miércoles, 6 de mayo de 2020

Instrucciones desastrosas para resucitar en el infierno

Publicado por 
El cineasta Jon Foy junto a una placa Toynbee en Filadelfia, Estados Unidos, durante la grabación de Resurrect Dead, 2011. Imagen: Steve Weinik / Land of Missing Parts Productions.
Vamos a morir todos. Pero vamos a resucitar en Júpiter. Este es el secreto algo alarmante que desde hace más de treinta años vienen propagando las placas Toynbee por el mundo, desde Filadelfia hasta Santiago de Chile, de Washington D. C. a Buenos Aires. Incrustadas en el asfalto de autopistas, en túneles, entre las franjas de los pasos de cebra o en la mismísima Times Square, las cerca de doscientas placas Toynbee llevan lustros anunciando la fatídica resurrección eterna interplanetaria y también incendiando la imaginación de periodistas, artistas urbanos, fanáticos conspiranoicos y documentalistas de leyendas urbanas de todo tipo. Porque de las placas Toynbee (feas, raras, mal confeccionadas) se sabe poco más aparte de su ubicación, pero el misterio más potente no es su mensaje, por muy críptico que sea. El enigma que aún no se ha resuelto después de mil intentos es el de su autoría. 
Todo empezó en los ochenta, cómo no. Qué tendrán los ochenta, esa década en Kodachrome que ocultaba la sonrisa sin labios de Reagan a poco que rascaras. Sabemos que empezaron a colocarse en esos años en que MacGyver y Alf nos hablaban desde la pantalla de acuario de nuestros televisores, pero no fue hasta mediados de los noventa cuando Justin Duerr, un ilustrador veinteañero que malvivía repartiendo comida a domicilio, descubrió una noche la primera placa en su barrio de Filadelfia. Ahí, en el asfalto de la solitaria calle de Chestnut Hill.
TOYNBEE IDEA
IN MOVIE ´2001
RESURRECT DEAD
ON PLANET JUPITER
Eso decía: «Idea de Toynbee / En la película 2001 / Resucitar muertos / En el planeta Júpiter». Tal como cuenta en el documental Resurrect Dead de Jon Foy, que fue premio a la dirección en Sundance en el 2011, cuando descubrió la placa, de unos treinta por quince centímetros (el tamaño de una matrícula de coche), solo se extrañó. Era bastante rara y por supuesto no tenía ni idea de lo que quería decir. Probablemente había pasado cien veces por encima sin verla, además, así que empezó a prestar más atención por donde pisaba en sus recorridos nocturnos por la ciudad o al salir de la casa okupa donde vivía. Muy pronto encontró otras en los alrededores, la mayoría en las calles Chestnut y Waltnut, su barrio, pero también por toda la ciudad. Por decenas. 
Fue a la biblioteca pública y entró por primera vez en su vida en Google (eran mediados de los noventa, con el buscador recién nacido). Introdujo «Toynbee Tiles», ¿y qué encontró? No encontró nada. Pero sí descubrió quién podía ser Toynbee o al menos vio dos referencias. La primera era sobre un relato de Ray Bradbury que se publicó en un Playboy de 1984, en el que un periodista entrevista a un hombre que viaja en el tiempo mediante el «Toynbee Convector». La segunda le pareció más razonable, dentro de lo que cabe. Arnold Toynbee fue un historiador inglés de principios de siglo que escribió la muy voluminosa A Study of History en doce tomazos que le llevaron a ser portada del Time en marzo del 47. Su tesis venía a ser algo así como que la civilización avanza cuando se enfrenta con éxito a determinados retos gracias al esfuerzo intelectual de pequeñas minorías lideradas por la élite. Todo más o menos (o para nada) bien hasta ahí, pero quizás pocos repararon (eran doce volúmenes) en que en su autobiografía propone que las moléculas muertas podrían ser «resucitadas» por los científicos cuando dispusieran de la técnica adecuada. Era una idea descabellada. Era un pensador cristiano. Para los años sesenta ya nadie hablaba de Toynbee. Salvo las placas. 
Pocos años después de su primera búsqueda en internet y ya en 1999, Duerr volvió a teclear «Toynbee Idea» y entonces sí. Aparecieron una buena docena de referencias. Había placas en Nueva York, Baltimore, Boston, Washington D. C., la mayoría en el noreste del país. Se especulaba con que el autor fuera europeo porque en una citaba Dover, Inglaterra, y porque tanto Kubrick como el historiador Toynbee vivían allí. Todas las placas fotografiadas eran muy parecidas, con pequeñas variaciones pero siempre citando a Toynbee. En muchas se añadían textos contra los judíos, la mafia o «los federales». En algunas, sin embargo, ponía «Kubrick´s 2001» en lugar de «Movie ´2001». 
2001: Una odisea del espacio (1968) con el tiempo ha resultado ser uno de los mayores hits de la historia del cine, pero recordemos que en su momento chirrió bastante porque no iba destinada al público infantil, tal como era lo corriente en pelis de ciencia ficción. La gente se comió mucho la olla con 2001, sobre todo con la secuencia final, cuando el astronauta Dave Bowman (¿David Bowie?) llega a las proximidades de Júpiter, donde encuentra el monolito negro flotando en órbita y luego muere para renacer en el muy sesentero niño de las estrellas. Al principio fue un fracaso de taquilla, como todas las de Kubrick, y lo único que la salvó de que la retiraran de las salas antes de tiempo fue que algunos dueños se dieron cuenta de las legiones de teenagers que venían a ver la secuencia de la puerta de las estrellas puestos hasta arriba de tripis. Quizás alguno de estos chavales solitarios y de pellas permanentes fue el autor de las placas. Lo que sí es seguro es que este, antes de las placas Toynbee, hizo algo parecido e igualmente desesperado por llamar la atención de los medios de comunicación. 
La primera referencia sobre Toynbee y el temazo de resucitar en el espacio exterior que Duerr encontró fue de febrero de 1980, cuando una noche Larry King (entonces en la radio, no en su programa de televisión) recibió una llamada en directo a eso de las tres de la madrugada de un hombre que pedía ayuda para colonizar Júpiter según las teorías de Toynbee. Parece que volvió a llamar unas cuantas veces más, algo muy frecuente en este tipo de programas tan querido por insomnes y paranoicos y vigilantes jurado. De estas llamadas no quedaron registros sonoros, pero parece que el late night de King lo escuchaba nada menos que David Mamet, quien en 1985 publicó 4 a. m., una pieza de teatro de diez minutos en la que un oyente llama al programa de Larry King pidiendo ayuda para colonizar Júpiter, tal como indica Toynbee. Curiosamente, cuando en el 2006 las placas Toynbee ya empezaron a llamar la atención de la prensa estadounidense, Mamet declaró en una entrevista que las placas eran un homenaje a su pieza de teatro, marcándose una bonita pirueta de patinaje artístico porque muy probablemente, vistas las coincidencias, fue él quien utilizó la idea del anónimo. 
Más o menos entonces, el 13 de marzo de 1983, apareció publicada en el Philadelphia Inquirer una noticia de apenas una docena de palabras en la que se instaba a colonizar Júpiter con los cuerpos de todos los muertos, tal como se indica en la película 2001: Una odisea del espacio. La firmaba el periodista Clark de Leon. Cuando Jon Foy le entrevistó para su documental, De Leon explicó que la nota provenía de una llamada al periódico de un tal James Morasco, en representación de la Minority Association. Dijo que la voz de Morasco sonaba educada y segura de sí misma, pero no pudo dar más pistas. James Morasco. La Minority Association. Dos nombres al fin de los que volveremos a oír poco después, en 1985.
En 1985 empezaron a aparecer pasquines mal pegados por los muros de las calles de Filadelfia. Tenían el mismo mensaje que las futuras placas y acababan con una nota a pie de página, la frecuencia de onda corta de una radio pirata. Por entonces la gente del barrio de Chestnut Hill recuerda cómo era muy frecuente estar viendo la tele de madrugada, Channel 3 por ejemplo, y que la emisión se interrumpiera por unos segundos con una voz que hablaba de colonizar Júpiter y de un tal Toynbee hasta que recuperaban la señal normal. Así lo contaron a Justin Duerr cuando fue a la Convención de Radios Pirata del 2006, donde no tuvo el menor éxito al preguntar en público sobre el tema de las placas Toynbee, hasta que una asistente a la convención le llamó por teléfono al día siguiente. Le dijo que el radioaficionado de la onda pirata también era el autor de los pasquines. Su nombre era James Morasco.
Buscaron en la guía de teléfonos de Filadelfia y lo único que encontraron fue a un James Morasco que era carpintero. Comprobaron por los comentarios de los vecinos que por los años ochenta tendría unos setenta años, con lo que no parecía cuadrar. Consiguieron hablar con él por teléfono. Aseguró no tener nada que ver con el tema. Murió en el 2003, fecha tras la que han seguido apareciendo placas por la ciudad.
Quienquiera que fuera el autor de los pasquines, de la noticia en el Inquirer y del hackeo con ondas pirata, y viendo que no conseguía la repercusión esperada, a mediados de los ochenta decidió cambiar de táctica para avisar al mundo de cómo salvar a la especie humana y confeccionó la primera placa. La elaboración no es complicada: se recorta el mensaje en una plancha de linóleo y luego se pega con cola entre dos láminas de alquitrán, como un sándwich. Después se deja sobre la calzada. El calor hace que se incruste en el asfalto y el paso de los coches acaba arrastrando la capa superior de alquitrán, dejando el mensaje a la vista. Como todo, esto es sencillo cuando ya está hecho, idearlo es otra cosa. Hace falta mucho tiempo muerto o estar muy desesperado o muy aburrido. O muy loco. Las placas además aparecen en lugares bastante poco accesibles a pie, como en medio de una autopista o a mitad de un túnel. En cualquier caso, todas están en inglés, incluidas las que se encuentran en Río de Janeiro o Buenos Aires. En la placa de Santiago de Chile, además del mensaje habitual, aparecía por primera vez escrita una dirección. La dirección de una calle en Chestnut Hill, Filadelfia. 
La casa en Chestnut Hill es de ese tipo de lugares a los que los quinceañeros apuestan entrar a medianoche para luego salir pitando en bicicleta. Con las ventanas cegadas y dos candados en una puerta que casi nadie ha visto abrirse en mucho tiempo. Cuando Duerr y el equipo de Foy llamaron, varias veces, no consiguieron que nadie contestara. Le escribieron un mensaje al dueño y lo deslizaron por debajo de la puerta. Pero no ocurrió nada. Sí se encontraron con multitud de pruebas de las placas en el asfalto de los alrededores, palabras sueltas y pedazos mal pegados de linóleo. Preguntaron a los vecinos. El dueño de la casa era un tal Sevy Verna, al que llamaban Birdman porque le gustaban mucho los pájaros. Le gustaban tanto que cuando era pequeño recogía las palomas muertas de la calle, las cubría de cemento y las guardaba en casa, donde sus padres regentaban una funeraria, nada menos. Pero poco más podían decir de él. No salía nunca de la casa, era muy callado, hacía la compra en un deli cercano a las tres de la madrugada. Duerr consiguió hablar con la madre de Verna. Le dijo que su hijo no tenía nada que ver con las placas, que sufría una enfermedad pulmonar y que no había salido nunca de Filadelfia, mucho menos de Estados Unidos. Sin embargo, una de las vecinas les comentó que Verna tenía un coche muy viejo que a veces sacaba por la noche. Con una antena de radio. Y que este coche no tenía suelo, solo el asiento del conductor. 
Todo cuadró de golpe: la emisora pirata que emitía por la calle interfiriendo la señal de televisión, el coche sin fondo que le permitía dejar caer las placas directamente desde el asiento en los lugares más insospechados. Un vecino de origen latino les comentó también cómo una vez entraron en la casa de Verna y le amenazaron con una navaja al cuello porque tocaba el acordeón de madrugada. Era un tipo raro. No hablaba con nadie.
En la Convención de Radios Pirata acabó por cerrarse el círculo cuando uno de los asistentes les dijo que recordaba a un tipo que en los ochenta le pidió utilizar su mismo apartado de correos. El tipo se llamaba Sevy Verna. Este apartado de correos era el mismo que tenía James Morasco. El aspecto físico y la máquina de escribir y el número de teléfono eran también los mismos. Así llegaron a la conclusión lógica, dentro de lo que cabe, de que James Morasco era el seudónimo que Verna quiso utilizar de cara al público en los ochenta.
De Sevy Verna acabaron sabiendo su nombre, pero apenas nada más. Nunca lo vieron. Duerr tenía cierta idea de qué pinta tenía por las señas que le habían dado los vecinos. Vivían en el mismo barrio, Verna y Duerr, y rara era la noche en que no lo buscaba, hasta que una madrugada, al salir de pillar algo de comer en la calle, se encontró una placa recién colocada en el suelo, estaba fresca aún, no llevaría ni un minuto. Buscó por la manzana a toda carrera, gritando «Toynbee Idea», pero nadie apareció por allí.
A Sevy Verna le han salido varios imitadores que replican sus placas, quizás House of Hades, de Buffalo, sea el más prolífico. Porque las placas, sorprendentemente, siguen apareciendo. En Wilmington, en Delaware, en Baltimore. No sabemos quién es Verna, pero sí lo que pretende. Quiere que resucitemos todos, no sabemos cuándo, ni cómo, en un planeta aterrador que es todo gas y tormentas a mil grados bajo cero. Todos salvo probablemente los periodistas, para lo que tiene una bonita dedicatoria en varias placas que dice así: «Murder every journalist. I beg you». Cargaos a todos los periodistas. Os lo ruego. 

No hay comentarios: