«El amor ya no existe», decía Robert Musil hace noventa años. «Solo queda la camaradería y la sexualidad». Pero a veces no queda ni eso mismo, tal como se entendía un siglo atrás.
El «amor libre» (la joie de vivre) de los años sesenta puso la sexualidad como eje glorioso de la relación amorosa. Luego, esa proclama fue creando tantos problemas, imposturas o trivialidades que no se llegó muy lejos pero, de todos modos, el «amor libre» inspirado en la idea de Wilhem Reich que atribuía parte de la potencia revolucionaria a la energía del orgasmo (el orgón) que actuaba simbólicamente. De hecho, con el ambiente consumista que se aupó en el 68, hacer el amor a troche y moche encontraba su correspondencia en la viva impulsión a comprar aquí y allá. El movimiento estudiantil resultó ser una vanguardia. Pero no tanto política, puesto que acabó en nada, como una vanguardia del nuevo modelo económico y social.
No iban pues desencaminados los alborotadores efímeros. Tanto los movimientos de liberación de la mujer como el amor libre promovían una igualación que desde el unisex de las peluquerías llegaba al unisex de los derechos. Del amor romántico, contemplado como un penoso vestigio, se pasó a la fiesta del deseo, y de la verbena del deseo, a la importancia de las «ganas». Lo mismo que paralelamente sucedía en el mundo comercial, como no podía ser de otro modo.
¿No podía ser de otro modo? No podía serlo porque la relación amorosa, pese a su mística, siempre ha respondido a las leyes del intercambio. Lo mismo que las otras cosas, incluida la religión. Uno entrega esto para recibir lo otro. Uno paga un precio (en represión, en riesgo, en devoción) a cambio de recibir un bien que compense el precio pagado.
Del amor romántico, casi blanco, se paso a la sexualidad, encarnada, y de la sexualidad, años después, en el siglo XXI, a la pornografía de todos los colores y perversiones de todos los tonos, dentro y fuera de la red.
Puede ser que, a lo largo de la historia, el amor en cuanto materia prima no haya cambiado demasiado, pero en cuanto producto sí. Entre la alta burguesía y la nobleza del siglo XIX, el amor romántico apenas contaba. Las bodas eran alianzas de poder político, social o agropecuario, y los sujetos se atenían a esta norma. Paralelamente, el amor romántico pudo desarrollarse bien entre la clase obrera, donde no había nada que intercambiar que no fuera el sentimiento y las funciones domésticas.
Los novios se elegían no por pretender incrementar su potestad social mediante la alianza, sino por el gusto y la complementariedad del otro. Por parte de la mujer se ponderaban las facultades del hombre para proteger a la prole y prestarle una compañía feliz, por parte del hombre, Dios sabe qué sueños unidos a la atracción física. Pero incluso los flechazos puros fueron también, en sus principios, propios de la clase obrera, y la prueba es que un Romeo y Julieta resultaba tan excepcional que se convirtió en un superlativo ejemplo histórico.
La Iglesia católica, por su parte, ha tenido mucho que ver en los romances, puesto que consideró al amor no como un mero pasatiempo divertido, sino como un sacramento, y muy serio. En el matrimonio tradicional, bien controlado por la Iglesia, las uniones se proyectaban para toda la vida y la unión sexual no resultaba lícita sino en el interior de la institución bendecida. Se inmiscuyó tanto la Iglesia en los matrimonios que hasta el siglo XVIII prevenía contra los coitos nocturnos puesto que, en su parecer, los niños podrían nacer consecuentemente ciegos.
La sexualidad fuera del sacramento se selló como pecado mortal que, como tal, fue asociado a castigos horrendos, fueran las letales enfermedades venéreas como los irreparables daños que afectaban tanto a la esencia de la columna vertebral como al funcionamiento del cerebro.
Sexo y catolicismo han calcado el binomio entre infierno y cielo. La Virgen era virgen y a Jesucristo no se le atribuía devaneo alguno. Lo único que amaba la Iglesia era el matrimonio que, en su versión más querida, lejos de permitir una dialéctica pasional, iba encaminado a fundir los cuerpos en una misma carne y en una misma sangre. Es decir, en un solo sexo epiceno. Un sexo sin excitación ni revuelta.
Esta querencia biológica concretada en la monstruosidad de fundir dos carnes y sangres en una, procuraba grandes ventajas doctrinales. Tratar de ser una misma carne y una misma sangre conllevaba un proyecto cuya finalidad, además de aniquilar la juerga del sexo, consistía en promover la productividad. Tanto la masturbación como la coyunda sin propósito de procreación se estimaban como despilfarros horrendos.
Los seres humanos, según la Iglesia, habían venido al mundo para amar a Dios y para producir hijos (para Dios). Ni mucho menos para refocilarse y confundir la cama con una diversión antes que con una plataforma de reproducción. En estas condiciones, el amor por el amor significaba lo peor de lo peor.
Ciertamente, la Iglesia tradicional no se hallaba económicamente desorientada. Precisamente, para el «capitalismo de producción» que regía durante el siglo XIX y primeros años del XX, lo importante era de un lado ahorrar y, de otro, invertir.
Frente al capitalismo de consumo, que necesitaba crear una demanda amplia y variada, el capitalismo de producción se centraba en elaborar las materias primas que procuraba el primer capitalismo («capitalismo de extracción») agrícola y minero.
El capitalismo de producción añadía valor a las materias primas, daba hijos implementados con la cristiana educación familiar. Cónyuges esposados para siempre, mezclando sus humores y olores en una misma habitación y una cama hasta el fin de sus días. Amores reproductores para honrar a Dios.
La Iglesia odió el sexo. Le espantaba esa confluencia de secreciones calientes y solo se admitiría, como decía san Pablo en su primera epístola a los Corintios, cuando iba a ser mejor casarse que abrasarse. Nada de amor libre sino amor estabulado.
Amor que antes de la boda ahorraba sexo, a la manera en que los burgueses ahorraban dinero en los bancos para favorecer la inversión y la subsiguiente producción mayor. La mujer, especialmente, ahorraba en gozo sexual antes del matrimonio. Y toda su autorrepresión virginal era también, durante ese plazo, un importante factor para la represión masculina. En lo alto, la luz del himen sin estrenar.
Por esto, cuando se habla del «movimiento de liberación de la mujer» debe también celebrarse la liberación sexual para los hombres. Ambos se liberaban conjuntamente, como no podía ser de otro modo.
De formar una misma carne y una misma sangre pasaban a convertirse en amos de su cuerpo diferencial. La materia sagrada se desleía hasta hacerse y el amor manaba como una fuente de placer sin finalidad.
Con este patrimonio disponible, ¿qué sentido tendría entregarlo unívocamente? ¿Una pareja para toda la vida? Ni la casa, el reloj de pulsera, el coche o el empleo fueron ya para toda la vida. La inmovilidad es negativa y lo que impera hoy como un mandato incuestionable es el cambio y la innovación. El «cambio» es la promesa inseparable de todo partido político, sin importar su signo. E innovación es la etiqueta que distingue el progreso y la prosperidad. ¿Cómo continuar pues con una pareja invariada en ese apabullante entorno de cambios incesantes?
El «juntos para siempre» es tan inconsecuente como aberrante. No habrá desaparecido por completo el romanticismo, pero ¿quién duda de que el enamoramiento se percibe como algo viejuno al estilo de la tarta al whisky, el cóctel de gambas o el melocotón en almíbar? Nada ni nadie censura el enamoramiento, pero ¿qué pasa con el empleo y la actual exigencia laboral?
En Estados Unidos antes y en Europa ahora, el candidato ideal para un empleo es aquel que se designa como de «lastre cero». Es decir, aquel que no vive apegado a un lugar, condicionado por una creencia religiosa, mediatizado por una familia y psicológicamente atado a un gran amor. El «lastre cero» es incompatible con el sujeto enamorado. Demasiado sujeto para poder cambiar de sitio, alterar sus horarios, viajar y cumplir, en general, las funciones que requiere una empresa moderna, flexible y portátil. ¿Enamorarse? No solo el enamoramiento ancla a la persona enamorada, sino que la distrae en su entrega a la corporación.
Aunque no todo es cosa de las empresas. Las elecciones de cualquier tipo se hallan impresionadas hoy por el imperio del cambio y la innovación. Una pareja permanente tabica la clase de vida, repite los conflictos o incluso la calma como una rutina que lleva a la nostalgia de la novedad. La gente desea viajar, probar sabores nuevos, sorprenderse, estrenar. Paralelamente, una nueva pareja proporciona todo esto gracias a propiciar una nueva identidad. Las parejas de hecho apenas siguen viviendo juntas más de cuatro o cinco años, y las casadas se divorcian cada vez más.
Una nueva pareja reproduce a gran escala el gozo del nuevo televisor, el nuevo coche o el nuevo móvil, tanto porque el anterior o la anterior ofrece menos prestaciones como porque harta más que nunca su repetición. Antes de 1970, en España se pretendía conservar lo que sufría alguna avería buscando pronto su reparación. Y así ocurría dentro de las parejas para toda la vida y que no funcionaban del todo bien. Resultaba pesada, sosa o conflictiva esa convivencia, pero tratábamos de apañarla antes que reemplazarla.
El capitalismo de consumo terminó, sin embargo, con esa fórmula e instó masivamente al cambio por lo nuevo y mejor. La ya conocida estrategia de la «obsolescencia programada» de los fabricantes hace mención a esta intención de servirnos productos perecederos en un plazo relativamente corto. Una bicicleta nos duraba, ella misma, casi una eternidad, pero ahora apenas resiste la pronta sustitución por otra.
El amor como pura materia prima acaso no haya variado mucho, pero como producto elaborado ha cambiado una barbaridad. Al amor no cabe llamarlo —del todo— un artefacto, pero, de facto, es un meme del modelo general que traspasa la naturaleza de los actuales bienes. Una nueva pareja comporta un nuevo argumento y con él una probable inauguración personal. Un nuevo coche es un medio para realizar otros viajes, pero, además, una pareja es, de por sí, otro paraje. Cambian los hábitos, cambian las vistas, cambian las aficiones y hasta los hijos que ahora provienen de una nueva combinación. «Me amas y por lo tanto soy», decía Clement Rosset. Soy otro gracias a la nueva e inédita inyección de amor.
El amor no está de moda, decían hace treinta años Pascal Bruckner y Alain Finkielkraut en El nuevo desorden amoroso. Si el amor ha vuelto a ser moda en nuestros días ha sido gracias a esta ondulante utopía del ecologismo, el voluntariado, los animalistas y las ONG. Este amorío sería como una suerte de segundo humanismo basado insólitamente en el cambio climático y los spas.
El primer humanismo, el de las Luces y los derechos del hombre, se basaba en la ley y en la razón. Pero este, en el sentimentalismo y la paz interior. De todas formas, ¿quién puede afirmar que nos deja satisfechos? Y, sobre todo, ¿quién puede afirmar que nos compensa frente al terrorismo y la vasta economía criminal?
No hay amor-amor al que agarrarse con la mejor fuerza. Pero, seguramente, ahí chisporrotea el verdadero amor de hoy. Amamos pero no para siempre, nos relacionamos pero no nos comprometemos. La red es ahora la viva representación de todo ello. Relacionados pero a distancia, conectados pero no embolicados.
En Estados Unidos acuñaron hace años la expresión de living apart together para referirse al modo de convivir con la pareja sin compartir los mismos muros. Cada uno en su casa y hasta cada uno en diferente ciudad. Conmmuters que se ven los fines de semana o solo unos días al mes, pero que se declaran como las parejas más felices y enamoradas de la nación. Vivir juntos agobia y, a diferencia de las ratas, los seres humanos necesitan mantener intervalos entre sí, sus carnes y sus pensamientos. Incluso, podría decirse que, en el extremo amoroso, muchos prefieren hoy respirar antes que suspirar. Ya lo decía Chateaubriand (y eso que era Chateaubriand). Decía:
¡Qué cansado es ser amado, realmente amado! ¡Qué cansado es convertirse en la carga de las emociones de otro! Convertir a alguien que se considera libre, siempre libre, en recadero de las responsabilidades (…) ¡Qué cansado es tener que experimentar, de una manera o de otra, forzosamente, alguna cosa, tener forzosa- mente, incluso sin reciprocidad real, que amar también un poco.
François-René de Chateaubriand (1768-1848), vizconde, político, ministro, historiador y católico insigne, escribió notablemente El genio del cristianismo (1802), pero, sin duda alguna, su obra más relevante fue Memorias de ultratumba, publicada póstumamente en dos volúmenes (1849-1850). Y no debe de ser un simple azar. Desde la misma ultratumba, desde donde todo se ve a contraluz, Chateaubriand, anticipadamente muerto, vio, aun siendo muy romántico, lo que sin romanticismos ni otras zarandajas se iba preparando para un largo tiempo después.
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