Los tambores del suicidio ya sonaban con fuerza durante la noche larga de Petrópolis. El término «noche larga» no se acuña en este texto por casualidad, es la etiqueta que ha decidido colocarle Stefan Zweig a la pesadilla que se cierne sobre su Europa en particular y sobre el mundo en general. Los nazis avanzan y el planeta se estremece. Allí, en la remota ciudad brasileña, el escritor austriaco sabe que no le queda demasiada cuerda al reloj por el que tanto ha luchado para dejar que avance el segundero. Siempre le había tenido miedo a la muerte, suele ser esta una característica general entre los suicidas. Al huir de Austria para recorrer el mundo delante de las tropas alemanas, había dejado el miedo de lado. Ahora, de pronto, la angustia. Observa de nuevo el reloj, detenido ya: no hay peor miedo que el que desaparece con la angustia.
Esa última noche ya no quedaba espacio en su memoria para las noches londinenses, donde había temido en silencio los bombardeos de la Luftwaffe que todavía estaban por llegar. Tampoco para sus días neoyorquinos, cuando ni la tumba de Whitman sofocaba la ansiedad persecutoria (qué diferencia con la ópera centroeuropea, pensó siempre). Se iban difuminando poco a poco las tardes brasileñas, donde detrás del paseo aparecían su pasión francófona, su Montaigne, su Flaubert. Sí quedaba espacio sin embargo para Lotte, la secretaria por la que había abandonado a su mujer. Así que dialogó con ella un día cualquiera de cualquier año y tomaron la decisión. Los dos cadáveres (ya lo eran antes del cianuro) se acostaron sobre la cama perfectamente ataviados para la muerte. La foto de los dos suicidas abrió los periódicos días más tarde. En ella aparece una mesilla sobre la que descansan varios objetos sin valor, el vaso para el cianuro y una carta. Aquellas, sus últimas líneas, todavía lloran:
Prefiero terminar mi vida en el momento adecuado, justo, como un hombre para quien su trabajo cultural fue siempre la más pura de sus alegrías y también su libertad personal, la más preciosa de las posesiones en este mundo. Dejo saludos para todos mis amigos: quizá ellos vivan para ver el amanecer después de esta larga noche. Yo, más impaciente, me voy antes que ellos. (Carta póstuma, Stefan Zweig).
Porque el pasado asesina tanto como el presente. Aún más si lo recordado se mueve entre ambos planos: hay escenas que se repiten continuamente, como si no supieran salir del hoy. Primo Levi ya era consciente de esto el día que atravesó las puertas de Auschwitz, intuyendo que nunca más saldría de allí. Porque nunca salió, a pesar de ser liberado meses más tarde. Su obra, construida en parte sobre los pilares de su estancia en los campos de concentración, es un canto a la supervivencia. Pero he aquí que de nuevo se mezclan los planos, el presente juega con el pasado y viceversa. Levi no fue capaz ya nunca más de distinguir ambos, y de aquella confusión nacieron títulos tan maravillosos como Si esto es un hombre, La tregua o Los hundidos y los salvados.
Especialmente importante se antoja el último de los títulos. La distinción entre hundido y salvado, entre ganador y perdedor, persiguió para siempre la fragilidad del escritor italiano. Y es fragilidad porque no se puede utilizar otro término con alguien que nunca conoció el tacto de la mujer antes de entrar en Auschwitz, y solo el miedo a los bombardeos turineses le había permitido intuirlo a través del abrazo de una vecina. Muchos años después, su mujer se topó con el cadáver de Levi estampado contra el suelo, sin soportar las heridas producidas por la caída a través del hueco de la escalera. Numerosas cartas a diversos amigos contemplaban la posibilidad del suicidio, por lo que en un primer momento todo el mundo de la literatura se agarró a esa posibilidad. Después llegaron los rumores, las teorías conspiranoicas, el miedo a la realidad. Pero es Primo Levi, el niño enclenque al que no abrazaron, el hombre derrotado que dependía del antidepresivo. La única realidad es que Auschwitz le dio la vida, sosteniéndolo gracias al testimonio y a la crítica, y… Auschwitz se la quitó.
Todo el mundo descubre, tarde o temprano, que la felicidad perfecta no es posible, pero pocos hay que se detengan en la consideración opuesta de que lo mismo ocurre con la infelicidad perfecta. Los momentos que se oponen a la realización de uno y otro estado son de la misma naturaleza: se derivan de nuestra condición humana, que es enemiga de cualquier infinitud. Se opone a ello nuestro eternamente insuficiente conocimiento del futuro; y ello se llama, en un caso, esperanza y en el otro, incertidumbre del mañana. (Si esto es un hombre, Primo Levi).
No muy lejos (todos los derrotados caminan juntos) Paul Celan había visto cómo toda su familia iba desfilando por los campos de exterminio nazis con el único refugio de la literatura como vía de escape. El horror, el pánico. Muchos años después, el escritor se aleja de la muerte. En Celan se observa un matiz que no aparece en Levi o en Zweig. En toda su poesía hay una lucha constante por diferenciar lo que realmente es necesario para sobrevivir, lo que se le antoja moralmente exigible al ser humano. Hablamos de una época en la que el existencialismo golpea con fuerza de manos de su vecino Jean-Paul Sartre o de su íntimo enemigo Heidegger. Es decir, la hoguera del «yo» arde con fuerza. Celan añade a ese desarrollo personal dos términos que ya han aparecido por el párrafo: el horror, el pánico. Si a esto le añadimos la influencia surrealista, queda para el lector un corpus poético inigualable. Parafraseando a Levi, en el poeta sí se intuye la infelicidad completa.
Una mañana de abril, un pescador parisino encontró flotando el cuerpo sin vida de Paul Celan. Se había arrojado al Sena olvidando para siempre el drama que supone sobrevivir a tu familia y, sí, por desgracia, salvarte del exterminio por un gorgoteo del destino. Dejaba atrás varios años de reclusión en clínicas psiquiátricas, el olvido de su mujer y su hijo. El verso de Celan deja en la historia de la literatura las huellas de esa memoria, y la certeza de que hay sufrimientos que deben pesar sobre el futuro. Al registrar su casa, por cierto, las autoridades encontraron la biografía de Hölderlin, el demente más cuerdo de todo el Romanticismo. Ahí estaba Celan, como en el caso del poeta alemán, tejiendo la malla que une locura y lucidez sobre la poesía universal.
Grita: sonad más dulcemente. La muerte, la muerte es un maestro
venido de Alemania.
Grita: sonad con más tristeza, sombríos violines, y subiréis como
humo en el aire,
y tendréis una tumba en las nubes.
No se yace estrechamente allí.
venido de Alemania.
Grita: sonad con más tristeza, sombríos violines, y subiréis como
humo en el aire,
y tendréis una tumba en las nubes.
No se yace estrechamente allí.
(Fuga de la muerte, Paul Celan)
Bertolt Brecht y Thomas Mann, amigos y maestros, observaron juntos el desarrollo de las tropas nazis por todo el mundo. Alemanes ambos, el pavor y la mentira que promovía el régimen de Hitler les provocaba más vergüenza propia que ajena. Uno, Mann, es el espejo de la revolución novelística del siglo XX. Por decirlo de algún modo, es el Joyce o el Proust de la cultura germánica. El otro, Brecht, ha revolucionado un teatro anquilosado, y se alinea con el despegue que provocó para este género el surrealismo. Evidentemente, al régimen le incomodaba tener a semejantes monstruos en contra, por lo que la persecución tendría que ser feroz para acallar sus reflexiones. Sus libros ardieron, sus figuras se alejaron, pero la crítica siguió allí.
Ambos cambiaron el destino de su arte. Mann se dirige al pueblo alemán a través de la radio americana, intentando destruir al gobierno desde la conciencia de sus fieles. Brecht escribe Terror y miseria del Tercer Reich, una obra que ataca al motor de la Alemania nazi, es decir, al periodo prebélico, a la conciencia del pueblo, a las bases del partido nacionalsocialista. Una vez apagado el fuego de la guerra, los espíritus se van apagando. Ambos fallecen pocos años después, con sus familias destrozadas. Incluso a los genios les transforma un desastre, y hay en ese giro de sus obras el rastro de sangre de una memoria olvidada. Perseguidos, desterrados, condenados al oscurantismo. Las mentes más potentes de la cultura alemana perecieron bajo el miedo.
La guerra va a empezar.
No hay gemidos ni quejas
ni murmullos de viejas.
Música militar.
Son niños y mujeres.
Cinco años, no te mueres,
pero otros cinco vendrán.
Traen a enfermos y ancianos,
eran todos hermanos…
Ejército alemán.
No hay gemidos ni quejas
ni murmullos de viejas.
Música militar.
Son niños y mujeres.
Cinco años, no te mueres,
pero otros cinco vendrán.
Traen a enfermos y ancianos,
eran todos hermanos…
Ejército alemán.
(Terror y miseria del Tercer Reich, Bertolt Brecht)
Hay un verso que cruza por el comienzo que Brecht idea para su obra de teatro que se antoja clave: «otros cinco vendrán». La literatura sobrevivió a la guerra como sobrevivirá a cualquier episodio, pero sus marionetas han quedado sepultadas bajo los escombros del recuerdo. La más icónica de estas marionetas, Ana Frank, lo había dejado claro en su célebre diario: «¿Cómo hacer con una memoria tan desdichada como la mía? ¡Prefiero no pensar en lo que será cuando tenga ochenta años!». El futuro, todos los protagonistas de este texto lo sabían, se detuvo para siempre bajo los bombardeos alemanes. A veces, la memoria es más potente que el gas de las cámaras.
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