"Había una vez una tierra de caballeros y campos de algodón llamada el Viejo Sur…" Así comienza ‘Lo que el viento se llevó’ y, sin entrar a debatir sobre si muchos se han quedado en el puñado de frases de la introducción (que caben en un tuit, eso sí) y no se han molestado en ver las casi cuatro horas de película completa para valorarla, la polémica sobre su prohibición se ha convertido en actor principal de la ola de protestas contra el racismo que toma las calles de Estados Unidos. Con ello, ha mezclado en la misma olla en ebullición el pecado original del país -el esclavismo- y su principal manifestación en el siglo XXI: la brutalidad policial. La segunda es consecuencia de no haber digerido lo primero y los mayores ejemplos de racismo institucional han venido de la mano de cargas policiales.
Que se lo digan a la Tulsa de 1921, cuyo recuerdo ha encendido la enésima controversia por celebrar Donald Trump un mitin en una ciudad que es símbolo de la represión contra los negros en las mismas fechas que el país celebra su día del fin de la esclavitud (19 de junio). Todo en Estados Unidos se conecta a la esclavitud y todo en la nación más capitalista del planeta esconde sus razones en el colchón de los datos económicos.
Empezando por los orígenes, aquel Viejo Sur donde los caballeros y las damas vivían junto a los negros (como si fueran especies distintas) antes de que estallara la Guerra Civil era una tierra tan rica como que el algodón copaba más de la mitad de las exportaciones del país (de cuyos beneficios sacaban su gran tajada los banqueros e inversores de Nueva York) y en sus campos se recogía el 75% del producto de todo el planeta. Eso suponía que, de haber sido un país independiente como quisieron ser los estados que fueron a la guerra contra el Norte en 1861, hubiera sido el cuarto estado más rico del mundo de entonces, según el estudio ‘A deplorable scarcity’, de Fred Bateman y Thomas Weiss.
En cualquier caso, al principio de la guerra, el entorno del Mississippi al sur de San Luís sumaba las mayores rentas per cápita de toda la nación y entre 1840 y 1860 los estados de la zona volaban económicamente muy por encima de los del norte. Es más: justo antes de las primeras explosiones, el nivel de vida al sur de la línea Mason-Dixon acababa de superar a sus vecinos y era equiparable a la Italia… de un siglo después, una vez recuperada plenamente de la Segunda Guerra Mundial.
Esta última comparación pertenece a ‘Time on the cross: The Economics of American Negro Slavery’, una investigación realizada por el premio Nobel de Economía Robert Fogel y Stanley L. Engerman. Publicada en 1974 ha sido objeto constante de polémica a la vez que una referencia a la hora de extirpar datos y comparativas del pasado para intentar verlos con ojos del presente. En líneas generales, el libro relativiza algunas suposiciones en torno al esclavismo, como que estaba de capa caída antes de la guerra o que se trataba de un sistema económico intensivo de mano de obra pero poco eficiente.
Ninguna de las dos cosas. Era un negocio al alza lejos de su techo. Los esclavos eran una commodity de primer orden, una inversión cuyo valor crecía año tras año. Más de medio siglo antes, en 1805, había en Estados Unidos alrededor de un millón de esclavos cuyo valor total se calculaba en torno a unos 300 millones de dólares (precios de entonces). En 1860, ya había cuatro millones, el 40% de la población total de los 11 estados sudistas, y su valor ‘de mercado’ ascendía a los 3.000 millones (una quinta parte del PIB total, si se cruzan los datos con las estimaciones oficiales del Gobierno).
En lugares como Alabama, los esclavos generaban casi la mitad de los ingresos totales de su riqueza, según un estudio del economista de la Universidad de Washington, Gerald Gunderson. En los siete estados que cultivaban algodón en su conjunto, la cifra supera el 30%. No solo tenían más renta que los comerciantes de Nueva York o Boston, sino que prácticamente la mitad de todo el PIB sureño tenía un origen muy específico.
Pero, ¿cuánto costaba un esclavo? Como toda ‘mercancía’ estaba sujeta a las leyes del mercado y la Guerra Civil explotó una burbuja que, según el polémico libro del Nobel Fogerman, habría crecido otro 50% antes de terminar el siglo de no haber mediado la guerra. Hasta entonces, la evolución era ascendente: si en 1800, cada persona de color se compraba a un precio entre 400 y 600 dólares, en 1850 esa cifra estaba ya en 1.500 y para 1860 era común encontrar precios en torno a los 3.000 dólares por ser humano.
En total, cuando el confederado Lee y el yanqui Grant firmaron la paz en Appomattox en abril de 1865, el Sur se quedó sin una capacidad productiva de unos 4.000 millones de dólares (si se suman los 3.000 que sumaban los esclavos y el resto en cuanto a pérdidas humanas del conflicto bélico que jamás volvieron a sus granjas y esas plantaciones que, sin mano de obra por una u otra razón, se agostaron). Además, la guerra sumaría una factura cercana a los 7.000 millones de dólares entre los dos bandos, más de la mitad del PIB nacional y metería a la nación en una espiral de deuda, déficit y crisis encadenadas en las décadas siguientes.
Todo ello, desde la óptica macroeconómica, sobre la que los estudiosos americanos han debatido a menudo si no hubiera sido más barato, menos traumático y más directo que el Norte pagase al Sur el precio de todos sus esclavos para forzar su emancipación. No fue así. Y desde lo social o lo humano, la herida de la esclavitud perduraría durante otro siglo más en las leyes y en la vida en un tercio de la nación, que es lo que se tardó en conseguir que cualquier negro pudiera votar libremente en cualquier lugar del territorio americano. Porque las enmiendas 13, 14 y 15 de la Constituciónse aprobaron y ratificaron poco después de la Guerra de la Secesión pero también se permitió durante décadas que cada Estado pusiera limitaciones al sufragio. La Voting Rights Act, impulsada por Lyndon B Johnson al calor de los movimientos liderados por Luther King, es de 1965. Con todo, no extraña que hasta la campaña de reelección de Obama en 2012, el porcentaje de negros que ejerció su derecho constitucional no superase la participación entre los blancos. ¿Miedo, hartazgo o desconfianza?
El gasto policial
Tal y como han probado las manifestaciones de todo tipo tras los asesinatos de negros en las últimas semanas, se trata más de lo segundo. La herida nunca se ha cerrado y la conquista plena de los derechos es tan reciente (poco más de lo que lleva la democracia española) que es imposible que no brote ante cualquier injusticia. El americano de color sigue sin confiar en las autoridades, ya sean políticas o su brazo ejecutor: policiales. Así que una de las reclamaciones más extendidas ha querido atacar donde más duele, a la inversión en los 'azules'. Dejar de invertir en policía y hacerlo más en cuestiones sociales. Desde la misma Mineápolis a las dos ciudades más importantes, Nueva York y Los Ángeles, han anunciado recortes en sus plantillas. Desde la Casa Blanca, Donald Trump, ha advertido sobre estas decisiones y ha incidido en que el Gobierno federal no sigue ni comparte la senda.
La pregunta que surge es si las cifras que manejan las comisarías son tan elevadas como para reclamar su ajuste inmediato. Según datos del Urban Institute, los gobiernos locales y estatales (que son los que disponen de policía como tal, ya que el FBI, por poner un ejemplo conocido para todos, es una agencia federal, es decir, de ámbito nacional) destinan el 4% de su gasto total a la Policía (unos 115.000 millones de dólares frente a los casi 25.000 millones, en torno al 2% del PIB, que dedica España en todas sus fuerzas policiales). La política social, con un 22%, y la educación, con un 21%, se llevan las mayores partidas en ciudades y estados americanos. Además, en los últimos 40 años ese porcentaje apenas ha variado.
El gasto en policía por persona en Estados Unidos es de 354 dólares, con el Distrito de Columbia claramente por encima de la media (al ser un territorio minúsculo repleto de edificios oficiales, se desvirtúa la cifra): 910 dólares per cápita. La segunda plaza no cumple los requisitos de escaso tamaño o poca población, ya que Nueva York y sus 529 dólares por persona es la siguiente en la lista. Alaska y California rozan los 500 mientras que los lugares menos policiales son Kentucky (186) y Virginia Occidental (217).
Llevándolo al número de efectivos (el personal es más del 90% del presupuesto total), se repiten los patrones: Washington y Nueva York son las ciudades con más policías por habitante: 640 y 610 por cada 100.000 residentes, respectivamente. La controvertida Mineápolis apenas suma 240, y Atlanta se va a los 400. En comparación, y según la última actualización de Eurostat, España tiene 360 agentes por cada 100.000 habitantes, más o menos las cifras de Nueva Orleans y Los Ángeles, y algo por encima de los 326 de media de la Unión Europea. Chipre, con 585 (Grecia, Croacia y Malta casi tocan los 500 cada una), lidera el ‘estado’ policial del Viejo Continente. Filandia, con 137, y Di-namarca y Suecia (que no llegan a 200) son el lado contrario.
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