Nunca se sabe dónde van a estar las historias esperándote, desde qué lugar remoto de la memoria empiezan a mover los hilos esperando el momento justo para poner el interruptor en marcha y cambiarlo todo. Uno puede haber nacido en una familia judía jaredí y vivir toda su vida en un barrio ultraortodoxo de Jerusalén, criarse en la disciplina de la fe y ser admitido en una de las yeshivás o escuela talmúdica más importantes, pongamos la Ponevezh Yeshiva, considerada la equivalente a Harvard para estudiar la Torá y el Talmud. Da igual que el inicio de la historia parezca inamovible, nunca está todo decidido,de repente, una especie de mecanismo interior puede ponerse en marcha y convencerte de que lo que tienes que hacer es dejarlo todo para estudiar cine.
Llegados a este punto ya tenemos claro que la vocación es una república del alma donde no hay ley o donde, al menos, hay una ley que se rige por algo que no siempre somos capaces a racionalizar. Aun así, esta historia es aún más enrevesada y por eso, más atractiva. Yehonatan Indursky tuvo mucha suerte, sus padres fueron tan extraordinarios que le permitieron renunciar a la escuela talmúdica y dedicarse a lo que quería sin renegar de él, como sería normal en una familia ultraortodoxa. Cuando ya estaba llevando una vida secular y había dejado atrás el estudio de la Torá y la vida religiosa, uno de los trabajos de la escuela de cine era rodar un corto acerca de una canción de su pasado.
La ventaja de vivir entre dos mundos es ser consciente de que existen códigos comunicativos, sean verbales o no, mucho más sutiles y que, normalmente, solo somos capaces de entender si conseguimos mirarnos desde fuera. A veces no basta hablar el mismo idioma para comunicar, hay mensajes mucho más fuertes que se transmiten por otros medios. Como su intención era grabar cerca de su antigua yeshivá, pensó que resultaría más fácil moverse y pasar desapercibido si volvía a vestirse con ropa de religioso en lugar de ir de secular. Ese día, de camino al punto donde iba a rodar, un compañero de facultad se sube al mismo autobús que él y pasa por su lado sin reconocerlo, en realidad, sin siquiera mirarlo. Ese es el punto exacto en que el interruptor de esta historia se pone en marcha, el momento de iluminación en que Yehonatan Indursky, uno de los creadores originales de Shtisel, relata cómo se dio cuenta, gracias a esa sensación de alienación momentánea, de que era esta la historia que había que contar y no otra. El problema, dice él, no es que la gente odie a los judíos jaredíes, es que, directamente, no los ve.
El problema de la ficción cuando ha tenido que retratar a las religiones, especialmente en sus versiones más extremas, es que, salvo honrosas excepciones, casi siempre se elige narrar desde el conflicto. Hay un personaje que quiere huir, que se enamora de quien no debe o que, simplemente, quiere ser cantante o modelo, cualquier cosa que vaya en contra de los valores de la fe. En ese punto la historia se transforma en un guerra contra el fanatismo y los personajes pasan a ser caricaturas planas. Nos gusta pensar que todos los que viven aislados en algún tipo de gueto están deseando huir y ser como nosotros, como todo el mundo. Nada más lejos de la verdad.
Ese fue el punto de partida cuando, años más tarde, Yehonatan Indursky se reunió con Ori Elon, el otro guionista y creador de la serie también con antecedentes fuertemente religiosos. El objetivo sería contar con precisión casi quirúrgica lo que nadie había podido ver hasta entonces, obligar al espectador a observar a las personas más allá de la ropa que vistan, el idioma que hablen o la religión que profesen. Así nació Shtisel.
La serie cuenta la historia de cuatro generaciones de una familia judía jaredí que vive en el barrio ultraortodoxo de Geula, en Jerusalén. El eje central gira en torno al patriarca, el rabino Shulem Shtisel, recientemente viudo, y su hijo más joven, Akiva. Por primera vez se retrata a una familia ultraortodoxa que le gusta su propio modo de vida, que quiere a sus hijos y a sus nietos, donde cada uno tiene problemas vitales normales al margen de sus creencias y de la tradición. Un hijo soltero que no encuentra pareja, un viudo que recuerda a su difunta esposa, los problemas conyugales de la hija mayor, la abuela de todos que acaba de mudarse a una residencia de ancianos y por primera vez tiene una televisión… La vida pasando, nada tan sencillo, nada tan poderoso.
La religión no tiene un papel central sino que es, más bien, parte del ambiente. Lo impregna todo pero no se discute, simplemente está ahí. Así, ningún personaje bebe agua sin decir antes una bendición, nadie entra en una habitación sin besar la mezuzá que está en el marco de la puerta e incluso, en algunos momentos, se ve cómo es difícil para ellos someterse a algunas de sus propias leyes, humanizándolos aún más. El tema central va mucho más allá de los pequeños gestos y la liturgia, como si fuese una novela naturalista con toques de realismo mágico, Shtisel observa sin juzgar a los personajes para luego dejar que el espectador reflexione sobre los lazos familiares, la búsqueda del amor, las relaciones entre los vivos y la memoria de los muertos. Los críticos la han comparado con Mad Men o con Los Soprano porque no busca explicar nada, solo es. Se cuenta a si misma sin juzgar.
La familia es un núcleo en el que apenas hay incursiones del mundo exterior, no las necesita, y las que hay son muy controladas, porque la historia está dentro, en la convivencia, no en el conflicto con lo secular. Las escenas se suceden con una delicadeza extrema y pulso preciso, sin demonizar pero tampoco idealizando gratuitamente.
Para recrear este microcosmos y que resultase creíble, al punto de que el espectador no reparase en nada más que en los personajes y dejase de lado el folclore religioso, Shtisel está creada con obsesión enfermiza por los detalles. No bastaba que uno de sus creadores hubiese vivido el ambiente en primera persona, se contrataron mashgiachs, o supervisores, para asegurarse de que no hubiese ni un mínimo error. Esto incluye también la cuestión del lenguaje, por una parte los personajes de más edad hablan entre ellos en yidis, el idioma propio de las comunidades judías del centro y este de Europa, y los personajes jóvenes hablan hebreo con una serie de variantes propias de los jaderíes que incluyen términos en yidis, askenazí y arameo.
La primera temporada de la serie se rodó en 2013 con un presupuesto bajísimo y ganó todos los premios que se podían ganar en Israel. Con la segunda temporada, en 2018, llegó a Netflix y, poco a poco, se ha ido convirtiendo en un fenómeno global. Ya está escrita la tercera temporada que empezará a rodarse en cuanto la pandemia lo permita. También han sido vendidos los derechos para una versión americana ambientada en Brooklyn de la que se hará cargo Martha Kauffman, creadora de Friends y que, probablemente, se emitirá en Amazon. Da miedo pensar que la industria americana ponga las manos en un producto tan delicado y con tantas sutilezas aunque por otra parte, supongo que es inevitable que quieran hacer su propia versión y es un sinónimo éxito, al fin y al cabo, la imitación es una forma de admiración.
Shtisel no fue escrita para los judíos jaredí sino para todos nosotros, para los que no somos capaces de verlos ni aunque pasemos a su lado. Aun así nunca hay que confiarse, las historias son capaces de llegar donde nunca pensamos y, una vez viajan libres, hacer nido en lugares que nadie espera. Los judíos jaredí de Jerusalén siguen devotamente las aventuras de Shulem Shtisel y su familia. No solo ven la serie sino que les encanta, la música de la banda sonora original suena en las bodas ultraortodoxas y muchas de las frases de los personajes han sido adoptadas por los hablantes como propias, esto último aún tiene más mérito teniendo en cuenta el desafío lingüístico que representaba esta serie.
Lo que demuestra Shtisel es que se consigue más empatía no contando las historias desde la pena. Que en un momento en el que las series se escriben casi a la carta para conectar con ciertos sectores de la población, centrándose en puros estereotipos, el retrato del natural consigue conectar la humanidad que habita en nosotros y enseñarnos que en el fondo, nuestra familia y la de un rabino jaredí de Jerusalén no son tan distintas. Que los conflictos generacionales son una constante alrededor de la que orbita la esencia humana. Que todos, en fin, buscamos vivir en equilibrio con la memoria, el presente y lo que esperamos ser. Así es como lo normal vence y se convierte en extraordinario y así es, también, como se consigue lo que era inimaginable, que nosotros empatizásemos con judíos ultraortodoxos y que los jaredí vean la televisión.
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