a finales del siglo I a.C. el emperador Augusto encargó a Virgilio la elaboración de una obra épica fundacional para Roma. El resultado fue la Eneida, que conectaba los orígenes de la superpotencia a los supervivientes troyanos capitaneados por Eneas, destinado según el texto de Virgilio a crear un “imperio sin fin”. Más o menos por la misma época nació la expresión Urbs Aeterna -ciudad eterna-, acuñada por el poeta latino Albio Tibulo en su libro Elegías.
La expresión Urbs Aeterna -ciudad eterna- fue acuñada por el poeta latino Albio Tibulo en su libro Elegías.
La superpotencia del Mediterráneo se encontraba en un momento de plena expansión, habiéndose anexionado el milenario reino de Egipto. Por ello, se hizo popular la idea de que Roma duraría para siempre: de hecho, en aquel momento la ciudad ya contaba más de siete siglos desde su fundación. La expresión Urbs Aeterna se hizo tan popular que incluso aparece en algunos documentos oficiales y en la obra del historiador Tito Livio, la monumental crónica Ab urbe condita (Desde la fundación de la Ciudad).
La expresión cobró popularidad de nuevo durante el Renacimiento, cuando el papa Julio II emprendió una gran obra de modernización urbanística de la ciudad y trajo a los grandes artistas de la época -como Miguel Ángel o Rafael- para embellecerla, dándole nueva vida y contribuyendo a reforzar la idea de que Roma, cambiante a través de las épocas, sería eterna.
las autoridades culturales de Camboya acaban de hacer público el descubrimiento de más de cien fragmentos de estatuas de Buda que han sido exhumados por los arqueólogos en el área donde se alza el gran templo hinduista de Angkor Wat, en la provincia camboyana de Siem Reap.
BUDAS ENTERRADOS
Srun Tech, director de las excavaciones arqueológicas que la Apsara Authority (institución encargada del estudio, protección y conservación del Parque Arqueológico de Angkor) está llevando a cabo en el templo de Angkor Wat, ha dicho que el hallazgo lo hizo de modo accidental el pasado sábado un equipo de trabajadores que estaba implementando un proyecto de gestión de irrigación en esta área. Tras avisar a los arqueólogos, éstos iniciaron la operación de rescate de las esculturas. Se han recuperado, así, 141 restos de diferentes figuras de Buda, el equivalente a 21 estatuas enteras.
Se han recuperado 141 fragmentos de diferentes figuras de Buda, el equivalente a 21 estatuas enteras.
"Las estatuas estaban enterradas y mezcladas con desperdicios modernos, como marcos de puertas metálicos, cristal, metralla, bocinas de bicicletas, llantas de automóviles y bolsas de plástico, por lo que creemos que las estatuas debieron de ser enterradas en las décadas de 1960 y 1970", ha afirmado Srun Tech. El arqueólogo también ha destacado que la mayoría de las esculturas además de estar rotas se encuentran decapitadas. Los investigadores creen que las partes perdidas, incluidas las cabezas, pudieron haber sido enterradas a más profundidad (hasta ahora los arqueólogos han excavado a una profundidad de 40 centímetros).
¿ESCONDIDAS EX PROFESO?
Por la manera ordenada en que las estatuas fueron enterradas, Tech cree que fueron inhumadas intencionadamente para evitar que fueran detectadas. "Este descubrimiento pone de manifiesto que Angkor Wat es todavía un importante objetivo para futuras investigaciones", remacha el arqueólogo.
Im Solrithy, director de conservación de monumentos en el Parque Arqueológico de Angkor, ha afirmado que los trabajos continuarán e incluirán estudios sobre la época en que fueron realizadas las estatuas y el propósito oculto detrás de su entierro.
Los trabajos en Angkor continuarán e incluirán estudios sobre la época en que fueron realizadas las estatuas y el propósito oculto detrás de su entierro.
A finales de marzo, los arqueólogos de la Apsara Authority también sacaron a la luz una estructura de madera de más de mil años de antigüedad y una estatua del dios hindú Ganesha en el centro del estanque norte del templo de Angkor Wat, durante unos trabajos de restauración de la alberca.
Dichoso el hombre y la mujer que apuestan por la vida, la protegen, la miman y la gozan. Dichoso el que ama a corazón abierto, sin llevar en la agenda la cuenta de los latidos. Dichoso el que goza con las flores, los ríos y los pájaros y cuida de ellos como de su propio huerto. Dichoso el que piensa que empezó a ser feliz el dia que hizo dichoso al primer niño. Dichoso el que hace feliz al viejo que se dobla, al enfermo que se duele, al ciego que tropieza. Dichoso el que trabaja para abastecer su mesa y aún le queda para compartir. Dichoso el que ama como suya a la piel del negro, del gitano, del árabe, del amarillo. Dichoso el que canta con el que está alegre y llora con el que está triste. Dichoso el que sabe que Dios lo ama, y por eso la felicidad existe.
Un zapatero remendón acudió al rabino Isaac y le dijo: “No sé qué hacer con mi oración de la mañana. Mis clientes son personas pobres que no tienen más que un par de zapatos. Yo se los recojo a última hora del día, cuando regresan del trabajo, y me paso la noche trabajando; al amanecer, aún me queda trabajo por hacer si quiero que todos ellos los tengan listos para ir a trabajar. Y mi pregunta es: ¿Qué debe hacer con mi oración de la mañana?... “¿Qué has venido haciendo hasta ahora?, preguntó el rabino. “Unas veces hago la oración a todo correr y vuelvo enseguida a mi trabajo, pero eso me hace sentirme mal. Otras veces dejo que se me pase la hora de la oración, y también entonces tengo la sensación de haber faltado; y de vez en cuando, al levantar el martillo para golpear un zapato, casi puedo escuchar cómo mi corazón suspira: ¡Qué desgraciado soy, pues no soy capaz de hacer mi oración de la mañana…!” Le respondió el rabino: “Si yo fuera Dios, apreciaría más ese suspiro que la oración”. (TRADICIONAL JUDÍO)
La labor diaria de Cáritas Andalucía viene adaptándose a las necesidades derivadas del estado de alarma por el coronavirus. En los centros donde residen personas se extreman las medidas de seguridad, las unidades de formación permanecen cerradas -tal y como ocurre en los centros docentes reglados- y las Cáritas parroquiales siguen prestando ayuda directa, aunque la pandemia está generando nuevos perfiles. Pero más allá de la asistencia, la institución dependiente de la Iglesia hace un análisis de la situación y vaticina una crisis “más profunda” que la de 2008, confiando en un “abordaje social distinto”. Así se expresa el presidente regional de la organización, Mariano Pérez de Ayala, quien emplaza al levantamiento del estado de alarma y al pleno funcionamiento de sus dispositivos para dibujar un panorama más certero. Con todo, asegura que la nueva crisis que se nos viene encima “va a afectar a determinados segmentos de actividad que en nuestro entorno son muy importantes, como la hostelería y el turismo”. Pero añade un matiz distintivo, que es la “sensación de inseguridad que se está generando” y la “incertidumbre en el futuro, y eso va a pesar mucho”.
Pérez de Ayala recuerda que, en la anterior crisis, “las políticas sociales fueron unas de las que sufrieron mayores recortes”, por lo que invita a las administraciones y a la ciudadanía a “hacer una reflexión profunda desde el ámbito político y social”. Cuando comenzó a extenderse la pandemia, reconoce, “estábamos como pollo sin cabeza”. “Es una situación extraordinaria, nadie ha vivido algo así”, por lo que las instituciones públicas y las organizaciones sociales “tuvimos que reajustar todo”. El presidente regional de Cáritas destaca que, ahora, “la respuesta de la ciudadanía está siendo de mucha responsabilidad y solidaridad”. “Pusimos en marcha una campaña de recaudación de donativos y la respuesta está siendo extraordinaria”, señala. La administración, por su parte, “también está intentando dar respuesta, pero partíamos de unos servicios sociales que habían sufrido recortes. Esto nos ha cogido con unos servicios sociales con poco músculo”. Ahora se toman medidas de urgencia, pero luego se deberán arbitrar otras “más duraderas”.
Es entonces cuando, a su juicio, la sanidad y las políticas sociales deben sostener la acción política. “Los ciudadanos deberíamos exigir políticas sociales más efectivas y que no se abandonen la sanidad ni la educación”, afirma, al tiempo que recuerda que “también tenemos una responsabilidad con nuestro voto, instando a la administración a que camine por una determinada senda”. En definitiva,"vamos a tener que ponernos las pilas todos, y los que tienen cargos públicos son los primeros responsables". Los ciudadanos también tendremos un papel destacado, “tomando conciencia de que tenemos que construir una sociedad más solidaria donde no se rompan los vínculos sociales, donde tengamos siempre como primer objetivo que la gente no se vaya quedando descolgada del bienestar”.
En cuanto a la labor de Cáritas en estos momentos, Pérez de Ayala asegura que los recursos que “gestionamos directamente”, como los centros de personas sin hogar, residencias de mayores y de acogida de inmigrantes, permanecen a pleno rendimiento, adoptándose todas las medidas de seguridad “porque son población de riesgo”. “Salvo algún caso aislado en alguna residencia de mayores en Málaga y Granada, no hemos tenido una gran incidencia de casos de coronavirus”. De hecho, el pasado jueves se aplicaron las pruebas en el centro de personas sin hogar de Sevilla, en el que hay 22 residentes, y no hubo ningún positivo entre los residentes ni entre el personal.
En relación a las Cáritas parroquiales, las que tienen pocos voluntarios o cuentan con personas de más edad no están abiertas. Las demás sí, aunque extremando las medidas de seguridad. “Hay muchísimas familias que veníamos atendiendo antes de esta situación. Tenemos sus contactos y les hacemos llegar la ayuda correspondiente bien de alimentación, del pago de algún gasto de primera necesidad, suministro o alquiler”.
No obstante, la crisis del coronavirus está modificando los perfiles de los demandantes de ayuda. Ahora acuden a Cáritas personas que tenían trabajos temporales en la hostelería o en la economía sumergida. “Han visto absolutamente cortados sus ingresos desde la declaración del estado de alarma”. Son familias que “no tienen dinero ahorrado y viven al día; no están acogidos a ningún ERTE”. Acuden para satisfacer necesidades básicas, como la alimentación, fundamentalmente, y también el pago de alquileres y suministros.
La célebre definición de soberanía –soberano es aquel que decide el estado de excepción– con la que el famoso y controvertido jurista y politólogo Carl Schmitt empezaba su «Teología política» (1922) se ha mostrado crucial una y otra vez a lo largo de la historia. Hoy es preciso volver a la discusión fundamental sobre esta suspensión del derecho en nuestros días, cuando estamos inmersos en la excepcionalidad del estado de alarma por el coronavirus. Es justo en las emergencias cuando se demuestra la autoridad del soberano, que hace prevalecer la coerción, la fuerza y el dominio político en momentos como necesidad oficial por razones de disturbios, graves violencias o epidemias, entre otras. Pero, ¿cuáles han sido sus límites en la historia del derecho y las instituciones? ¿Cómo regular el ejercicio de este poder omnímodo cuando se suspenden las libertades? El del estado de excepción se antoja un marco vacío en el que todo es posible, pero en que solo uno decide. Los recursos, la propiedad, la comunidad, e incluso la familia o la vida humana, se hacen depender de ese poder decisorio y soberano. Es la interrupción de la normatividad general y la emergencia de una fuerza primigenia, que, con la excusa del bien colectivo, puede mostrar la verdadera faz del poder de una manera inquietante.
El Derecho comparado en las democracias actuales reconoce varios regímenes de excepción para afrontar situaciones graves, catástrofes naturales o violencias internas o externas, que implican unos poderes extraordinarios para el «soberano» y la restricción de derechos fundamentales: el estado de alarma, el de sitio, el de excepción, emergencia o guerra, que equivale a la ley marcial, bajo la advocación del viejo dios de la guerra romano. Para los teóricos del Derecho, el origen del concepto se suele situar en la Francia revolucionaria, que reguló la ley marcial en 1789 y el estado de sitio en 1791. Pero ciertamente es posible rastrear más atrás esa noción clave con la que se demuestra realmente quién ostenta el poder y cuál es su capacidad de maniobra.
Espejo de las revoluciones
De hecho, los más antiguos regímenes participativos de la historia, en cuyo espejo se miraron las revoluciones americana y francesa del siglo XVIII para construir sus regímenes, contaron también con ese tipo de procedimientos. La democracia ateniense poseía mecanismos extraordinarios de suspensión de derechos individuales, como se ve en el llamado «ostracismo», que permitía expulsar durante un tiempo a un ciudadano ante la sospecha de que tendiera a la tiranía. Pero fue seguramente la legislación anti-tiránica de Atenas, sobre todo durante la Guerra del Peloponeso y tras el intento de golpe de estado de 411 a.C., el precedente más claro del estado de excepción: la respuesta a la emergencia política y la suspensión del Estado de derecho se ven en el juramento contrario a la tiranía de los ciudadanos atenienses y en las medidas de purga de los oligarcas atenienses y, viceversa, cuando cambian las tornas. En el Derecho político romano el estado de excepción estaba definido por el nombramiento de una magistratura extraordinaria: el dictador. En momentos de peligro para la República Romana, invasiones o emergencias, se investía a un magistrado con el «imperium» máximo y el encargo específico y excepcional de salvar la República. La dictadura era parte del entramado constitucional romano, por lo que, pese a su excepcionalidad, también estaba sometida a limitaciones como salvaguarda para evitar el poder absoluto: en el tiempo (6 meses) y en la «res», su campo de aplicación. Tras su uso la época de la II Guerra Púnica, los tiempos tardorrepublicanos de su declive traen a los ejemplos más conocidos de esta magistratura, Sila y César. Otro mecanismo de excepción en Roma era el «senatus consultum ultimum», que consistía en otorgar plenos poderes al ejecutivo, los cónsules, para que salvaran la República de un peligro inminente («videant consules ne quid res publica detrimenti capiat»). Los poderes de este «decreto extremo» incluían disponer de la vida y los bienes de los ciudadanos en momentos en los que el Senado veía peligrar la supervivencia del Estado, como la crisis de los Graco o la conspiración de Catilina: el ejemplo de las extralimitaciones de Cicerón en esta última, ejecutando a ciudadanos sin juicio, evidencian de nuevo el problema del control legal de la excepcionalidad. Ya en el siglo XX, Carl Schmitt, inspirado en el caso romano, publica «Die Diktatur» (1921) sobre la necesidad de contar con un mecanismo de poder para declarar un estado de excepción («Ausnahmezustand») en la República de Weimar. Seguirá su desarrollo citado en su «Teología política». Schmitt fue criticado sobre todo después de entenderse su obra como una justificación de las violaciones del derecho que llevaron al desmantelamiento de la mencionada república por parte de Hitler y del «estado de excepción continuo» que, en palabras del filósofo italiano Giorgio Agamben, constituyó el III Reich. En lo moderno, fue Agamben quien más se ha preocupado de los regímenes de excepción y sus límites: en la sombra está siempre el peligro del totalitarismo como estado de excepción perenne, más allá de la suspensión del derecho que supone la violencia «revolucionaria» de Walter Benjamin. Partiendo también del derecho romano –y de la posibilidad excepcional de expulsar de la sociedad a ciertos criminales como «homines sacri»– Agamben estudió la primordial relación entre ritualismo y derecho en el caso de la excepcionalidad.
No debemos bajar la guardia En el estado de excepción el individuo cede parte de sus libertades en aras de un bien mayor, pero, como vio Agamben en su «Homo sacer», no debemos bajar la guardia pues, en los últimos años, el aumento del poder de los gobiernos para tiempos de crisis –más o menos justificadas– ha ido directamente en detrimento de los derechos y garantías. Piénsese en el uso de diversos lemas para ello, ayer y hoy. Por ejemplo, la «War on Terror» de la Administración Bush en Estados Unidos justificó flagrantes violaciones de derechos en Irak, Afganistán o Guantánamo. El riesgo es que, so pretexto de la seguridad, el ciudadano no solo ceda su propia libertad sino que abdique de muchos principios democráticos y le pasen inadvertidos –o directamente tolere– aberraciones como los juicios sumarísimos, la tortura, la delación o la violencia extrema, entre otras cosas. En suma, el estado de excepción se configura como una irrupción de lo necesario en el orden jurídico, pero la problematización de sus límites y regulación es, como en la época de la política clásica, lo más urgente. Y no solo en la filosofía sino, especialmente, en la conciencia ciudadana. Los mecanismos de control constitucionales de los regímenes de excepción –que conocemos hoy bien gracias a las prórrogas quincenales del estado de alarma en el Congreso– no son garantía total para evitar abusos puntuales, que debemos esforzarnos por identificar a la primera ocasión. Por ello, la reflexión histórica y filosófica sobre casos como los mencionados –desde la democracia ateniense y la República romana a los estados de las revoluciones burguesas– es fundamental para no incurrir en ningún riesgo de que las decisiones del sujeto de soberanía atenten contra lo que constituye la esencia de occidente desde el alba de la democracia antigua: las libertades individuales. Roma, no Grecia, lo inventó No es de extrañar que los teóricos políticos del siglo XX, de Schmitt a Agamben, hayan mirado a la antigua Roma en busca de precedentes de los regímenes excepcionales en casos de emergencia: en el muy fragmentario derecho de la antigua Grecia no parece haber existido nada tan organizado para situaciones de calamidad pública. Era más común la suspensión de derechos individuales que colectivos. Cierto es que, en momentos de guerra, las autoridades atenienses obligaron a los ciudadanos a recluirse tras las murallas. Pero nada como la cesión de poderes extraordinarios al gobernante en los citados procedimientos de excepción de la República romana: el senadoconsulto último o la magistratura dictatorial. Ellos preludian de manera clara lo que será posteriormente la suspensión de garantías en los regímenes participativos modernos, desde su reinvención en el siglo XVIII. En suma, Roma, no Grecia, inventó el estado de excepción. Siglos después, en el «revival» revolucionario de la política romana antigua, se le dio forma jurídica con un decreto de la asamblea constituyente francesa (1791) y con la ley del Directorio de 1797 sobre el «état de siège politique»
Si se pudieran auscultar las emociones, todos los fonendoscopios del planeta escucharían dos: miedo e incertidumbre. La amenaza hasta ahora circunscrita a fechas funestas (11-S, 11-M) o localizada en países casi siempre lejanos, casi siempre pobres, ha tomado, con su avance invisible y letal —160.766 muertos hasta el 19 de abril— una dimensión planetaria, desconocida en el último siglo. La nueva peste ha irrumpido en el centro de la próspera Europa y de la superpotencia americana con una virulencia y celeridad de la que nadie, así se encuentre confinado en un lujoso ático o en una humilde vivienda, puede considerarse a salvo. Y esa súbita falta de certeza, ese temor, solo es el comienzo de otra crisis sanitaria que se cebará en nuestras cabezas, aseguran varios especialistas en salud mental, algunos con amplia experiencia en catástrofes y guerras.
El epidemiólogo e investigador de los efectos mentales de las grandes emergencias Sandro Galea, decano de la Escuela de Salud Pública de Boston, afirma: “Esta crisis es un acontecimiento traumático masivo sin precedentes, mayor que ningún otro por su dimensión geográfica”. La sacudida se ve magnificada en los que enferman (más de dos millones solo con las cifras oficiales), en las familias golpeadas por las muertes y en quienes ya se encuentran con los bolsillos vacíos. “Habrá una avalancha de trastornos del ánimo y de ansiedad en los próximos meses y años en todo el mundo”, pronostica este experto, “eso incluye depresión, ansiedad, estrés postraumático, mayor consumo de alcohol y violencia machista. Todo ello tendrá grandes consecuencias económicas y sociales”. La OMS estima que una de cada cinco personas padecerá una afectación mental, el doble que en circunstancias normales.
El director general de la OMS, Tedros Adhanom Ghebreyesus. En vídeo, sus recomendaciones para mantener la salud mental durante el confinamiento. (FOTO: AFP | VÍDEO: REUTERS)
¿Qué va a pasar? ¿Me contagiaré? ¿Tendré trabajo? ¿Cómo estará mi madre? ¿La volveré a ver? La psicóloga Sara Liébana escucha constantemente preguntas como estas, repetidas por comunicantes insomnes, en el teléfono que ofrece el Ministerio de Sanidad. “Es lo más extraordinario que hemos vivido”, exclama esta profesional experimentada en la atención a víctimas del terrorismo, “no solo porque ocurre a nivel mundial, sino por esa masiva sensación de incertidumbre, en todo, la salud, el trabajo, los estudios, las becas, vivimos en ese estrés, esa ansiedad… Ahora somos una sociedad que se hace preguntas”. Su colega psiquiatra Carmen Moreno, del Hospital Gregorio Marañón de Madrid, insiste: “No termina y no sabemos cuándo va a terminar. Se dan recomendaciones que cambian de un día para otro, eso genera incertidumbre y desprotección, golpea a todo el mundo por igual, es algo impredecible. Y el ser humano necesita predictibilidad”.
Esa sociedad que se hace preguntas, la sociedad de quienes temen y quienes se duelen (los enfermos y los deudos de los muertos) lleva más de un mes encerrada. Y eso no está libre de efectos secundarios. “Me paso el día diciéndole a la gente que no se ha vuelto loca”, asegura el psicólogo Fernando Egea, “que la irritabilidad, los cambios de ánimo y el insomnio son reacciones normales”. Así lo avala una revisión reciente de The Lancet. Estamos con el ánimo bajo (a un 73% le pasa, según uno de los estudios) e irritables (57%). La cuarentena provoca confusión, ira y síntomas de estrés postraumático (esas pesadillas y flashbacks que reviven la experiencia dolorosa, acompañadas de hipervigilancia y anestesia emocional), según la mayoría de investigaciones. “Las circunstancias más estresantes”, señalan los autores, “son el confinamiento prolongado, el miedo a infectarse, la frustración, el aburrimiento, la falta de alimentos o productos básicos, una información inadecuada, pérdidas económicas y estigma”. El aislamiento también ha cambiado el paradigma doméstico. “Nos plegamos en torno a la familia, como en una especie de vuelta a las cavernas, restableciendo vínculos y volviendo a una forma muy básica de relación para protegernos de esta guerra rara”, reflexiona el psiquiatra Enrique García Bernardo, “en la que muere mucha gente, vivimos en la incertidumbre, adaptándonos, con la paradoja de que se vuelven a oír los pájaros mientras muere tanta gente, conteniendo el aliento para que no nos pille”.
La brutal irrupción de la crisis ha causado algo que al psiquiatra Alberto Fernández Liria le sorprendió, por su potencial dañino, cuando trabajaba como enviado de varias ONG en escenarios bélicos: “Los mayores estragos no se deben al combate, sino a la destrucción masiva de la vida cotidiana. En un mundo en el que te defines por tu ocupación, tu papel queda en suspenso, hay una desorientación de la que puede salir cualquier cosa. Se necesita encontrar culpables, distinguir entre los buenos y los malos, como en las guerras”.
En esta misma crisis de la covid-19, pero en China, que fue el primer país afectado, un tercio de la población sufría ansiedad de moderada a severa,según un estudio. Otro veterano en emergencias, el psiquiatra Ricardo Angora, coordinador de Salud Mental de Médicos del Mundo, cree que no tenemos experiencia en situaciones en que todos estamos amenazados. “No había sucedido nunca, al menos en nuestras generaciones. En África hay cólera, sequías y conflictos bélicos. Están más habituados y tienen un aprendizaje, aquí no lo tenemos. Desde un punto de vista emocional nos ha pillado sin anticuerpos”.
En estos días la enfermedad y la muerte discurren en soledad. “Las evoluciones de los enfermos son muy tórpidas, todo ocurre muy rápido”, dice la psiquiatra Moreno, “o el familiar se da mucha prisa en venir, siempre es uno y tiene que cumplir una serie de condiciones, o no se va a poder despedir”. Cree la especialista que la gestión de la muerte es muy difícil, “no se puede velar y existe una especie de congelación de la emoción. Los duelos complicados y prolongados aumentarán”. La psicóloga Liébana escucha a deudos desconsolados, que a veces ni saben dónde está el cadáver de su padre, “les acompañamos en su dolor, en la impotencia de no poder compartirlo con nadie, les animamos a que contacten con los suyos en llamadas grupales y les decimos que podrán despedirse cuando esto acabe”.
Ahora, y a partir de ahora, son las pérdidas las que emergen en nuestro panorama emocional. “Las depresiones van a tener que ver con las pérdidas, las reales, las de nuestros muertos, y otras de diferente dimensión: la renuncia a un estatus, a una forma de vida por el desempleo o el hundimiento de los autónomos”, sostiene García Bernardo, “desde el sujeto aislado (con pérdida de sueños, expectativas), la familia (pérdida de horizontes), lo social (el empleo)”.
Fernández Liria está de acuerdo: “Va a haber un fenómeno masivo de pérdidas; trabajos, propiedades, referencias, cosas que tienen que ver con la identidad, para mucha gente su identidad laboral, pensemos en el turismo, la actividad fundamental de este país. ¿Qué hará un cocinero, el dueño de un bar? Se tendrán que reinventar, y eso es un proceso muy complicado. Si se acomete apoyándose, de una manera social, puede ser muy constructivo. Dios nos libre de la aparición de movimientos populistas muy descarnados”.
La experiencia previa dice que el impacto económico que se cierne atacará la salud mental. La crisis económica más reciente, de 2009, hizo crecer la depresión (un 18%), la ansiedad (8%) y los trastornos por abuso de alcohol (5%), según un estudio de la Sociedad Española de Salud Pública y Administración Sanitaria (SESPAS). “La economía se puede recuperar, las vidas no. Si se evita que haya repuntes eso hará que se recupere la confianza”, reflexiona Angora.
¿Qué hacer ante ese cúmulo de dolor en supervivientes, profesionales de hospitales, centros de salud y ambulancias, familiares de fallecidos y desempleados? “Educar a la gente para estos desafíos y preparar a los sistemas sanitarios para enfrentarlo”, responde Galea. “Hay un riesgo de inatención”, cree Fernández Liria, “y también de psiquiatrización. Pero hay que acercar la atención, porque los que están peor no son capaces de pedir ayuda”. Ahí, coinciden todos, los médicos que nos siguen, los de cabecera, serán fundamentales para detectar esa avalancha de sufrimiento sumergida.
La fecha: AÑO 1000. Se decía sobre Silvestre II que el propio Satanás había encargado a uno de sus demonios que tenía apariencia de mujer, a un súcubo, que le vigilase siempre.
El lugar: ROMA. El súcubo encargado de vigilar al papa se llamaba Meridiana y tan fuerte fue la atracción que sintió por Silvestre que renunció a su inmortalidad a cambio de permanecer con su hombre.
La anécdota: Se dice también que del interior de la tumba de Silvestre II brota el agua abundante cada vez que la muerte ronda a un nuevo romano pontífice.
José María Zavala
Unos ojos inquietos y timoratos se dirigían hacia la Basílica de San Juan de Letrán cada vez que un pontífice estaba a punto de rendir su alma ante el Altísimo. La leyenda medieval pervive todavía hoy. Aludimos, cómo no, al mito de la tumba de Silvestre II, trigésimo noveno pontífice de la Iglesia Católica. El Papa del primer milenio, pues su reinado se extendió desde el año 999 hasta el 1003. Silvestre II fue aclamado ya en su elección como pontífice, pero muy pronto circularon los rumores del pueblo, ganándose a pulso o no que le motejasen El Mago y El Druida. Hubo quienes aseguraron incluso que había pactado con el mismísimo diablo. ¿Acaso fue el Papa de Satanás? Cuenta la leyenda popular que Gerbert d’Aurillac, como se llamaba en realidad Silvestre II, visitaba desde crío a un ermitaño temido por todos que vivía refugiado en el bosque.
Un tubo de madera
Movido por la curiosidad del niño, Gerbert tuvo oportunidad de aprender de él los secretos de la magia celta. Se contaba, además, que, en cierta ocasión, unos monjes hallaron al joven Gerbert tallando un tubo de madera, a modo de rudimentario telescopio, con el que pretendía estudiar el firmamento. Tanto les impresionó el muchacho que decidieron acogerle en su monasterio y proporcionarle una esmerada educación. Ahí surgió de verdad el amor de Gerbert por la sabiduría. Sin embargo, la historia más espeluznante que circulaba entre los coetáneos de Silvestre II era sin duda la que aseguraba que el propio Satanás había encargado a uno de sus demonios, con apariencia de mujer para más inri, a un súcubo, que le vigilase en todo momento. El nombre de esa falsa dama de las tinieblas era Meridiana y su belleza, sobrehumana. De tanto acechar a Silvestre II, Meridiana no tardó en sucumbir ante su sabiduría. Tan fuerte fue la atracción que sentía por él, que renunció a su inmortalidad a cambio de permanecer con su hombre. Vivieron así amancebados y al final de su existencia terrenal se les inhumó juntos. El colmo de la insólita leyenda afirmaba así que todo un Papa había sido enterrado con su amante en la misma sede pontifical.Pero los relatos fantásticos tampoco acabaron ahí. Existen narraciones que situaban a Silvestre en el altar de la Santa Croce, oficiando la Misa, cuando le sobrevino la muerte. Fue entonces cuando empezó a sentirse mal y, en un momento de arrepentimiento, confesó que desde joven había vendido su alma al diablo a cambio de atesorar el poder. Silvestre II pidió así perdón a Dios y suplicó que, en el instante en que su corazón dejase de latir, lo descuartizaran y colocasen todos sus restos desperdigados en un carro que estuviera tirado por bueyes. «Allá donde se paren los bueyes –advirtió él–, indicarán el lugar exacto donde debe estar mi sepulcro». Acto seguido, el Papa expiró y los obispos cumplieron su última voluntad. Los animales se detuvieron poco después a la puerta de la Basílica de Letrán, donde se le sepultó. El sucesor y amigo de Silvestre II, el Papa Sergio IV, mandó inscribir en su lápida este sentido epitafio: «Llevaba un lustro realizando las funciones de Pedro cuando le sorprendió la muerte y el mundo se heló de espanto».
Crujir de huesos
Tras el sepelio, circuló otro relato aún más inverosímil, según el cual al aproximarse la muerte de un pontífice sigue percibiéndose hoy con nitidez el crujido de los huesos de Silvestre II desde el interior de su tumba, a modo de presagio, mientras brota de la lápida un chorro de agua tan abundante que llegan a formarse charcos de barro alrededor de la misma, en señal de que la parca ronda a un nuevo Papa. Hasta aquí, la leyenda negra de Silvestre II, quien a decir verdad llegó a formarse en Barcelona y tuvo maestros árabes en Córdoba y Sevilla, donde también residió. De España se trasladó a Roma con el Obispo Hatto de Vich, su maestro en teología, y luego Juan XIII le recomendó al emperador Otón I, quien a su vez le envió a Reims con el archidiácono Gerannus. Siendo Papa, Silvestre II se opuso a los abusos de los sacerdotes causados por la simonía y el concubinato, preocupado de que solamente hombres capaces, con vidas ejemplares sin mácula, pudiesen ser obispos. Si hay un Papa que ha dado rienda suelta a la leyenda ha sido él, sobre quien se ha afirmado también que introdujo el uso de los números árabes en Europa y hasta inventó el reloj de péndulo, como ya vimos (LA RAZÓN, 9-II-2020).
La estatua parlante
Otra célebre leyenda que persiguió a Silvestre II en vida y tras su muerte aludía a un supuesto busto de bronce fabricado en tiempos de su elección papal. Se decía que la estatua en cuestión estaba poseída por un demonio o una especie de espíritu burlón, y que Silvestre la colocó en sus propios aposentos. Así, cuando le asaltaba alguna duda preguntaba directamente a la efigie y ésta afirmaba o negaba con un movimiento de cabeza lo más conveniente en cada momento. Algunos llegaron a afirmar que la habían oído hablar, y otros incluso que predecía el futuro.
Nadie duda, por otra parte, que aquellos años del cambio de milenio estuvieron llenos de oscurantismo, superstición, misterio y hasta miedo. Ese siniestro contexto constituyó, precisamente, el caldo de cultivo perfecto para que aflorasen toda suerte de leyendas por increíbles que resultasen en torno a la denostada figura del Papa Silvestre II.
Más que llover, nos están cayendo piedras. Un mes confinados en casa mirando cómo la primavera está llegando y nos da con todas sus flores en las narices para decirnos «mirarás pero no tocarás» deprime a cualquiera. Salvo a aquellos que son optimistas por naturaleza y se sienten capaces de ver la botella siempre medio llena, aunque la realidad se empeñe en darle unos tragos que la dejen tiritando.
Los demás mortales se ven en la tesitura de asumir que la vida no siempre tiene forma de arcoíris ni huele a unicornios de algodón, lo que tampoco es que sea malo: es, simplemente, ver la vida con algo más de realismo. Pero una cosa es eso y otra, ser un pesimista recalcitrante.
Frente a quienes dicen que lo sienten pero que les dibujaron así y que son pesimistas porque lo fueron también sus padres, y sus abuelos y sus tatarabuelos…; es decir, quienes creen que hay una cierta cuestión genética en eso de verlo todo negro, el doctor Martin Seligman, director del departamento de Psicología de la Universidad de Pensilvania, se empeña en llevarles la contraria.
El pesimismo puede que sea algo hereditario que define trágicamente a una persona, pero la buena noticia es que con esfuerzo y práctica puede llegar a dársele la vuelta y ver el mundo desde el lado optimista de las cosas. «El pesimismo es uno de los rasgos de la personalidad que es altamente heredable, pero también modificable por ejercicios específicos», afirma Seligman en su artículo Authentic Happiness.
Lo cierto es que siendo optimista la vida te sonríe. Muchos estudios relacionan esta manera positiva de ver la vida con una salud mejor, con ganar más dinero y con ser más productivos en el trabajo. Ahora bien, ser positivo no es lo mismo que caer en el pasteleo wonderful que tanto se ve impreso en las tazas de desayuno.
«Si lo único que tuviéramos fueran emociones positivas, nuestra especie habría muerto hace mucho tiempo», afirma Martin Seligman para defender su teoría del optimismo realista. Porque la cosa se resume en encontrar ese término medio donde no se niegan las malas rachas, sino que se afrontan con la perspectiva de que todo pasa.
Para Shawn Achor, orador norteamericano especializado en la psicología positiva, «no es que la realidad nos transforme, sino que la lente con la que miramos el mundo transforma nuestra realidad. Y si cambiamos la lente, no solo cambia el grado de felicidad, sino también los resultados educativos y empresariales». Los informativos, por ejemplo, no dejan de dar malas noticias: crímenes, pandemias, guerras, economía que se hunde, paro… Podemos dejarnos arrastrar por esa negatividad y asumir que todo se va a la mierda o, por el contrario, asumir que esa es solo parte de la realidad y que en ella confluyen otras muchas circunstancias infinitamente menos negativas o incluso bellas.
«Si conozco tu mundo exterior, puedo predecir el 10% de tu felicidad a largo plazo. El otro 90% no proviene del exterior, sino de la manera en que procesa esa realidad externa. Y si lo cambiamos, la fórmula del éxito y la felicidad cambiará la manera en la que te afecta la realidad», aseguraba Achor en una charla TED. Porque para este experto en felicidad, el cerebro positivo funciona mucho mejor que uno negativo o estresado y hace que aumente nuestra energía y nuestra productividad.
Así pues, conviene dejar de ver el lado negro de las cosas, que existe, está ahí, y no se va a ir solo por negarlo, y empezar a trabajar el optimismo. Basta con añadir a tus rutinas de ejercicio físico otros truquis para fortalecer el músculo de la felicidad. «Necesitamos aprender a invertir la fórmula», explica Achor, «para ver de lo que el cerebro es capaz. La dopamina, la sustancia que produce el cuerpo cuando somos positivos, tienen dos funciones: no solo te hace sentir más feliz, sino que también activa los centros de aprendizaje, permitiéndote adaptarte al mundo de forma diferente».
ENTRENAMIENTO MENTAL PARA SER OPTIMISTA Y FELIZ (SIN PASTELEOS)
Eso sí, igual que por hacer tres flexiones y diez abdominales no te vas a transformar en una maciza de calendario, tampoco esperes conseguir transformar tu pesimismo en dos días. A tu cerebro le tocará sudar tinta, no queda otra. Es cuestión de ser constantes. Shawn Achor habla de una rutina de ejercicios durante 21 días (¿no es ese el plazo en el que acabamos convirtiendo algo en una rutina?) en lapsos de dos minutos. Pero las suyas no son las únicas técnicas para atraer el positivismo a tu vida. Aquí van unos cuantos consejos:
Da gracias por tres cosas buenas que te hayan pasado. Pero sé concreto. No basta con que digas «gracias por tener trabajo», por ejemplo, porque sería lo mismo que dirías día a día y ahí, originalidad cero. Ya hemos dicho que no iba a ser fácil. Esfuérzate: «Gracias porque han pensado en mí para llevar adelante un proyecto molón con el que no contaba» suena mucho mejor y mañana encontrarás otra cosa por la que estar agradecido.
Visualiza tu mejor yo. ¿Cómo te ves dentro de 10 años, en el mejor de tus sueños? ¿Cómo te sentirías? Fantasea, tron, que soñar es bueno. Psicólogos y expertos como Sonja Lyubomirsky recomiendan hacerlo una vez a la semana, entre uno y dos meses, durante seis u ocho minutos. Siéntate un ratito y escribe sobre ello, centrándote en un solo ámbito: familia, carrera profesional, amor, salud…
No te lo tomes a guasa. No es que vaya a hacer un milagro y lo consigas solo por imaginarlo, pero sí te hará cosquillitas en el humor, que es lo que cuenta. Además, hay unos cuantos estudios que demuestran que imaginar tu futuro ideal puede aumentar tu nivel de optimismo. Y, además, ya sabes: soñar es gratis.
No veas la decepción como el enemigo: acéptala. Parece una perogrullada, pero muchos pesimistas lo son porque les resulta imposible o complicado entender que las cosas pueden salir mal a veces y no pasa nada. Esperar continuamente lo peor, dice la doctora Laura Oliff, directora del American Institute for Cognitive Therapy, puede denotar que lo que intentas es protegerte de esa decepción. Si niegas los altibajos de la vida te pierdes la «anticipación positiva de los acontecimientos», como, por ejemplo, el placer de planear unas vacaciones o un viaje, da igual si al final puedes ir o no.
Si tienes que elegir entre expectativas que quizá puedan fallar y otras negativas que tienen más cartas de poder cumplirse, elige las primeras. Y aunque es verdad que es más fácil decirlo que hacerlo, ayuda mucho recordar el hecho de que muchas de las cosas malas que imaginamos no llegan a ocurrir realmente. Y si lo hacen, nos recuperamos bastante rápido del golpe. Como decían los Monty Python, «always look on the bright side of life».
Argumenta contra ti mismo. No eres peor que otros por mucho que te hayan ido mal las cosas. Según Martin Seligman, primero debes reconocer la voz interior que hace esos comentarios negativos y discutir con ella como si lo hicieras con tu suegra. No es verdad que te vaya peor que a otros solo porque tú eres tú. Evita las comparaciones odiosas y céntrate en lo positivo. No dejes que tu yo Mr. Scrooge lleve la razón.
Mira las cosas con perspectiva. Ni todo es una mierda ni todo es maravilloso. Hay que encontrar el término medio y para eso es necesario poner distancia, cambiar el ángulo de visión.
Multiplica por dos lo bueno que te ha pasado. Ojo, que no se trata de exagerar la realidad y pasar del bueno al buenérrimo, sino de regodearte en los detalles bonitos. Según Shawn Achor, el cerebro no puede diferenciar entre la visualización y la experiencia real, por lo que duplicas la experiencia positiva en tu cabeza.
Haz ejercicio, pero del bueno. O sea, cardiovascular. 15 minutos al día de darle leña al cuerpo como si te poseyera el espíritu de un marine vigoréxico podrían funcionar como el mejor antidepresivo, sobre todo si sobrevives. Tu cerebro lo registra como una victoria y eso siempre da mucho gustirrinín. Las agujetas también se pasan, recuérdalo antes de volver a plantar el culo en el escay del sofá.
Respira… Deja lo que estés haciendo y dedica dos minutos al día a sentir únicamente tu respiración. Sí, eso es: mindfulness de toda la vida. Reduce tu estrés y te ayuda a ser más feliz. ¿Qué puedes perder?
Contagia tu optimismo. En lugar de escribir a tu compañero de curro para hablarle solo de trabajo, prueba a decirle de vez en cuando lo bien que hace ciertas cosas, lo mucho que te ayuda y las ganas que tienes de tomarte unas cañas con él a la salida (eso, cuando todo vuelva a la normalidad. Ahora no toca). Y quien dice compañero de curro dice hermano, amigo, cuñado (sí, cuñado), conserje o vecino. Lo importante es que sea uno cada día y por distintos motivos. Vale un email o un comentario positivo en redes sociales. Tú eliges el formato. Verás que la respuesta será buena y además cambiará la idea que tienen esas personas de ti. Según Achor, las personas que hacen estas cosas no solo son percibidos como líderes positivos por los elogios y el reconocimiento, sino que su puntuación de conexión social está en lo más alto de la escala.
Y sonríe a menudo. Recuerda que la risa es contagiosa. Si no tienes a quién dedicársela, ponte delante de un espejo y regálatela a ti.
Mucho cuidado con reírse de lo que venga del underground. En mi colegio, cuando se debatía en clase sobre la tauromaquia, a los dos chavales de treinta y pico que estaban a favor de prohibirla se les miraba como si fuesen auténticos y genuinos zumbados. Ahora su postura si no es ya mayoritaria en la sociedad española, poco le falta.
Nuestros padres nos aconsejaban ir a la mili, no buscarnos líos. Insumisos e incluso objetores eran tratados como cantamañanas. En muy pocos años, hubo que abolir el servicio militar obligatorio. Fue a cambio del apoyo catalán a Aznar, sí, pero fundamentalmente porque ya no quería ir ni Dios.
Tuve amigos que se hicieron veganos en los noventa. Cuando lo contaban, los miraban como si propusieran cagar hacia dentro. La gente hasta dejaba de relacionarse con ellos como antes con una mezcla de pena y desdén. Ahora los veganos, si bien generalmente siguen sin ser bien recibidos donde abren la boca, ya forman parte del paisaje.
No hablemos de la vivisección. De pronto el tema empezaba a salir en letras de canciones y levantando el meñique ideológico todos estábamos muy indignados. Cómo olvidar los fanzines con fotos de monos con extraños cascos con electrodos incrustados en la cabeza. A quien preguntaba se le decía que las cremas y maquillajes que nos ponían se probaban antes en animales a los que se les arrancaba la piel. Había un placer morboso pasivo-agresivo en hacerles ver que una costumbre cotidiana los convertía en responsables y culpables de torturas escalofriantes. Sea como fuere, en 2013 se aprobaron leyes en España y en la UE que prohibían probar productos cosméticos y estéticos en animales.
En décadas anteriores, todo lo relativo a la libertad sexual tuvo que abrirse paso bajo una lluvia de burlas e insultos de toda clase, incluido fuego amigo de los compañeros de izquierdas. Hasta que se ha logrado, al menos en España, que quien esté en contra del matrimonio entre personas del mismo sexo sea visto como un integrista católico preconciliar. Lo dicho: mucho cuidado con reírse de lo que venga del underground.
Pongamos un ejemplo asumible por todos: bañarse en verano. Lo que hace todo el mundo en cuanto llega el calor y otorga pingües beneficios a España con la visita masiva de turistas en su día fue una extravagancia. Una locura de unos pocos que imitaban las noticias que llegaban del extranjero. Ir a la playa o a una piscina a tomar el sol era cosa de los hipsters y gafaspastas de principios del siglo XX.
La nueva afición, como corresponde a toda novedad que atraviesa nuestras fronteras, se recibió con pánico e histeria. En el diario El Adelantado, en 1930, encontramos una noticia que alerta de que en Francia ha aparecido un modelo de traje de baño «color carne, que lleva un fino reborde, también del mismo color, de tal modo que aquella diferencia no puede apreciarse a una distancia de veinte metros». Con las nuevas modas, pudiera parecer que, a lo lejos, la gente estaba desnuda aunque no lo estuviera. Eso era un drama.
Era dramático, aunque a uno le diese igual, porque el integrismo católico, pese a haber perdido tres guerras civiles en el siglo XIX, seguía vivo, como se vio después, y daba mucho mal. Era de sentido común no provocarles demasiado. En ese mismo año, 1930, descubrimos en el periódico La Cruz a qué estamentos y gremios pedían ya ayuda los piadosos cuando se veían injuriados: «Hay que reaccionar, pues, y urgentemente contra las demasías y procacidades de la mujer desenvuelta o mal envuelta en su eterno traje de baño y como a nosotros, a los predicadores de Cristo, apenas nos prestan oídos, debemos holgarnos que vengan en nuestra ayuda médicos y abogados, civiles y militares».
En El Defensor de Córdoba se recurría al chantaje emocional de las madres tirando de la imagen que daban las hijas. Hete aquí un bello extracto: «Dime, madre, ¿cómo es el traje de baño que va a elegir tu hija? ¿No recuerdas en tu juventud el asombro que producía ver a una mujer que se bañaba públicamente en maillot? ¿Qué decíamos de ella? Recuérdalo mujer. ¿No te sonrojaría que tu hija, cubierta solo con maillot, recibiese en casa a las visitas? ¿Por qué no te sonroja que eso suceda en la playa y en ella alterne con los muchachos y se tumbe a tomar baños de sol y esté expuesta a todas las miradas? Seguramente llama la atención su desnudez y más seguro que sea incentivo de tentación o de pecado. Porque eso son las que se bañan sin decoro públicamente, instrumentos del enemigo de las almas, para turbarlas con el escándalo o para corroerlas por la pasión».
En 1931, con la llegada de la República, la reflexión pasaba a ser sobre el nudismo. Aunque al hecho de bañarse con maillot ya se le denominaba desnudismo, lo que cobró importancia en aquel momento fue la modalidad que llegaba de Alemania de tomar el sol sin ropa alguna. Para la prensa de izquierdas, como era La Calle, tampoco resultaba aquello muy normal. Una columna lo explicaba: «Los españoles tenemos muy aguzado el sentido del ridículo y de la lascivia para mantener esas contemplaciones con la serenidad germana».
El aludido diario La Cruz, sobre este particular, el de las vanguardias naturistas, tenía un discurso, digamos, un tanto áspero: «En todas las épocas la sensualidad carnal ha constituido el más grave peligro para la moralidad pública y privada (…) envidia, hipocresía, rencores, ambiciones, todos los bajos sentimientos que impulsan al proceder infame, subsisten eternamente en el temperamento incorregible del individuo perverso, aunque este se desprenda totalmente de sus ropas estos impúdicos nudistas caen en la degradación de la naturaleza inculta y aún más; degradan a la misma naturaleza primitiva, el propio ambiente de los nudistas está tan solo en el reino zoológico».
Un cataclismo, escribían en Acción, el diario gijonés «Defensor de los intereses de la mujer», según rezaba, nunca mejor dicho, su lema, al tiempo que avisaba con prestancia de que al Todopoderoso no se le podía tomar el pelo: «Qué horrores no hemos visto estos últimos veranos en las playas, sobre todo; pero también en el campo, en las excursiones, en la aldea, en la ciudad, en todas partes. Realmente pone espanto en el alma. Las sectas empeñadas en la ruina del cristianismo, no pudiendo ir directamente a las ideas de la mujer, han atacado a sus costumbres, corrompiéndolas. Y teorías perversas, el naturismo, el nudismo, tratan de justificar tanta depravación (…) Hacerlo es malo, justificarlo es peor. Esas teorías llevarán a la humanidad al cataclismo (…) Siempre que en la historia se dieron los mismos síntomas, sobrevino fatalmente una espantosa catástrofe, la ruina de un gran pueblo, “Toda carne había corrompido su camino y por eso siguió el gran diluvio”, dicen los libros Santos (…) Con una osadía que es escarnio más bien, hemos visto sobre pechos desnudos, e indignos de ostentarlo por tanto, el Crucifijo… es decir, la imagen de Aquel que vino a nosotros a enseñarnos la pureza y la mortificación, la penitencia y el sacrificio, el olvido del cuerpo por el predominio del espíritu; la imagen de Aquel que triunfó de la carne y del pecado en una Cruz. ¡Ah!, pero estas cosas no se hacen impunemente, pues “de Dios nadie se ríe”…».
Es en este instante, en la estupefacción inicial ante lo que empezaba a ocurrir, cuando se llegó al pináculo del éxtasis opinativo. De nuevo en el glorioso La Cruz, un columnista se lamentaba amargamente por la nueva moda de ir a la playa o a la piscina en verano expresando su preocupación por la reputación de las monjas de clausura, que a ver si ahora su opción vital, encerrarse hasta la muerte en cuatro paredes, iba a pasar a ser menos enrollada: «La vida de clausura, el derecho de recluirse en vida, de romper todo trato con el mundo exterior, de someterse a rigurosa regla, de vestir tosca, estambre, de envolverse la cabeza en tocas, de levantarse con el alba para rezar maitines, de pasar largas horas de rodillas en el éxtasis de la oración, me parece tan respetable como el de dedicar las mañanas estivales a tostarse la piel de todo el cuerpo, salvo aquella pequeña zona donde el tostamento es superfluo, y claro es que expuestas no solo a los rayos de sol, sino a la mirada de las gentes. No acierto a entender por qué lo primero para muchas encierra hoy un sentido regresivo y lo último constituye oriflama del progreso, y signo de libertad que debe ser fomentada por el Poder Público, construyendo piscinas numerosas. No soy contrario ni al nudismo ni a las piscinas, pero afirmo que la vida contemplativa debe gozar también de libertad, la libertad de renunciar a ella». Ojalá musicasen estas palabras Los Planetas.
Para 1932, con la llegada de otro verano, el cariz que estaban tomando los acontecimientos forzaba a los plumillas de Acción a retorcer el sofisma para preguntarse por la calidad de la libertad del quienes tomaban el sol: «El traje de baño ha alcanzado ya la mínima cantidad posible de tela (…) No se limitan hoy a tomar sencillamente su baño, protegiendo con los albornoces su pudor, sino que, con el pretexto de la moda de los baños de sol, la gimnasia y los juegos al aire libre, se exhiben descaradamente ante el público que quiera contemplarlas (…) No sigáis moda alguna que no sea admitida por la moral cristiana, pues no puede haber en vosotras mayor atractivo ni nada que pueda dar más realce a vuestra belleza que la honestidad (…) No queráis hacernos responsables del pecado de escándalo, que es el más duramente castigado por Dios. Ni queráis dar motivo para que pueda decirse de vosotras que contribuís a los males de España con la corrupción de vuestras costumbres (…) Deteneros pues un instante y pensad… para que podáis ver con claridad que ese camino emprendido que vosotras os figuráis modernísimo, y de verdadera libertad, no es otro que el retroceso a los antiguos tiempos del paganismo, en el que la mujer llegó por esas mismas costumbres puestas hoy en práctica a su mayor grado de degradación, de menosprecio y de esclavitud (…) La mujer que quiera ostentar dignamente la imagen del Crucificado sobre su pecho, se abstenga en absoluto de adoptar modas que esté reñidas con la honestidad que Su Santidad ordena y manda guardar (…) la playa es de todos y no creo que los intelectuales tengan la pretensión de ser ellos los que la inventaron».
Y negros, todos como los negros africanos. Fue El Diario de Almería el primero en realizar esta audaz comparación, importunado por la nueva costumbre de querer ponerse moreno: «Es la moda cruel a veces quien dicta este suplicio del sol. Hoy viste bien la piel bronceada y hay que demostrar que no se está al margen de la última. Es una moda eminentemente piadosa: es un lazo de unión que el europeo progresista lanza al negro africano; y parece decirle: “Negrito adorable: tu reivindicación es completa. Tu negrura que antes era motivo de desprecio como signo de raza inferior, hoy es por nosotros envidiada. Nos dirigimos a ti con el deseo de semejarnos: y tu sonríes irónico, pensando, que el matiz de nuestros cuerpos nunca alcanzará esa maravillosa brillantez con que tu cuerpo se barniza ¡Oh, negrito adorable: quién pudiera llegar a ser como tú!».
En prensa medianamente parcial, como La Hoja del Lunes, se constata que en 1934 la moda estaba plenamente implantada. Un artículo titulaba «Triunfa el nudismo», que es como se denominaba a llevar bañador sin albornoz: «en millares y millares de kilómetros de costa —lo mismo en el dorado Océano, que en el azul Mediterráneo, que en el verde Adriático— el espectáculo es idéntico: hombres y mujeres cubiertos con un leve maillot, que empieza demasiado tarde y termina excesivamente pronto, conviven en tranquila promiscuidad, sin inquietudes, sin sonrojos (…) El desnudo triunfa. Claro que es el mundo de la multitud dorada, que puede permitirse los baños de sol. Porque en Deauville las veinticuatro horas del día se dividen entre el baño de agua, el baño de sol, el jazz, los bares americanos, los concursos hípicos y el juego en el Casino. Después, si queda tiempo, se duerme, si no, no (…) Se baila en la playa con el microscópico traje de baño, tan diminuto que parece arrebatado a unos niños».
Ese mismo año, El Defensor de Córdoba calificaba la situación con la mayor gravedad, decía que lo que estaba pasando era «un descoco» y temía que «el pudor puesto en venta llegue a la escala absurda, triste e incomprensible que mereció fuego del cielo en Pentápolis». Mientras, en Crónica Meridional, se puntualizaba que la mujer no era consciente de lo que estaba haciendo: «Es el traje de baño que descubre la infantilidad aún de las almas más perversas. El maillot reina con alarde obsceno y es un pretexto más de la inconsciente coquetería de la modernidad en la mujer». Y un año después, en 1935, El Iris, otro diario católico, pedía a los fabricantes y comerciantes de trajes de baño que por «conveniencia espiritual, económica y social» colaborasen en mejorar el «ambiente moral de las playas» y acudieran todos a «la Comisión Central por la Moralización de las Playas», de la que desgraciadamente nada hemos logrado averiguar.
Alcalá Galiano, en ABC, en 1935 le echó la culpa de todos estos incontrolables sucesos a la década anterior, la conocida por «los felices años veinte». Fueron días de derroche, de gastar por encima de las propias posibilidades, y de entregarse a los placeres, quizá derivado todo del pequeño y sutil detalle de millones de muertos estúpidamente en la Gran Guerra. Pero él lo metía todo en el mismo saco: «el jazz, el derroche financiero, las danzas exóticas, el alcohol y las drogas, el nudismo y el deporte». No se libraba ni el fútbol. También ese año, el diario La Independencia tachaba de «plaga» la oleada de bañistas y exigía «exterminar esa plaga y devolverla a las decadentes cavernas de las que, sin duda, procede, a pesar de sus pretensiones de progreso y vanguardismo».
En lo económico, exactamente igual que ahora que en numerosas zonas de España hay quienes rechazan el turismo que, paradójicamente, da de comer a tanta gente, en La Vanguardia hubo reflexiones idénticas relativas a Mallorca, isla que «tenía su vida, una vida suficientemente digna, señorial y típica. No padecía la plaga de dancing, bars, cabarets, desnudismo, escenas de playa y otras exóticas, muy modernas, muy cosmopolitas, pero que nada aportan a la cultura de ningún pueblo, antes bien, desdoran y manchan nuestra época».
Tras el estallido de la guerra, fueron incontables los motivos que se dieron para justificarla por parte de sus promotores, los fascistas. No obstante, no deja de ser curioso que se pudieran encontrar artículos donde se hiciera referencia concreta al hecho de que a la gente le diese por ir sin albornoz a tomar el sol a la playa o a la piscina como causa de la contienda. El Día de Palencia, en noviembre del 36, publicó una de las motivaciones del golpe de Estado más extravagantes y sinceras: «¿Que estorbaba la moral? Pues ¡abajo la moral, en niños y jóvenes, en hombres y mujeres! ¡Viva el desnudismo en las clases elevadas y en las bajas! ¡Fuera la caridad, la beneficencia, la limosna, la lealtad, la amistad, la civilización, todo lo sembrado o cultivado en el mundo por Cristo! Y con tales cimientos se ha hecho, como era de esperar, el edificio del odio, desde cuyos ventanales siniestros se ha disparado con furia satánica contra todo aquello que más inconfundiblemente llevaba anejo el sello de la inspiración de Cristo Redentor. Esta es la gran lección que, en medio de la catástrofe que estamos presenciando llenos de pavor, se nos está dando a todos».
Por si hubiera dudas, Azul, el órgano de la Falange Española de las JONS, el mismo mes del mismo año, definía así la ideología de sus enemigos: «el sensualismo como doctrina, el nudismo como culto, el pacifismo como idea y la tolerancia y escepticismo como religión». Ahí seguían presentes, nunca mejor dicho, los bañistas. Un fenómeno inofensivo, comúnmente aceptado en la actualidad, pero que causó tanto impacto en su día que llegó a colarse en las diatribas políticas de un suceso histórico de la magnitud de la guerra civil española. Piénselo cuando se ajuste el trikini este verano. Hasta ir a la playa hubo que pelearlo