinco siglos, necesitamos repetírnoslas una y otra vez. Las palabras que necesitamos para expresar nuestros sentimientos amorosos, o los que nos produce el desamor, son apenas media docena, y aunque las repitamos con mayor o menor ímpetu y vengan en nuestra ayuda las miradas o los abrazos o la música (gran aliada), no son más. Al principio de la relación amorosa esas palabras amorosas menudean, pero con frecuencia dejan de usarse pasado un tiempo, y seguramente hay gentes que viven muchos años sin volver a repetirlas ni a escucharlas.
Sin embargo, como cada persona es un universo, su manera de amar es original y nos parece nueva siempre, tanto si lo vivimos en la vida como si asistimos a esos procesos amorosos en la literatura, y, a poco bien que estén contados, nos embelesarán como si fueran inéditos y no diferentes y eternas variaciones sobre el mismo tema. Por eso siguen escribiéndose «novelas de amor» y haciéndose «películas de amor», y por eso no nos importa hablar de nuestros amores y que otros lo hagan de los suyos. En cada uno de esos amores, incluso en los trágicos, como en los que describió Leopardi, hallamos enseñanzas, consuelo, ejemplo, celebración… eco de los nuestros.
En el Quijote salen muchos personajes hablando de amor y de sus amores. Incluso los pastores tienen ideas refinadísimas al respecto. Desde luego también don Quijote tiene sus ideas propias sobre el amor que siente por Dulcinea, unas ideas muy serias en él y muy graciosas para los lectores (al fin y al cabo don Quijote acabará reconociendo que está enamorado hasta el tuétano de Dulcinea, pero solo de oídas). Cuando la pastora Marcela, que trae al retortero a todos los galanes de la comarca, aparece en el entierro de Grisóstomo, que se quitó la vida porque no correspondió ella a sus requerimientos, y se dirige a todos aquellos que la califican de cruel, se hace tal silencio en la serranía donde piensan enterrarlo sus amigos que aún resuena de una manera sobrehumana entre nosotros. Al concluir Marcela de hablarles y pedirles que nadie la siga ni re- quiera más de amores, no hay un lector que no se haya enamorado de ella y piense para sus adentros, como acaso pensó también don Quijote: «Quizá yo hubiera logrado que Marcela conociera el amor».
A todos se nos mezclan en nuestras historias amorosas reales, fantasías más o menos vaporosas, y de ese modo las combinaciones amatorias son infinitas, como si el deseo de lo real se sustentara también de otros deseos fantaseados. Recuerdo a un profesor de literatura en la universidad que aseguraba que el primer hombre que comparó a la mujer con una rosa era un genio, y el segundo un imbécil. No es verdad tampoco. Nadie puede decir las mismas palabras de la misma manera. El mito de Pierre Menard escribiendo el mismo Quijote es también falso. Aunque todas y cada una de las palabras fuesen las mismas que las de Cervantes, nunca sería el mismo libro, por aquello que decía Juan Ramón Jiménez, «en edición diferente los libros dicen cosa distinta». Así las rosas no dicen la misma cosa siempre a mujeres diferentes, no hay dos rosas iguales ni dos mujeres iguales, ni la palabra rosa dice lo mismo en una tipografía inglesa o en una Bodoni, ni dicho en inglés o dicho en italiano, ni una mujer recibe esa rosa de la misma manera que otra.
Cada época acuña, prestigia y privilegia un tipo de amor frente a otros. El amor cortés fue el ideal durante los siglos XIII y XIV, y el desgarrado y romántico triunfó en el XIX. El siglo XX se llenó de mujeres misteriosas, cínicas, independientes, junto a hombres también misteriosos e independientes, que vivían su amor de una manera peligrosa, azarosa y sin grandes ilusiones en el porvenir, tal y como encarnaron en sus películas Humphrey Bogart y Lauren Bacall, quienes en la vida real hicieron lo posible, no obstante, por llevar una vida lo más parecida a la que llevaban Katharine Hepburn y Spencer Tracy, con su piscina, su césped y un whisky tintineante de hielos en la mano.
Creo que si nos dieran a escoger a todos la vida de Bogart y Bacall en el cine, huyendo de peligrosos criminales y en un perpetuo sinvivir, o la que llevaban en la realidad, con su piscina, su whisky y su césped recién cortado por un jardinero, la gente no dudaría mucho, aunque la de la realidad, estable, apacible y burguesa no tuviera el prestigio de la otra.
Si se nos diera la posibilidad de vivir un gran amor correspondido que durara toda la vida, ese amor haría ociosas toda suerte de aventuras amorosas, siempre inciertas, y a menudo con su poso triste y desolador.
Seguramente la relación de Juan Ramón Jiménez con su mujer estuvo lejos de ser ejemplar, aunque fuese un gran amor que le apartó de cualquier otro. Él mismo lo reconoció al final de su vida, muerta ya Zenobia, en la que acaso es la dedicatoria más hermosa y triste de cuantas se hayan escrito, la declaración de amor más sincera y desgarradora (dejó dispuesto que se pusiera al frente de toda su obra): «A Zenobia de mi alma, este último recuerdo de su Juan Ramón, que la adoró como a la mujer más completa del mundo, y no pudo hacerla feliz». Sin embargo, Zenobia, aun admitiendo que aquel hombre enfermo hasta la exageración podía hacer perder la paciencia al santo Job, reconoció en infinidad de escritos y cartas que jamás ninguna mujer se sintió amada, querida y respetada como ella, ni ninguna podía decir que había amado tanto como ella amó a su marido ni había sido más feliz que ella, y que compartir su vida con aquel hombre que llegó a creer que no la había hecho feliz había sido lo más hermoso que le había sucedido.
Cada cual cuenta del amor, pues, según le ha ido. Se ha citado aquí a unos cuantos escritores: Stendhal, Baroja, Pessoa, Emily Dickinson, Leopardi, Juan Ramón (este decía que le interesaba mucho «la» mujer, pero nada «las» mujeres); todos tenían ideas propias del amor y en todos los casos estaban muy relacionadas con sus vidas.
A mí me costaría mucho ahora, aquí, hablar de «mi» idea del amor, porque sería tanto como hablar de la mujer que amo, y destruir su misterio y la intimidad que necesita cualquier amor para seguir alentando. Lo ha hecho uno de una manera incluso profusa en los diecinueve tomos de mi diario, y sin embargo me veo incapaz de decir ni ahora ni nunca «el amor es…». Más que hablar de él, ha procurado uno contar su vida y decir: es posible solo gracias a que estoy enamorado. Muchos tienen «amor conyugal» por un gran oxímoron, y es verdad que la propia palabra conyugal le pone a uno carne de gallina. Pero creo que hay que hablar con naturalidad de todo, y no hay nada que siendo natural pueda resultar cursi ni afectado. En mí el amor es todo aquello por lo que vale la pena despertarse y por lo que lamenta uno, llegada la noche, tener que cerrar los ojos. Como una larga conversación en la que ni las comidas ni el trabajo ni el sexo ni los hijos ni los amigos ni los enemigos ni el sueño ni los fracasos ni los éxitos pueden interrumpir nunca, porque cuanto más se habla, más cosas advierte uno que quedan por hablar. Como la filosofía, esa palabra que también lleva en sí la palabra amor, el amor es algo que cuanto más nos enseña, más ignorantes nos hace y más nos inculca el deseo de saber. Que pueda hacerlo uno a lo largo de la vida con una sola persona o con varias, es indiferente. Lo importante no es el lenguaje, sino la clase de cosas que nos ayude a conocer y a transmitir, y el deseo de aprenderlas. El amor es, ahora lo puedo decir, unas ganas irrefrenables de vivir alegre y eternamente, incluso más allá de la muerte, misterio este donde los haya. Y desde mi experiencia eso solo se logra con algo que depende de nosotros (lealtad y respeto) y algo que nadie sabe de qué ni de quién depende: el deseo, en el que nadie manda.
Esto es todo. Es decir, esto es nada, quiero decir, vuelta a empezar.
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