Los Grandes Transparentes de André Breton son los fantasmas más exaltantes. Son gigantes invisibles que están entre nosotros, a nuestro alrededor, por encima, en otro ámbito. O que nos contienen: viviríamos entonces en la vibración de sus tripas y de sus órganos, en la acción de sus miembros; desearíamos dentro del flujo de sus venas; nuestro mundo serían estancias en el interior de los Grandes Transparentes.
Hay un eco de fechas, entre 1924 y 1942. En la primera publicó André Breton Los pasos perdidos y el (primer) Manifiesto del surrealismo; en la segunda, los Prolegómenos a un tercer manifiesto surrealista o no, que es donde habla de los Grandes Transparentes. El tono petulante lo mantiene de manera deliciosa. Constituye una especie de discurso del método personal, de afirmación (poético-aristocrática) del yo (o del espíritu, en el sentido idealista); de afirmación a secas. Una de las cosas que dice es justo: «Afirmo solo por el placer de comprometerme».
El texto más admirable de Los pasos perdidos es «La confesión desdeñosa», donde se suceden las frases estupendas. Aquí van algunas: «De todas formas estoy muy lejos de la indiferencia y no admito que se pueda hallar descanso en el sentimiento de la vanidad de todas las cosas […] No quiero sacrificar nada a la felicidad: el pragmatismo no está a mi alcance […] Puedo decir, sin ninguna afectación, que lo que menos me preocupa es sentirme consecuente conmigo mismo […] Lo cierto es que me he jurado no dejar que nada se amortigüe en mí […] A decir verdad, en esta lucha de cada instante, donde el resultado más corriente es que se petrifique todo lo que hay de más espontáneo y valioso en el mundo, no estoy seguro de que podamos ganar […] Hasta nueva orden, todo lo que pueda retrasar la clasificación de los seres, de las ideas, y, en una palabra, mantener el equívoco, cuenta con mi aprobación […] Yo, que no permito a mi pluma escribir una sola línea a la que no vea tomar un sentido lejano, tengo en nada la posteridad […] Nos vamos dando cuenta de que toda reconstrucción es imposible […] Huir en la medida de lo posible de ese tipo humano al que todos nos parecemos, eso es lo único que me parece merecer algo la pena […] No me gustan, quede claro, más que las cosas no consumadas; solo me propongo abarcar demasiado».
Yo me he propuesto potenciar, con la anterior avalancha, el efecto acumulativo. En el primer manifiesto hay más: «Amada imaginación, lo que amo de ti es que no perdonas […] La pereza, la fatiga de los demás no me atraen. Creo que la continuidad de la vida ofrece demasiados altibajos para que mis minutos de depresión y debilidad tengan el mismo valor que mis mejores minutos. Quiero que la gente se calle tan pronto deje de sentir […] No levanto acta de mis momentos nulos […] Creo en la futura armonización de estos dos estados, aparentemente tan contradictorios, que son el sueño y la realidad, en una especie de realidad absoluta, en una sobrerrealidad o surrealidad […] Lo maravilloso es siempre bello, todo lo maravilloso es bello, e incluso debemos decir que únicamente lo maravilloso es bello». Y en los Prolegómenos al tercero: «Cada minuto de plenitud lleva en sí mismo la negación de siglos de historia cojeante y descantillada».
Como consumación de todas sus exaltaciones, Breton hizo poner en su tumba: Je cherche l’or du temps. Busco el oro del tiempo. Y lo buscó en esta vida, abriendo todas las puertas que encontró: la de la imaginación, la del sueño, la de la belleza (convulsiva), la de la analogía, la de la magia, la del azar (objetivo), la de los encuentros… Pero la tríada suprema es la que proclama en su libro Arcano 17, que Octavio Paz enuncia así: «André Breton habla de una estrella que hace palidecer a las otras: el lucero de la mañana, Lucifer, ángel de la rebelión. Su luz la forman tres elementos: la libertad, el amor y la poesía. Cada uno de ellos se refleja en los otros dos, como tres astros que cruzan sus rayos para formar una estrella única». Según escribe el mismo Paz en Los hijos del limo, el movimiento iniciado con el Romanticismo cuya culminación es el surrealismo supone una vuelta de Occidente al origen, a su tradición enterrada: tras el desencantamiento del mundo de la modernidad racionalista, se trata de reencantarlo.
Breton estuvo en la batalla por recuperar lo maravilloso: lo maravilloso excepcional y lo maravilloso cotidiano; la fusión de vida y poesía. No sin los conflictos insoslayables con la historia. Pretendió conjugar la llamada de Rimbaud a cambiar la vida con la de Marx a transformar el mundo. Pero sus propósitos revolucionarios chocaron con el partido comunista de entonces, en el que mandaba Stalin.
Su idea de la imagen como apertura y elevación la expresa en el texto que le dedica a la analogía poética: Signo ascendente. De los elementos unidos por la comparación y la metáfora dice: «La imagen analógica, en la medida en que se limita a iluminar, con la luz más viva, similitudes parciales, no podría traducirse en términos de ecuación. Se mueve, entre las dos realidades presentes, en un sentido determinado, que no es en modo alguno reversible. De la primera de estas realidades a la segunda, señala una tensión vital vuelta en la medida de lo posible hacia la salud, el placer, la quietud, la gracia recobrada, los usos consentidos. Tiene por enemigos mortales lo despreciativo y lo depresivo». El sentido ascendente de la operación resulta diáfano en este cuentecito zen que Breton aporta: «Por bondad budista, Basho modificó un día, con ingenio, un haiku cruel compuesto por su discípulo Kikaku. Este había dicho: “Una libélula roja / arrancadle las alas / un pimiento”. Basho lo sustituyó por esto: “Un pimiento / ponedle alas / una libélula roja”».
La postulación de los Grandes Transparentes sigue este impulso. Con ella acaban los Prolegómenos a un tercer manifiesto surrealista o no. En ese mismo 1942, el pintor Roberto Matta ilustró la propuesta. En 1943, Kurt Seligmann pintó Melusina y los Grandes Transparentes. En 1947, Marcel Duchamp, cuyo Gran vidrio es un claro precursor, organizó con André Breton una exposición surrealista en París. En ella se disponía un «laberinto de iniciaciones» con doce «altares», cada uno dedicado a un «ser, categoría de seres u objeto susceptible de ser dotado de vida mítica». En el undécimo altar, consagrado a los Grandes Transparentes, estaba la escultura El gran transparente, de Jacques Hérold.
Breton, en pleno exilio neoyorquino durante la Segunda Guerra Mundial, se cuestiona que el hombre sea el centro del universo. Y plantea: «Podemos llegar a pensar que por encima del hombre, en la escala animal, existen unos seres cuyo comportamiento parece al hombre tan ajeno al suyo como este pueda serlo con respecto al de la efímera o al de la ballena». Tales seres serían «ajenos al sistema de referencias sensoriales del hombre». Propone «estudiar, hasta otorgarles verosimilitud, la estructura y la complexión de dichos seres hipotéticos, de estos seres que se nos manifiestan a través del miedo y del sentimiento del azar». Breton recoge lo que afirmó Novalis: «En realidad vivimos en un animal del que somos parásitos; la constitución de este animal determina la nuestra, y viceversa». (Se podría relacionar con esta otra frase del poeta alemán: «Cuando mueren los dioses, nacen los fantasmas»). Y esto de William James, que también cita Breton: «¿Quién sabe si en la naturaleza no ocupamos un lugar tan insignificante, con respecto a unos seres cuya existencia ni siquiera sospechamos, cual el lugar que los gatos y los perros ocupan con respecto a nosotros, en nuestras casas?».
Según Mark Polizzotti en su biografía de Breton, los Grandes Transparentes «eran seres que rodeaban a la humanidad, pero que no se detectaban por los cinco sentidos, puntos nodales insustanciales de las aspiraciones y de los deseos humanos hacia lo maravilloso». En su poema «La casa de la mirada», Octavio Paz los llama «vehículos de materia sutil, cables entre este y aquel lado». Xoán Abeleira, en su magnífica edición de Pleamargen, considera que son «una suerte de guías invisibles que, salvando las distancias, se asemejan a los espíritus/animales de poder chamánicos, mediadores entre “el Tiempo del Sueño” y el de la vigilia». Otro de estos espíritus podría ser el Pez soluble (¡maravillosa invención!) con que Breton tituló, también en 1924, el fruto más bello y estimulante de escritura automática.
Al final de los Prolegómenos, tras sus líneas sobre los Grandes Transparentes, se pregunta Breton: «¿Un nuevo mito? ¿Es preciso convencer a estos seres de que son el resultado de un espejismo o bien darles ocasión de manifestarse?».
Durante la escritura de este artículo he tenido puesto un álbum paradisíaco: The Composer of Desafinado, Plays, el instrumental de Antonio Carlos Jobim de 1963. En un momento de felicidad por esta conjunción entre Breton y Jobim, he percibido esa música también como un Gran Transparente. La acusación de que la bossa nova es música de ascensor constituye en realidad un elogio bretoniano: es, en efecto, música para ascender; como signo ascendente, como a bordo de un gigante invisible.
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