Como ocurre cada vez que se presenta en España un nuevo proyecto de ley de reforma del sistema educativo, durante estas últimas semanas estamos asistiendo a la emergencia de voces en defensa de las lenguas clásicas como pilar fundamental para el conocimiento de las raíces de las lenguas románicas (entre nosotros, el castellano, el gallego o el catalán) y el lenguaje científico.
En esta ocasión, más incluso que en otras anteriores, tal campaña se encuentra sobradamente justificada, pues el proyecto certifica de iure la defunción de estas materias.
No creo que sea necesario reiterar estos argumentos, que, por cierto, ya esgrimió Unamuno repetidas veces en su momento, pues resultan evidentes para cualquier persona mínimamente culta. El debate, pues, viene de lejos, aunque parece que el legislador está decidido a resolverlo de manera definitiva.
Ahora bien, las consecuencias del desastre que se avecina si esta decisión acaba adquiriendo fuerza de ley serán no solo lingüísticas, sino que afectarán a otros ámbitos de la cultura y, sobre todo, a las bases de la construcción de nuestro futuro como sociedad. Veamos por qué.
La raíz del problema
A diferencia de la nuestra, la educación clásica estuvo inspirada durante muchos siglos por la imitación de modelos de excelencia en los distintos campos del saber. Hoy, cualquier alusión a imitación/imitativo como apelativo de un proceso de aprendizaje o de un producto cultural generará inmediatamente el rechazo tanto de los pedagogos como de los críticos, empezando por los académicos. Una unanimidad tal solo se comprende si previamente se toma nota de las diferencias existentes entre nuestro mundo y el pasado grecolatino.
El punto culminante de este cambio profundo se alcanza con el ideario de la Ilustración, que en este punto concreto continúa estando vigente. El famoso sapere aude pronunciado por Kant demandaba de los ciudadanos y, en general, de toda persona que quisiera formar su concepción del mundo una capacidad crítica que le permitiera adquirir un pensamiento autónomo, esto es, no tutelado por ninguna autoridad. El dardo iba dirigido contra aquellos que se presentaban ante los demás como dignos de exigir obediencia, sobre todo religiosos, pero también civiles. Ahora bien, en la práctica, el lema de la Ilustración ha acabado tirando, como suele decirse, el agua con el niño dentro.
Los clásicos como referentes individuales y colectivos
La idea de aprender sin tutores puede parecer muy atractiva, pero analizada con detenimiento resulta cuanto menos ingenua, tanto desde una perspectiva individual como colectiva. Como individuos, de alguna manera, todos aprendemos imitando lo que nuestros antecesores han hecho y nosotros hemos observado durante años, siempre que no entendamos por imitar, como habitualmente se hace por obra de este ideario, reproducir mecánicamente una acción precisa.
Por poner un ejemplo personal: yo aprendí a dar clase observando a mis profesores, de los que he tomado muchas cosas útiles que probablemente ellos habían tomado de los suyos. Por supuesto, no he tomado otras. Pero la observación de sus conductas ha configurado mi personalidad mucho más que algunas de las ideas que he adquirido de los pedagogos, no menos útiles para afrontar lo que suele denominarse el proceso de enseñanza-aprendizaje.
Esta experiencia es trasladable a cualquier otra profesión o institución social. Por tal motivo, la imitación posee un papel igualmente crucial no solo en la formación del individuo, sino como mecanismo de reproducción de la cultura. Los Antiguos lo supieron enseguida y la configuraron como el instrumento de transmisión del saber por antonomasia.
La educación con base en la imitación trataba de formar a partir del ejemplo de los autores más valiosos (los clásicos) y, a la vez, permitía generar un hilo conductor que vinculaba las nuevas obras con las grandes creaciones del pasado, haciéndolas reconocibles y entablando con ellas un diálogo continuado y fecundo.
Entender este diálogo como la tutela perversa de una autoridad previa que anula la propia creatividad podría llevarnos a declarar el carácter deleznable de las producciones del pasado, algo que para un autor griego o romano habría supuesto una incomprensible pérdida de las raíces culturales a partir de las cuales florece la diferencia específica de cada uno.
Los clásicos como estímulos para la creatividad
El lector pensará que la anterior afirmación resulta apocalíptica. Le invitaría a leer el proyecto de Ley Orgánica de Modificación de la Ley Orgánica de la Educación (LOMLOE), en el que las asignaturas de Latín y Griego no se mencionan como materia de ninguna etapa educativa, lo cual no sucedía desde la Ley de Instrucción Pública de 1857.
Como ya he señalado al comienzo, en varios foros se ha denunciado esta ausencia, que no garantiza por ley su presencia ni en el Bachillerato de Humanidades, aludiendo a la precariedad lingüística que afrontarán los futuros alumnos al verse privados del conocimiento de las raíces de su propia lengua. Esto, sin duda, es lamentable.
Pero lo es más el destino de verse privados de la posibilidad (¡tan solo la posibilidad!) de hallar, entre el enorme depósito de los clásicos, precedentes sobre los cuales construir el propio carácter y su acción comunitaria futura.
La situación es sumamente dramática, pues el proyecto ni siquiera se dedica a menospreciar la cultura clásica en concreto con argumentos que podrían rebatirse (o no), sino que es su total ausencia en el texto la que aboca al olvido a un pasado al que no se le reconoce ya autoridad como fuente de creatividad y que requiere ser sustituido por una formación dirigida únicamente a la cobertura de las necesidades del mercado de trabajo.
Es el signo de unos tiempos en los que hasta los discursos emancipadores presentan la necesidad de diferenciarse del pasado como el relato de aquello que nunca más debería repetirse. La idea que subyace a estas propuestas es que el pasado resulta indiferente para construir el futuro.
Contraponer creatividad e imitación –entendida como fuente de inspiración para extraer lo mejor de nosotros mismos, que es como la entendieron los Antiguos– supone desconocer el alcance de los principios básicos de ese entramado de culturas al que podemos denominar civilización occidental. La historia de las literaturas y de las filosofías griega y romana proclama con firmeza la perfecta compatibilidad de ambos conceptos: las creaciones deben contener cierta dosis de imitación para que la diferencia que en ellas habita pueda ser reconocida e integrada en un diálogo intergeneracional.
Ahora bien, este proceso supone a su vez el reconocimiento de aquellos humanos del pasado a los que proclamamos como autoridades, incluso cuando los combatimos para acabar rechazándolos. Por ello, es imprescindible seguir trasmitiendo en la educación secundaria toda esta fuente inagotable de creatividad. Suponer que no necesitamos precedentes y que nos bastamos a nosotros mismos para generar un futuro en el que habitar no solo es arrogante, sino peligroso.
La arrogancia suele conducir a la reiteración de lo ya dicho por ausencia de perspectiva histórica. Tristemente, hace ya tiempo que nos hemos acostumbrado a este mal. Pero un futuro sin precedentes tiene muchas papeletas para desembocar en la más pura arbitrariedad. Cicerón consideraba imprescindible dar a conocer los precedentes de todo pensamiento; solo así era posible entablar un diálogo que podía concluir en un acuerdo absoluto, en una discrepancia cordial o sencillamente no concluir, que es lo que sucede casi siempre en sus diálogos.
Necesidad política de la cultura y las lenguas clásicas
Por todo ello, la enseñanza de las lenguas y de la cultura clásicas posee un valor netamente político en la medida en que nos aporta un referente común a partir del cual construir e impugnar nuestros relatos como comunidad. No hay comunidad sin el diálogo que vincula a los vivos entre sí y a los vivos con los muertos. Despreciar este diálogo privando a los alumnos de establecer un primer contacto con los autores griegos y romanos en la educación secundaria no es sino el primer paso en el olvido de los referentes que nos unen. De ahí que el mayor daño que esta reforma, de aprobarse, perpetrará, será colectivo.
Si podemos predecir este hecho es porque alguien antes que nosotros lo dijo; y lo hizo en griego y en latín.
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