Cuando vivía en Chicago, frecuentaba el Art Institute para admirar los cuadros de Edward Hopper, especialmente Nighthawks. Más tarde hacía lo mismo en Nueva York, en el Whitney; ambos museos cuentan con una excelente colección del pintor. Recordé esas visitas cuando, en pleno confinamiento, las redes se llenaron de imágenes de Hopper. Me preguntaba: ¿por qué Hopper nos habla tan de cerca estos días?
Edward Hopper es pintor de la soledad. De la soledad y el aislamiento. En algunos idiomas hay dos palabras que se traducen al castellano como soledad. En inglés hay la pareja solitude–loneliness, significando la segunda una soledad triste, no buscada. La misma pareja lingüística se encuentra en checo: samota–osamělost. Puede haber distintos puntos de vista, pero a mi entender Hopper pinta ambas soledades.
Nighthawks representa a cuatro personajes en un bar nocturno: un hombre y una mujer que no son pareja, sentados juntos, otro hombre más alejado en la barra, cada uno de ellos sumergido en su melancolía. Completa la imagen de la desolación el camarero, que lava las copas, y aunque contesta lo que le preguntan, su actitud muestra que no pierde el tiempo en habladurías: le urge que esos últimos clientes se marchen; en cambio ellos saben que si abandonan la ruidosa soledad del bar, su desolación no hará sino crecer. Los personajes de Nighthawks son un ejemplo de soledad en su acepción de loneliness. También lo es Hotel Room: una mujer que lee, cansada, en una habitación de hotel, con las maletas aún sin deshacer, detalle que proporciona un aire de provisionalidad al espacio. La mujer en Automat está sentada de noche en una cafetería vacía; su zozobra es patente también debido al hecho de que la chica se ha quitado un solo guante.
Melancolía, desequilibrio, desasosiego: ese es el estado de ánimo que expresan muchos cuadros de Hopper. Sus pinturas son un excelente ejemplo del llamado espacio liminal. El término liminal deriva del latín: limen significa umbral, de modo que espacio liminal se refiere al espacio que está más allá de lo familiar. En los espacios liminales uno tiene la sensación de encontrarse fuera de órbita, en lo desconocido. Es un espacio-tiempo transicional que puede llegar a transformar a la gente. Los bares, aeropuertos, viajes en tren o avión y hospitales pueden ser ejemplos de espacios liminales que casi siempre son viajes en el tiempo. Al igual que lo es el sanatorio de Davos en el que Thomas Mann situó su novela La montaña mágica, donde los enfermos intentan curarse de la tuberculosis y mientras lo hacen se transforman.
Durante el confinamiento, contemplaba los cuadros de Hopper en la pantalla de mi ordenador y encontraba que se sitúan en espacios liminales. Me doy cuenta de ello con más agudeza tras la cuarentena que acabamos de pasar. Se trataba de un tránsito entre dos realidades: una conocida, la normalidad que dejamos atrás hace más de tres meses; la otra, ignorada, la que nos espera cuando se acabe el tiempo de nuestra soledad. En ese espacio liminal de recogimiento obligado, mientras los medios nos bombardean con mensajes sobre el mundo temible que encontraremos al salir del encierro, nos sentimos como los personajes de Hopper: solos y desasosegados por lo que nos aguarda.
En nuestro mundo inestable, que Zygmunt Bauman describió con lucidez como líquido, Hopper es el pintor que mejor expresa nuestra ansiosa soledad. Sus cuadros hoy resultan proféticos.
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