Había una vez un joven desgarrado por una situación afectiva crítica. Amaba con toda el alma a su bella esposa, y sentía también un gran afecto y un profundo respeto por su propia madre. Pero la relación entre nuera y suegra era tensa y, por celos tal vez, la encantadora joven llegó a ser tan malvada que concibió un odio infundado contra la venerable anciana. Y un día la joven puso a su marido entre la espada y la pared: o él iba a la casa de su madre y la mataba y le traía el corazón de la víctima, o la esposa abandonaría el hogar. Después de muchas dudas y vacilaciones, él cedió. El perturbado marido mató a la que le diera la vida, le arrancó el corazón del pecho, lo envolvió fríamente en un paño y regresó a toda prisa a su casa. Pero sucedió que en el camino el caballo del joven, desbocado en loca carrera, tropezó violentamente lanzando por los aires al desventurado jinete. Caído en tierra, oyó entonces él una voz que, saliendo del corazón materno, le preguntaba llena de preocupación y cariño: «¿Te has hecho daño, hijo mío?».
Este espantoso (en más de un sentido) apólogo de Émile Faguet se cita a menudo al hablar del amor materno y, por extensión, del amor incondicional en general (o incluso del amor divino: yo lo oí por primera vez en el colegio, en clase de religión). Y la verdadera pregunta final no es si el hijo se ha hecho daño al caer del caballo, sino quién está más dañado cerebralmente, la pérfida esposa, el hijo matricida, la madre con síndrome de Estocolmo ultraterreno, el autor del cuento o quienes lo proponen como sublime paradigma del amor materno.
Difícil elección. Pero tal vez el delirio más tremendo sea el de la madre inmolada que, inasequible a cualquier forma de decepción, ama incondicionalmente a su hijo, hasta el extremo de que no necesita ninguna muestra de gratitud, ni siquiera de piedad.
No necesita nada porque para ella su hijo lo es todo, y por tanto no es un ser real, sino una idea en el sentido platónico del término. Esa es la gran paradoja del amor incondicional. Amar a alguien incondicionalmente significa seguir amándolo sean cuales fueren sus palabras y acciones; pero los demás son su discurso y su conducta: puesto que no somos telépatas, no tenemos otros medios para saber y valorar lo que otra persona es. Por lo tanto, si quieres a alguien independientemente de lo que haga y diga, no lo quieres a él o ella (puesto que, en realidad —en la realidad— los demás solo son para ti lo que hacen y dicen), quieres a una entelequia que solo existe en tu cabeza. Por eso el amor incondicional es, en el fondo, tan frustrante, aunque a menudo no seamos conscientes de ello: porque no somos su verdadero objeto. Y por eso (sin descartar otras razones) muchos adolescentes rechazan, incluso con agresividad, las efusiones amorosas de sus madres. El falso ángel del amor incondicional, al caer por su propio peso de su inconsistente nube, se convierte en un diablo furibundo capaz de engendrar un resentimiento sordo similar al que despierta el demonio de la ingratitud. La solícita frase del corazón materno arrancado del pecho (perfecta metáfora del amor autoalimentado y desconectado de la realidad), más que subrayar la atrocidad del matricidio, sugiere una posible explicación.
Tanto la perfidia de la esposa que exige la sangrienta prenda de amor como la impiedad del hijo matricida podrían responder a la paradójica frustración que genera ser objeto de un amor sin base real, literalmente enajenado. Si pudiéramos explorar las más turbias profundidades de la psique, probablemente encontraríamos, tanto en el matricida como en su esposa, una enorme rabia generada por la oscura convicción de que el inagotable amor que supuestamente reciben —ella de su marido y él de su madre— en realidad pasa de largo sin verlos siquiera.
En este sentido, resulta instructiva una canción de Fabrizio De André, «La ballata dell’amore cieco o della vanità», que nos ofrece una versión irónica, por no decir paródica (si es que se puede parodiar algo de por sí esperpéntico), del apólogo de Faguet. En la recreación del cantautor italiano, la pérfida amada no se contenta con el corazón de la madre de su enamorado: luego le pide que se corte las venas, y mientras él se desangra, ella, tras un breve clímax narcisista al conseguir que un hombre se quite la vida por su amor, se da cuenta, consternada, de que él muere feliz, ebrio de pasión, mientras que a ella no le queda nada:
Ma lei fu presa da sgomento
quando lo vide morir contento.
quando lo vide morir contento.
Morir contento e innamorato
quando a lei niente era restato:
non il suo amore, non il suo bene,
ma solo il sangue secco delle sue vene.
quando a lei niente era restato:
non il suo amore, non il suo bene,
ma solo il sangue secco delle sue vene.
Decía Stendhal que el amor es como esas posadas españolas en las que uno solo come lo que él mismo lleva. Y donde, cabría añadir, uno se embriaga con su propio vino
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