La última noche de su vida, Raymond Carver, enfermo terminal de un cáncer de pulmón que se le había extendido a la cabeza, vio una película en vídeo en el salón de su casa en Port Angeles, Washington. Después, le dio un largo beso de buenas noches a su esposa, se fue a dormir y ya no se despertó. Fue una despedida muy coherente con el estilo de un escritor que dedicó su carrera a encerrar dramas ancestrales y universales en entornos de cuatro paredes domésticos, cotidianos y muy reconocibles. La película elegida para esa última noche también tuvo su coherencia: Ojos negros, adaptación de varios relatos de Antón Chéjov con Marcello Mastroianni de protagonista. Carver siempre tuvo en Chéjov un modelo a seguir (un retrato del autor ruso colgó durante años sobre su máquina de escribir) y el último relato que publicó en vida, «Tres rosas amarillas», narra la noche en que Chéjov, enfermo de tuberculosis, bebió champán en su lecho de muerte antes de su último suspiro. La brutal elocuencia de Carver, su capacidad de delinear con extrema claridad y crudeza la realidad más fiera e inevitable, mutó aquí en una especie de premonición fatal, pues poco tiempo después de publicar el relato Carver supo que también él, como Chéjov, padecía fatalmente del pulmón. Cuando fue evidente que su muerte sería cuestión de semanas, Carver se entregó a una lúcida y tranquila asunción de lo inevitable, a toda la placidez familiar y doméstica que la enfermedad le permitió, y compuso varios poemas finales, conclusivos, extrañamente serenos en ocasiones, a modo de cierre de cuentas con la vida. Escribió sus últimos versos pocos días antes de morir ese 2 de agosto de 1988. Tenía cincuenta años.
Posiblemente el más celebrado escritor americano de relatos breves de la segunda mitad del siglo XX, Carver ya había muerto antes: el 2 de junio de 1977, el día en que tomó su último trago. Arrancaba entonces su etapa abstemia, sin vuelta atrás, con la que ponía fin a las dos décadas que la botella había convertido en materia prima inagotable para su torturado universo literario: el de la Norteamérica blanca, pobre y borracha de hogares asolados por trabajos precarios de ocho a cinco y noches de insomnio, whisky y hielo. En 1958, a los veinte años, casado, con dos hijos, varios oficios mal pagados y una incipiente vocación literaria imposible de satisfacer, su vida había emprendido una lenta devastación a grandes sorbos. Su relato «¿Dónde está todo el mundo?» describe un hogar de peleas continuas, cuernos frecuentes y amantes que se instalan en casa para ejercer de padre con toda naturalidad. También de hijos rotos pero altivos, destrozados pero felices, que se saben adolescentes libres e independientes cada vez que las circunstancias, bastante frecuentes, les permiten reírse de las borracheras de papá y mamá, disfrutar del espectáculo, recrearse en la miseria de esa casa y recopilar anécdotas que contar a los amigos. El relato es pura autobiografía que Carver vierte sobre el papel con la misma inmediatez con la que se le vierte encima un vaso, empapándolo. En una ocasión le dijo a Maryann, su esposa por entonces, que, si tuviera que elegir entre su carrera literaria y su matrimonio, no dudaría. Ella se buscó entonces dos trabajos, como telefonista y camarera, para traer algo más de dinero a casa y evitar así que su marido tuviera que tomar esa decisión. En otra, ambos se embarcaron ebrios en un avión y ella pasó el vuelo dándole puñetazos mientras él se secaba la sangre con un pañuelo. Y en otra Carver estuvo a punto de matarla tras seccionarle una arteria junto a la oreja al reventarle una botella en la cabeza. Tras separarse de Maryann y dejar definitivamente el alcohol, Carver dedicaría parte de sus años de sobriedad a tratar de dar un sentido a esas dos décadas y a salvar la relación con sus hijos, a los que describió con seca claridad como «una influencia maligna en mi vida».
En sus relatos Carver abre por tanto su propia herida personal, lacerante y etílica, pero el tono evita la mera sucesión de tragedias, y se manifiesta en ellos cierta ansia de plenitud, de salvación final, de epifanía, de un sentido elevado que se esconde tras el drama. La esperanza suele llegar, y siempre sorprende por su inevitabilidad, por su inesperada, clarividente trascendencia. Carver dice que el infierno esconde puertas secretas hacia cierta idea del paraíso, fugaz pero reveladora. Esa redención final sobrevuela en mayor o menor medida casi todas sus colecciones de relatos con la excepción, bien conocida, de De qué hablamos cuando hablamos de amor, núcleo de uno de los debates editoriales más estimulantes de la última década.
La relación profesional de quince años entre Carver y su primer editor, Gordon Lish, duró el tiempo que ambas personalidades se complementaron. Carver, alcoholizado y siempre al borde del precipicio, tenía motivos para pensar que debía su estabilidad financiera, y con ella su vida, al hombre que le sacó de la sombra, publicó sus primeros relatos y cimentó su reputación. Lish, un tipo envarado y directo, todo decisión, halló en ese tipo inseguro un molde perfecto para ejercer de Pigmalión, adaptando su prosa a conveniencia hasta rozar, si no superar, la coautoría. No conocemos en completo detalle qué parte del estilo del primer volumen de relatos de Carver (¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?, 1976) se debe a Lish, pero en cambio existen en la historia de la literatura pocos ejemplos tan documentados de la labor de edición como el del trabajo que Lish hizo con el segundo de ellos: De qué hablamos cuando hablamos de amor, considerado una obra capital de Carver desde su publicación en 1981 hasta que en 2009 su viuda publicó el borrador original, sin depurar, de los diecisiete cuentos que componen el volumen: supimos entonces que Lish había prescindido del cincuenta por ciento de las páginas, reduciendo algunos relatos hasta en un ochenta por ciento. También había cambiado varios finales, y sobre todo había enterrado el tono salvífico de Carver y toda posible salida esperanzada gracias a unos párrafos afilados como cuchillas, a diálogos reducidos a ráfagas de metralla y a esos finales que se reciben como una navaja en las entrañas, y que en los ochenta fueron saludados como «el genuino estilo Carver».
Lish, una verdadera leyenda del sector editorial americano, todavía lamenta que su vasto currículum viva a la sombra de la polémica edición de De qué hablamos, el libro que llevó a Carver a la estratosfera y del que él fue una especie de artista no invitado, coautor en la sombra y genio comercial a la vez. A sus ochenta y seis años aún mide sus pasos al tratar el tema en las entrevistas, sabiendo que cuando un editor vivo llama «mediocre», «de un estilo excesivamente sentimental» y «desagradecido» a un muerto elevado al panteón literario tiene las de perder. En los días sobrios en que Carver disfrutaba su vida recobrada y saboreaba el reconocimiento de De qué hablamosjactándose en público de su integridad autoral nunca violada, un alucinado y resentido Lish consultó a su círculo de amigos y clientes la pertinencia de airear su papel en el éxito del libro. Don DeLillo le aconsejó que no lo hiciera: «Tendrás a los lectores en tu contra, porque no pensarían en el escritor tan dependiente de su editor, sino en cómo este les ha complicado la lectura de las historias, convirtiéndolas en un ejercicio de ambigüedad en el mejor de los casos. Eso sí: conserva muy bien las pruebas».
Lish siguió el consejo, y años después de la muerte de Carver conocimos con todo detalle no solo ambas versiones del texto, sino también la correspondencia entre ambos en los meses previos a la publicación, que funciona como ejemplo directo del océano de indecisión e inseguridad que atraviesan los alcohólicos en rehabilitación. En sus cartas Carver se mueve entre la protesta y la adulación, entre el terror y la súplica. Se sabía cargado de buenas razones para impedir que su obra se publicara mutilada de esa manera, pero quizá pensó que un enfrentamiento público y directo con su editor le llevaría de vuelta a la botella. Y pasó por el aro.
¿Qué versión es mejor? Las dos y ninguna. La lectura de Principiantes (título de la colección original, del borrador no depurado) está pervertida para los restos, porque nos convierte a los lectores en editores, avisados, siempre alerta, pensando en qué quitaríamos aquí y allá. La de De qué hablamos maravilla e indigna por igual. Ambas reservan enormes placeres: en Principiantes se reconoce ese estilo expansivo y limpio del Carver posterior, o el que durante años se identificó como posterior, pero que ya estaba allí. Es decir, el Carver de los relatos incluidos en las colecciones Catedral y (como se editó en España) Tres rosas amarillas: el autor de esa prosa lúcida y sencilla que encandila a los aspirantes a escritores, pues consigue relativizar la dificultad de la escritura de relatos breves. Cuando te pones a ello y no te sale un cuento decente ni a patadas la admiras aún más. La economía de medios de De qué hablamos, por su parte, tiene un punto casi lisérgico e irreal en su capacidad de construir tan certeros golpes bajos con tan pocos medios. Si Carver lanza largas y serenas miradas a sus personajes, Lish solo mira al lector, al que espera con un cuchillo tras las esquinas. Las historias de Carver respiran; Lish busca y encuentra los mejores momentos para enrollarte una bolsa en la cabeza y dejarte, sí, con la boca abierta, como en las películas. Pero la gran diferencia temática es la ausencia total de epifanías en De qué hablamos, esos momentos finales tan propios de Carver en los que sus personajes rotos disfrutan de un momentáneo instante de plenitud redentora, y que Lish detestaba y entendía como el ejercicio sentimental de un escritor mediocre. Entre sus supresiones destacan dos de las más queridas de los lectores de Carver: el anciano exalcohólico y amargado que solo consigue conciliar el sueño cuando incluye en su oración por su mujer enferma de cáncer a los hippies que le han hecho trampas al bingo («Si ello te place») y sobre todo el memorable final eucarístico de «Algo sencillo y bueno», seguramente el más conocido cuento de Carver (ya sabe: el niño Scotty, el accidente, el pastelero), que Lish mutiló en todo un ochenta por ciento en la que es probablemente la más inequívocamente indignante de sus decisiones.
En 1983 se publicaría el volumen Catedral con once nuevos relatos junto a una versión prácticamente íntegra de «Algo sencillo y bueno», un cuento que es a Carver lo que «El nadador» a John Cheever o «Un hombre bueno es difícil de encontrar» a Flannery O’Connor. Y es que las tornas habían cambiado: las adicciones de Carver quedaban ya atrás y se había alejado del abismo que entrevió tras descubrir tres años antes los recortes de Lish, pues el éxito de la obra casi ajena que es De qué hablamos no desmontó su estabilidad mental, más bien al contrario. Paradójicamente le dio la seguridad y autoridad para escribir entonces a Lish: «Te pido que esta vez seas mi editor, y no mi negro literario». El equilibrio se había roto, la colaboración profesional ya no podía continuar entre personalidades tan similares. Fue el fin de su relación. Empezó entonces un fenómeno muy divertido en retrospectiva: la crítica especializada, siempre tan atenta a unir los puntos a conveniencia entre las obras y las biografías, saludó lo que entendía como «el nuevo estilo Carver», identificando en las muchas epifanías de los nuevos relatos el pulso vitalista de un hombre curado de sus adicciones y recuperado para el mundo. Porque la crítica literaria, como la de cualquier tipo, es un grácil paseo por el vacío.
Otro de los factores determinantes en la redescubierta seguridad de Carver fue sin duda su segunda mujer: la poeta Tess Gallagher, pareja estable durante todos sus años de sobriedad, figura central de la segunda etapa de su vida y garante hoy de su legado literario. Gallagher fue primera lectora, revisora y correctora de todo su trabajo en los ochenta. A ella debemos la edición de Principiantes, y, por si su publicación no bastara para enredar a los círculos literarios mundiales en seminarios y debates interminables sobre qué entendemos exactamente por autoría, la poeta vino a avivar la mecha al desvelar que los dos celebradísimos relatos que dan título a las últimas colecciones de Carver, Catedral y Tres rosas amarillas, fueron ideas suyas que pensaba escribir, pero su marido se le adelantó a darles forma en papel.
En realidad, que Carver sea un escritor con un estilo tan identificable no deja de tener mérito tratándose seguramente del narrador de obra breve más acechado por las reivindicaciones autorales de las grandes personalidades de su entorno. Dos ejemplos más: millones de lectores supieron seguramente de él por vez primera tras el visionado de Vidas cruzadas (Short cuts, 1993) obra coral de otro león de la selva estilo Lish, de otro tipo igualmente dado a cagarse en las epifanías: Robert Altman nada menos, que inundó la película, adaptación libre de nueve cuentos y un poema del autor, de toda su mordacidad, cinismo e inteligencia y de casi nada realmente propio de Carver, en general. Por otro lado, en la más reciente Birdman un atormentado Michael Keaton se descoyuntaba intentando sacar adelante una adaptación teatral del relato «De qué hablamos cuando hablamos de amor», pero todo ese exuberante juego sarcástico acerca de un autor en frenética búsqueda de la respetabilidad tenía más de universal que de específicamente basado en la experiencia de Carver.
O quizá no, porque Carver voló, y voló alto al final de su vida. Siempre se consideró tan poeta como prosista, y en sus poemas finales, escritos con la certeza de una muerte inminente y publicados póstumamente en el volumen Un sendero nuevo a la cascada, transpira la serenidad beatífica y envidiable de un hombre agradecido. En esos versos Carver se refiere a sus años sobrios como una propina, un regalo inmerecido a quien debió morir en 1977, y dedica poesías de tono variable, entre el dolor, la sorpresa y el amor, a Tess Gallagher, a su hijo y hasta al doctor que le comunicó que su cáncer era incurable. Uno intuye que, como el anciano del relato «Si ello te place», Carver los incluyó a todos, y a su exmujer, y a su hija, a su círculo entero, en sus últimas oraciones. Y cerró el volumen con su propia epifanía:
¿Y conseguiste lo que
querías en esta vida?
Lo conseguí.
¿Y qué querías?
Considerarme amado, sentirme
amado sobre la tierra.
A lo mejor el debate de las diferencias entre De qué hablamos cuando hablamos de amor y Principiantes ni siquiera tiene importancia. A lo mejor con ese gesto final Carver cerró y ganó la discusión acerca de los recortes de Gordon Lish, sin refutación posible. A lo mejor esto en lo que nos entretenemos ahora no es sino un arrebato innecesario pero natural, un entregarse de continuo a las pasiones abnegadas, algo torpes e inevitables, de los vivos.
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