El gran edificio central estaba rodeado de colores brillantes. Parecía un aparcamiento lleno de coches. Cuando el avión descendió, los coches resultaron ser cuerpos.
Montones y montones de cuerpos —cientos de cuerpos— llevando vestidos rojos, camisetas azules, blusas verdes, pantalones rosas, pichis infantiles moteados. Parejas con sus brazos enlazados, niños abrazando a sus padres. Nada se movía. La ropa mojada colgaba de los tendederos. Los campos habían sido arados hace poco. Las bananeras y las vides estaban floreciendo.
Pero nada se movía.
Desde el cielo, el periodista de Time Donald Neff divisó la alfombra de muertos en Jonestown. Para novecientas personas el mundo había acabado allí abajo, sobre la hierba cetrina. Bajo el cenador metálico, entre los surcos de tierra. Los cadáveres diseminados como una espuma de muerte. Estáticos. Cuando el avión descendió a tierra, el mundo —que no había acabado— comenzó a calibrar la verdadera dimensión de lo sucedido el 18 de noviembre de 1978 en la selva de Guyana. El mayor suicidio colectivo de la historia.
Jim Jones, el «pastor» de la congregación del Templo del Pueblo les había estado preparando para ese día. Espoleándoles con la inminencia. Los jueves se consignaban a celebrar simulacros, las white nights en las que los feligreses ensayaban el «suicidio revolucionario» ingiriendo venenos que no mataban. Pero el apocalipsis cayó en sábado. Mientras el cianuro potásico, el Valium y el zumo de uvas se diluían con el óxido de los barreños, el líder convocó la última asamblea. Su Arcadia tropical había acabado, anunció. Las fuerzas capitalistas se habían confabulado para acabar con ellos y se dirigían hacia allí para castigarles por su fe. Abrirían las puertas del infierno y desencadenarían el Armagedón, les dijo, sentado en su trono de bambú. Un magnetófono grabó los cuarenta y cuatro minutos de esta última homilía, probablemente uno de los documentos sonoros más perturbadores del siglo XX: la llamada death tape de Papa Jones.
«No hubo pánico. Tampoco grandes explosiones emocionales. La gente estaba en trance», relató Odell Rhodes, uno de los pocos supervivientes de la masacre. La primera en obedecer y beber la mezcla letal fue una mujer llamada Ruletta Paul, que empujó el líquido en su garganta y cerró los ojos como si hubiese hecho algo bueno. Después se lo suministró a su bebé. «No lloran porque les duela; lloran porque está amargo», calmaba el reverendo. Le siguieron más madres, más niños, más ancianos. Algunos forzados a «morir con dignidad». Otros, directamente, tiroteados.
El propio Jones cedió su dignidad y su gatillo a otro. Fue Madeleine, su esposa, quien le evitó los rigores apocalípticos pegándole un quirúrgico tiro en la frente. El pastor no merecía agonías, ni estertores. No era la primera vez que conseguía huir del fin del mundo.
En los albores de la secta, cuando el Templo del Pueblo se parecía más a una idílica comunidad agrícola que al gulag de Guyana, Jones tuvo su primera revelación de que el fin estaba cerca. Corría 1961 y pastoreaba a un rebaño modesto en su Indiana natal, una recua de fanáticos embrujados por el «Elvis con alzacuellos». Una voz le habló. En el «cinturón bíblico» de Estados Unidos no era arriesgado aventurar que se trataba de Dios. Le dijo que un holocausto nuclear arrasaría el estado de Indiana, concretamente el 15 de julio de 1965. Así que subió al rebaño en autobuses y se mudaron al valle de Redwood (California) a salvo del Armagedón. Cuando el 16 de julio Indiana y sus llanuras permanecieron en su sitio, Jones no se descubrió equivocado. Aquello confirmaba la veracidad de su profecía: esta vez, se había salvado.
El Apocalipsis había pasado de largo.
Ni los mayas, ni Nostradamus, ni Newton tienen la patente de explotación de «el fin». Desde que el ser humano es tal, ha transitado por el mundo confabulándose contra él de diversas formas. Apuntalando la certeza irreprimible de que esto no va durar, como si sobre la cintura de nuestra especie reposara un cinturón de dinamita. Inmolándose a veces. Diseñando nuevas fechas, nuevos plazos, hipotetizando lo inevitable.
El resultado es una fantástica y estrambótica colección de augurios, un acopio de apocalispsis fallidos. Desde los más tempranos —y, por tanto, más errados—, que profetizaban que Roma sería destruida doce años después de su fundación, o el papa Clemente, que apostó fuerte por el año 90 d. C como el último; hasta otros más recientes, como los del fundador de la Iglesia mormona, que tomó la precaución de establecer el día del Apocalipsis con el margen suficiente para pillarle ya muerto. Se fue dejando dicho que todo se acababa en 1891.
Religiones, cultos y sectas pescan en el mismo pozo: el miedo. La herramienta más poderosa de reclutamiento, proselitismo y alineamiento que poseemos. Pocos se resisten a establecer un final que constriña a los suyos, con formulaciones vagas (la Biblia opta por el útil «nadie conoce el día ni la hora») o más concretas (según el hinduismo, aún nos quedan 427 000 años). Para los tibios, siempre está la opción variable, o el apocalipsis de caducidad flexible: los testigos de Jehová llevan eones reinterpretando la hipotética fecha del fin del mundo. Ahora sostienen que ya vivimos en ella.
La equivocación es un activo más en el sustancioso y efectivo negocio del fin del mundo. A Jim Jones le suceden y anteceden decenas de mesiánicos líderes que sobrevivieron a su propia y alocada hipótesis. No así sus seguidores, como los setecientos setenta y ocho miembros de la secta de la Restauración de los Diez Mandamientos de Dios a los que su gurú (el expolítico ugandés Joseph Kibweteere) prendió fuego el último día de 1999, después de equivocarse en su profecía inicial.
Cuando el apocalipsis pasó de largo, él huyó a Malawi.
Pero, cuando el desenlace no es trágico y los creyentes sobreviven, ¿qué ocurre el día después de que el apocalipsis pase de largo? ¿Qué sucede con un grupo de personas que esperan el fin del mundo… y el mundo no acaba? ¿Y con los líderes cuyo carisma vende muerte?
Disonancia cognitiva
A las 6 de la tarde del 21 de diciembre de 1954, un pequeño grupo de personas se arracimaba frente a un domicilio en la localidad de Oak Park (Illinois). Habían vendido sus casas, abandonado a sus familias, olvidado las facturas y otras oquedades de su existencia. Miraban al cielo, tratando de conjugar la ilusión y el terror. Las manos entrelazadas. Esperaban el platillo volador que les salvaría del fin del mundo. Se llamaban los Seekers.
Su líder era Dorothy Martin (alias Marian Keech), un ama de casa de Chicago de cincuenta y cuatro años. Unos seres superiores del planeta Clarion se habían comunicado con ella a través de la escritura automática, revelándole que el mundo acabaría ese 21 de diciembre por una letal inundación. Fatídicos pero dadivosos, «los Guardianes» le brindaron también un salvoconducto, un espacio en su platillo volante que la rescataría de la Tierra junto a la pléyade de seguidores que consiguiera reunir. Premiarían su fe con el privilegio de la supervivencia.
Y ocurrió lo que nadie esperaba.
No, ningún objeto hizo esfumarse a la discreta multitud con abducciones. Pero los Seekers, que apuraron la espera hasta el día de Navidad, no se desmoralizaron ni una brizna. Permanecieron ahí, inquebrantables, bajo el rigor invernal de Illinois y el ridículo absoluto ante la lógica más básica. No ocurría nada, ni un sutil cambio en la disposición del aire. Ellos se alentaban, se turnaban para fragmentar el cielo en pedazos, tratando de divisar un transporte que ya iba con retraso.
El apocalipis pasó de largo. Otra vez. Y eso vigorizó sus creencias. Las atizó hasta volverlas más sólidas.
Entre ellos, había tres miembros del culto cuyo nombre hoy posee significado y entidad propia: Leon Festinger, Henry Riecken, y Stanley Schachter. Tres psicólogos que, lejos de tener la más mínima confianza en los seres del espacio o en las habilidades comunicativas de la excéntrica Dorothy, se habían infiltrado en la secta para estudiar lo que ocurriría si ningún cataclismo se dignaba a acontecer.
El resultado de aquella investigación (a la que sucedieron decenas de entrevistas con los miembros de la secta, perfiles psicológicos y una compilación de experimentos) cristalizó en el libro When Prophecy Fails (Cuando falla la profecía) publicado en 1956. En él, daban respuesta a por qué los seguidores de la secta reaccionan de una manera tan contraintuitiva, aferrándose aún más a su apocalíptica fe cuando esta se demostraba tan evidentemente equivocada. ¿Cómo podían salir reforzados de lo que, a todas luces, era un Armagedón fallido? ¿Por qué no había deserciones?
A Festinger este experimento le sirvió de base para acuñar la teoría de la disonancia cognitiva. Ya saben, el mecanismo que sucede cuando dos pensamientos discordantes ocurren de manera simultánea. Para resolver el conflicto, las personas pueden intentar cambiar de conducta o defender sus creencias o actitudes (incluso llegando al autoengaño) para reducir el malestar que produce la disonancia. Nos adaptamos incluso a las contradicciones más improbables usando nada más que nuestros métodos de racionalización cotidiana.
En el caso de los Seekers, la disonancia era evidente: el apocalipsis en el que creían no se había producido. «Pero los miembros del grupo se mostraron más convencidos que nunca de que sus creencias eran correctas», constató la periodista Maia Szalavitz, presente esos días. Cuando la tercera venida volvió a fracasar, Martin recibió un oportuno mensaje de los Guardianes: «Nuestro grupo ha infundido tanta luz que Dios ha salvado al mundo de la destrucción», le dijeron. La congregación respondió con un proselitismo de renovado vigor, redoblando sus esfuerzos de reclutamiento y ampliando sus filas. Resolvieron la contradicción entre la realidad (que el apocalipsis había fallado) y la profecía buscando seguridad en los números: «Si más gente puede ser persuadida de que el sistema de creencia es correcto, entonces claramente es, después de todo, correcto», razonaron. Chimpún.
El apocalipsis pasó de largo y la secta se fortaleció. Dorothy Martin siguió predicando y fundó la Orden de Sananda y Sanat Kundara, los nombres de dos de los Guardianes. Murió en 1992 como líder de la robusta congregación.
Los apocalipsis se equivocan a diario, pero interiorizan sus fracasos y hacen de ellos un hogar. A veces les sobreviven sus seguidores, sus líderes y sus doctrinas. Su falibilidad solo contribuye a su fortaleza con una lógica embarazosa. Aciertan porque se equivocan.
El mundo se empeña en no acabarse. Somos nosotros los que pasamos de largo.
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