Todo el mundo sabe que la solución a cualquier mal informático es resetear o reiniciar el ordenador, eso de «No sé, apaga y vuelve a encender, a ver si se arregla». Y lo bueno es que se arregla. Muchas veces se arregla. El proceso de reinicio de un ordenador restaura la lógica interna y devuelve la CPU, la memoria principal y los controladores de los periféricos a su estado inicial.
Todo esto hace que se resuelvan algunos problemas que se hayan podido dar durante el último uso del ordenador. Pero nadie dice que esos problemas no puedan ocurrir otra vez. El ordenador no aprende de los errores que le han llevado al reinicio. Es verdad que algunos sistemas operativos dicen que envían un informe de fallos para poder detectar cosas que dan problemas. Pero no sé si esos informes serán muy útiles o si se perderán como lágrimas en la lluvia, ya saben.
El caso es que cuando el ordenador está colapsado, cuando no queda otra que darle al botoncito, uno repasa mentalmente cuándo grabó por última vez eso tan fundamental que estaba haciendo. Hay una ley no escrita, probablemente corolario de la de Murphy, que establece una correspondencia proporcional entre la importancia del trabajo sin guardar y la probabilidad de que se bloquee el ordenador y haya que resetear. Y claro, normalmente, el estado de cosas tras el reseteo supone un retroceso. Nos alivia saber que podemos volver a empezar, sí, pero no es lo mismo.
Nosotros no tenemos botón de resetear, ni nuestros errores tienen la opción de reinicio cuando hemos metido la pata hasta el fondo. Y aun cuando a veces somos capaces de revertir apenas los efectos de nuestros desatinos, nunca la situación vuelve a un estado previo. Y no lo digo con resignación o fastidio, sino con esperanza y cierto alivio, porque precisamente ahí radica la superioridad de nuestros reseteos humanos: podemos aprender de ellos. La experiencia de la fragilidad es maestra en lo personal y en lo colectivo. La vulnerabilidad es la madre de muchas buenas decisiones, por mucho que dé vértigo experimentarla.
Incluso en esto de los errores tenemos ventaja no ya con respecto a las máquinas, sino con respecto a la propia naturaleza. Un predador de la sabana, un león, puede permitirse fallar en la carrera tras una gacela. Se le escapará, pero tiene más intentos casi seguro. Sin embargo, una presa no puede permitirse fallos. La gacela, si falla, muere.
Nosotros (como sociedad, digo) siempre tenemos otra oportunidad por mucho que estemos en situación de presa. Lo estamos viviendo de una manera sin parangón en la historia reciente y en nuestra nueva actualidad: los acostumbrados a reinar en la cadena de predadores somos ahora presa de un león invisible y microscópico pero letal.
Y aun en esta situación, nuestra capacidad colectiva nos ha conseguido un botón de reinicio, un salto de un par de metros evitando la garra del cazador, una opción de volver a encender. No la usemos para devolver nuestro disco duro a su estado inicial; grabemos el trabajo tan importante en el que estamos: comprender la propia fragilidad, hallar su esencia.
Cuando el ordenador se le colapse y tenga que «apagar y encender, a ver si se arregla»,consuélese pensando que la computadora sí que es el único animal que tropieza mil veces en la misma piedra. Frente a ella, nosotros sí que podemos aprender y, por ejemplo, comenzar, quizá, a tener esas copias de seguridad de nuestro trabajo, eso que dejamos siempre para otro día. Cuidado, gacelilla, Murphy acecha.
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