La historia de una pandemia que destruye el mundo la habíamos leído y visto muchas veces, nos la habían contado Boccaccio en su Decamerón, Albert Camus en La peste, Jack London en La peste escarlata o Mary Shelley en El último hombre, donde la autora de Frankensteinimagina una plaga que arrasa la Tierra en el siglo XXI. El rey del terror, Stephen King, publicó en 1990 Apocalipsis, donde el fugitivo de un laboratorio secreto transmite un virus letal a medio planeta, y en España tuvo éxito Apocalipsis Z, de Manel Loureiro, donde el ataque de un comando a unas instalaciones químicas en Daguestán, Rusia, genera una epidemia y un colapso internacional. Los contagios intencionados y las teorías de la conspiración protagonizan En el blanco, de Ken Follett; hay fenómenos misteriosos que hacen que la gente pierda la vista en Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago, y profetas como Dean R. Koontz, que en 1981 adivinó lo que nos pasaría 40 años más tarde: Los ojos de la oscuridad habla de un virus llamado Wuhan-400, desarrollado en un laboratorio de esta ciudad China hacia el año 2020.
La pregunta es si el resto de las predicciones apocalípticas de catástrofes naturales o artificiales que hemos conjeturado también pasarán de la ficción a la realidad. La llegada de los extraterrestres parece fantasiosa, pero acaban de descubrir una raya verde en Marte que dice que podría haber oxígeno y, por tanto, vida en otros lugares. Hay más amenazas: los maremotos, un deshielo que lo inunde todo, el apagado del Sol, la escasez del agua —un tema de fondo en las novelas de Rosa Montero de la serie de la replicante Bruna Husky— o la espada de Damocles voladora de esos objetos celestes que se podrían estrellar contra nosotros para extinguirnos como a los dinosaurios. Quién no ha visto películas como Meteoro, Deep Impact, Cuando los mundos chocan, Armageddon, Melancolía o 3 días, de Francisco Javier Gutiérrez, sobre un meteorito que destruiría la Tierra en 72 horas.
La Biblia habla de un castigo llegado de las alturas, de “granizo y fuego mezclado con sangre” y de cómo “la tercera parte de los árboles y toda la hierba verde se quemaron”. Edgar Allan Poe se refiere en La conversación de Eiros y Charmion a un astro que se lleva el nitrógeno de la Tierra y hace que el oxígeno la incendie y abrase. En En los días del cometa, de H. G. Wells, una roca espacial, al pasarnos rozando, origina tsunamis, terremotos y erupciones volcánicas. Y Arthur C. Clarke nos asustó con El martillo de Dios.
Pero esos riesgos existen también fuera de los libros. En la India, un meteorito causó el agujero donde está el lago Lonar, cuyas aguas ahora se han vuelto misteriosamente rosas. En nuestro siglo han caído asteroides sobre Sudán y Botsuana, frente a la costa de Brasil o en los Urales, donde el llamado Bólido de Cheliábinsk liberó una energía de 500 kilotones, 30 veces superior a la bomba nuclear de Hiroshima. Y por ahí se mueve el QQ23, descubierto en 2006, que tiene un diámetro de 173.000 metros cuadrados y viaja a 16.737 kilómetros por hora.
Todo eso, claro, si no nos anticipamos a nuestros miedos a una tercera guerra mundial que, como todo esto, es improbable pero posible: al fin y al cabo, somos nosotros quienes hemos inventado las armas que pueden destruirnos y si algo hemos aprendido del coronavirus es que, de un día para otro, no somos nada.
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