Corre el año 1904. Usted yace en una mesa de operaciones. Aunque se encuentra en manos de algunos de los mejores cirujanos de Nueva York, tiene pocos motivos para estar tranquilo. La ciencia médica, es verdad, ha empezado a dar pasos de gigante, pero es un gigante que se encuentra todavía en la infancia. Puede que vayan a probar una nueva técnica quirúrgica con usted, por lo que su supervivencia depende tanto de la suerte como de que los doctores hayan acertado proponiendo una hipótesis cuya finalidad principal, además de salvar su vida, quizá sea la de adelantarse a otros médicos. Y tienen prisa por probarla. Si muere, nadie se acordará de usted en el futuro. Pero si vive, será el nombre del médico el que permanezca en los anales de la ciencia y no el suyo. ¿Esto le deja intranquilo? Espere, que todavía hay más motivos para la angustia. Justo antes de empezar, el cirujano jefe del que ahora depende su vida podría haberse inyectado el decimosegundo gramo de cocaína del día. Se inyecta, entre otras razones, para despejarse de los últimos resquicios del colocón opiáceo de la noche anterior. «Pero, ¿cuándo duerme el hombre que me va a operar?», se pregunta usted, aterrado, mientras la anestesia le empieza a hacer efecto. Buena pregunta. La respuesta es: no duerme. Y va a abrirle a usted en canal.
Cuando usted pensaba que el prototipo de médico drogadicto, soberbio e insociable se había agotado con el famoso doctor House, llega el doctor John W. Thackery, cirujano jefe del Knickerboker y protagonista de la serie The Knick. A principios del siglo XX, el Knickerboker era un hospital de prestigio situado en un barrio humilde de Nueva York. En The Knick, sirve como escenario para las tétricas andanzas de un grupo de médicos y enfermeras que condensan, indistintamente, lo mejor y lo peor del género humano. Sé que hablar de «drama hospitalario» puede traerle a la memoria culebrones del pasado donde el romance predomina sobre cualquier otra cosa, pero ¡nada de eso! The Knick tiene más en común con Deadwood, por su crudeza, o con Peaky Blinders, que con Anatomía de Grey. De hecho, no se parece en nada a esta última. The Knick es una serie oscura, retorcida, incluso incómoda de ver en ocasiones, sobre todo si tiene usted el estómago sensible.
Ni siquiera se parece a House, aunque comparta el concepto de un médico adicto a las drogas e infinitamente pagado de sí mismo. El doctor Thakery no se parece demasiado al personaje que interpretaba Hugh Laurie, que era básicamente una adaptación de Sherlock Holmes con un filo humorístico. No hay nada humorístico ni detectivesco en torno al doctor Thackery, un médico de vanguardia ambicioso, incapaz de tolerar el éxito ajeno y obsesionado con la obtención de la gloria científica hasta el punto de sacrificar su propia salud en pos de su carrera, mediante la ingesta diaria de cantidades de droga que matarían a un ser humano normal. El actor Clive Owen se mete en la piel de Thackery en lo que quizá termine siendo el mejor papel de toda su carrera. Hay veces en que no solamente las cualidades de un actor, sino incluso sus defectos, producen una combinación que se ajusta como un guante a determinado personaje. En el caso de Owen, todo suma para convertir su doctor Thackery en un clásico televisivo.
The Knick narra la evolución de la medicina como lo que fue, una pesadilla, pero su temática principal es la corruptibilidad inherente al ser humano. Thakery es un yonqui vanidoso, pero en el entorno del explosivo cirujano todos tienen sus propias facetas oscuras. Las envidias, la codicia, la mentira, la soberbia o la crueldad son las motivaciones básicas de muchos personajes, y aquellos que con todo intentan actuar por nobles razones, acaban también, pese a sus heroicos esfuerzos, salpicados por la espiral de inmundicia. The Knick retrata con dureza el mundo sanitario de otros tiempos, pero de una manera que podría extrapolarse fácilmente a la sociedad actual. Incluso un fenómeno que parece obsoleto, como el racismo de principios del siglo XX, es diseccionado de manera tan —convenientemente— quirúrgica, que resulta imposible no reconocer en nuestros días el mismo mal, exactamente con las mismas raíces y con manifestaciones que pueden ser distintas en intensidad pero no en su naturaleza.
Por ejemplo, cuando vemos a un médico negro que pese a su preparación es continuamente vejado y humillado por colegas y pacientes, no solamente vemos su indignación, la cual compartimos, sino que también asistimos, a veces, al proceso por el que él mismo parece acatar como inevitables determinadas actitudes racistas como si fuesen lo natural. Apliquen este mecanismo a cualquier otro personaje y situación de la serie. Hay verdugos y hay víctimas, pero no hay nadie inocente. Incluso los más bondadosos individuos sucumben inevitablemente ante sus propias faltas, que a veces no son propias, sino heredadas… hasta que las interiorizan y las hacen suyas. Todo esto es mérito de los guionistas, cuya agudeza psicológica es muy notable; es raro encontrar una serie en la que los recovecos interiores de tantos personajes, hasta los secundarios, sean tan bien explotados.
En The Knick, casi ningún personaje consigue satisfacer sus necesidades de manera saludable o limpia. Por ejemplo, tenemos a una inocente enfermera, hasta entonces virgen, que de repente experimenta la poderosa combinación entre drogas y sexo. Aunque no se convierte en adicta —únicamente se aplica droga en los genitales— ese recién descubierto apetito refuerza la adicción a las drogas de su pareja. Ante los ojos de los demás ella finge tratar de ayudar a que se desintoxique, pero su lascivia termina traicionándola. Este mecanismo de toxicidad aparece de una u otra manera en casi todas las relaciones entre personajes de la serie, sean del tipo que sean. Los guionistas, muy hábilmente, crean un juego de atracciones y repulsiones que funciona basándose en las necesidades, a menudo inconfesables, de cada personaje.
El resultado es que hay individuos esencialmente buenos, pero que tienen necesidades que cubrir y eso no siempre puede hacerse con la conciencia limpia. En consecuencia, todos están destinados a recibir su condena, que a veces es más severa y a veces menos, pero siempre resulta inevitable. Es como si sobre el hospital Knickerboker flotase un diosecillo malvado que disfrutase ejerciendo como juez, forzando a sus habitantes a someterse a unas altas leyes morales que siempre serán incapaces de cumplir. Combinar toda esta complejidad psicológica con un argumento entretenido no resulta nada fácil, pero The Knick lo hace de manera sobresaliente. Imaginen una Boardwalk Empire ambientada en un hospital. En esos niveles nos movemos aquí.
La ficción televisiva estadounidense no descansa, como podemos ver, y continúa atrayendo a grandes nombres del séptimo arte con la promesa de concederles una mayor libertad artística sin necesidad de renunciar a buenos valores de producción. Esto es lo que la cadena Cinemax hizo con el director Steven Soderbergh, el de Ocean’s Eleven, Solaris o aquella lejana pero eternamente interesante Sexo, mentiras y cintas de vídeo. Le ofrecieron dirigir una serie y no solamente hacerse cargo del episodio piloto, como suele hacerse para atraer a la audiencia con el nombre de un cineasta reputado. Ha podido dirigir todos los episodios y Cinemax reparó en gastos. Las series de época siempre son muy costosas, pero el listón está cada vez más alto y Soderbergh contó con todos los medios para llevar adelante su visión. ¿Resultado? Encontró un vehículo perfecto con el que poner en práctica numerosas ideas narrativas y visuales que quizá no encontrarían tanto hueco en un largometraje convencional. Así, no solo obtenemos al mejor Soderbergh posible sino también una serie cuya coherencia estilística es sólida como una roca.
Aunque nada de esto serviría si el director y el actor protagonista no se encontrasen en estado de gracia. Sumemos un reparto magnífico (¡magnífico!, a nivel de HBO), unos guiones muy inteligentes con diálogos sensacionales y una ambientación de primera, y obtenemos un nuevo hito para la televisión de los últimos años. Por ponerle un pero, la música es demasiado moderna y no encaja con la ambientación (sucedía lo mismo con Peaky Blinders) pero todos y cada uno de los demás aspectos de la serie se ensamblan como en una máquina bien engrasada. La primera temporada, de diez episodios, es una maravilla.
Enfermedad, sangre, egos, drogas, sexo, violencia, racismo, machismo, prostitución, miseria, locura… apenas hay un minuto de The Knick sin alguno de estos ingredientes, y aun así todo parece tan abrumadoramente natural, es tan verosímil la noción de que la humanidad de The Knick es la humanidad verdadera, que la serie nos conduce a una única conclusión: estamos todos jodidos por dentro.
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