La gratitud perfecta
Publicado por Carlo Frabetti
Es bueno sentirse obligado a corresponder; pero es mucho mejor tener ganas de hacerlo, encontrar placer en ello, vivirlo como el desarrollo de una buena relación más que como la liquidación de una deuda. La etimología es reveladora, en este sentido: la «gratitud» es, literalmente, la condición de lo grato, es decir, lo agradable, lo que produce placer y bienestar, del mismo modo que «amable» significa, literalmente, «que puede ser amado». En ambos casos, la bisemia es expresión de una reciprocidad espontánea y gozosa.
Si la gratitud más genuina, la grata-actitud, es la fórmula mágica que rompe el maleficio de la soledad y nos conecta afectivamente con los demás, la ingratitud es la maldición que rompe el beneficio supremo de la amistad, y que daña sobre todo a quien incurre en ella. Porque si ser objeto de la ingratitud es recibir una puñalada trapera, ser su sujeto es tragarse el puñal, convertirse en una bomba de relojería. La propia palabra lo dice todo: el ingrato es el no grato, el desagradable por antonomasia. Muéstrale al ingrato su verdadero rostro y sentirá horror de sí mismo. Pero no es fácil, porque la ingratitud es una forma de ceguera selectiva, una ofuscación egotista que impide ver al otro como tal, y al no ver al otro, el ingrato deja de verse a sí mismo, pues el otro es el espejo necesario. No es casual que en italiano riconoscenza (reconocimiento) signifique gratitud, pues el agradecimiento supone reconocer —volver a conocer— al otro en lo que ha hecho por ti. El ingrato se niega a reconocer al otro en su generosidad y a sí mismo en su incompletitud, en su necesidad de los demás. La ingratitud es hija de la soberbia, como dice Cervantes, pueril fantasía de omnipotencia, egotismo despiadado, narcisismo suicida.
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